Hay una suerte de comodidad inagotable en escuchar llover. Debe estar relacionada con mi niñez. Ahora mismo por ejemplo, gotas dispares caen sobre la teja en la marquesina que cubre la ventana de la sala, mientras un viento frío y húmedo circula por la casa y estoy cómodamente acostado sobre el sofá.
Estoy recordando lo que pasó esta semana a modo de traducirlo en un solo símbolo. Lo único que se me viene a la mente es la imagen de varios hombres acusados de actos monstruosos: el exterminio de una comunidad, el asesinato de dos mujeres y dos niñas, dos pequeñas cuyos cuerpos aparecieron asfixiados, una de ellas apretando un rosario.
Monstruos. Mostros. Monstros. La Real Academia tuitea que son lo mismo. Quizá lo fácil sea llevar a juicio moral a alguien y señalarle de serlo absolutamente. Nunca fallaríamos tanto. El otro día, escuché como un tipo hablaba por teléfono acerca de la balacera que terminó por quitarle la vida a otros dos policías, dándoselas de rudo, como insinuando que ellos podrían haber hecho lo mismo con los agentes.
Me dio muchísima pena, mirar al hombre decir eso escondido en la lavandería de su casa, rodeado de ropa de su hija, con la que lo he visto ser cariñoso. Me dio muchísima pena, porque sé que al igual que él, hay un número enorme de personas, hombres, sobre todo, tratando de encontrar cabida en el rol del macho agresivo para conseguir los recursos en un sitio escaso.
Porque esta es la forma de poder que nos enseñó la guerra. Alzar la mano empuñada. Oh qué sorpresa de símbolo, cuánto empuje tiene. Nunca mejor aprovechado el miedo que ofrecer ser el puño que defienda. ¿Pero defienda de quién? Pues de nosotros mismos, qué ilusos. Al final siempre hay posibilidades que ese puño cerrado se use en tu contra.
Ahora recuerdo los juicios en los que ante el tribunal se escuchó como prueba las intervenciones telefónicas, donde los asesinos hacían llamadas diciendo la manera en que había sido cometido el asesinato que les encargaron, cuánto les debían, cómo se los pagarían, dando incluso garantías de su trabajo, como: “ahí están aquellos viendo que llegue el MP y los bomberos para asegurarse que esté muerto” y luego de colgar, llamaban los sicarios a sus mujeres con las voces dulcificadas al punto de la mamonería diciéndoles: “hola miamorcito, ¿cómo estás? Aquí trabajando mi amor bello”.
Extremos. Vivir entre ellos. Normalizar lo imposible a través del único lenguaje que lo hace factible, el de la esquizofrenia. Y una de esas máscaras es la violencia. Cuánta gente disfrutando de las narconovelas, los narcocorridos, cuando en su vida han visto una dosis o andan lejos de entender lo que significa matar a una persona.
Pero todo eso termina siendo un éxito en un campo de flores, lleno de minas escondidas para dejar a los niños inválidos. Así veo este país. Bajo una lluvia intermitente como la de ahora. Y nos siguen sirviendo el mismo plato y lo comemos con gusto. Ahí están estos femicidas, dispuestos para que ahora carguen con todo nuestro juicio moral, ahí están los generales dispuestos para cargar la culpa de una sociedad que permanece idéntica a cuando se les impulsó al asesinato.
Como si nosotros no estuviéramos siempre a un paso de ser asesinos. Como si el mal nos quedara lejos. Como si al pedir que los ejecuten en la vía pública y que su sangre riegue la tierra, no estuviéramos siendo iguales a ellos, que también tuvieron esos deseos y después besaron a sus hijos y sus mujeres.
Al final son siempre las ganas de hacernos daño las que se nutren, de las que nadie habla, porque parece ser demasiado bonito sentirse el fuerte y gozar del poder del miedo, mientras decimos los malos son otros, a mí no me toca, yo lo que hago es defenderme del fuego con fuego. Bah. Espero que algún día esta lluvia sea capaz de lavar tanta estupidez y llevársela por la alcantarilla.
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