Desde la posición de las derechas empresariales, la democracia es un mal necesario, no una forma de vida, y termina siendo percibida como un proceso lento, torpe y que bien podría ser sustituido por esquemas autoritarios. Desde posiciones de izquierda, la democracia formal es un artificio burgués que representa los intereses oligárquicos y que debería ser sustituido por esquemas políticos que construyan una visión hegemónica sin importar el cómo. Por eso es que en un país como Guatemala es imposible construir un futuro viable desde los extremos, pues ambos espectros son antisistema.
La verdad es que la democracia es una cosa que nos atañe a todos y que trasciende el simple aspecto de la democracia procedimental. Sin ciudadanos comprometidos que buscan informarse, sin una prensa que haga labor de investigación, sin un diseño de arquitectura institucional que proteja el balance de poder y sin la vocación democrática de parte de los tomadores de decisiones, la democracia —lo mismo que decir los derechos políticos básicos— no puede existir. Lo anterior es posiblemente una de las mejores conclusiones del texto Cómo mueren las democracias, publicado recientemente por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. La democracia es algo que compete a todos en un proceso constante de vigilancia permanente.
La gestión del presiden Bukele se había caracterizado por una estilo de gestión presidencial muy millennial, en el que se sustituye el movimiento clásico del aparato ejecutivo en el plano real (presentando iniciativas, construyendo apoyos parlamentarios y buscando acuerdos intersectoriales) por el uso de las redes sociales. El Ejecutivo se materializa en las redes sociales y crea una sensación de dinamismo, de un presidente activo, que no descansa y que reforma el sistema con un simple teclazo. Un Ejecutivo de realidad virtual que se preocupa por mercadear, aunque buena parte de sus propuestas y logros resulten inviables o no exista el caudal político para su materialización. Muy propio de un millennial que tiene a su cargo comandar el Ejecutivo de la república de El Salvador.
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En esa misma línea, la incapacidad del presidente Bukele para comprender la implicación de lo que significa amedrentar a un Parlamento con el uso del estamento militar resulta grave, pero también muy natural en el contexto de varias democracias que optaron por candidatos presidenciales antisistema o antipolítica: si rechazas a la clase política tradicional, ¿no rechazas también las reglas clásicas del juego político? Lo que sucede en El Salvador es grave, pero tampoco debería sorprendernos, como tampoco debería sorprender que la presidencia de Trump rompa con reglas y procesos constitucionales de más de 243 años que habían guiado la tradición de la democracia constitucional más vieja.
Quienes buscan la tónica del fascismo en lo que sucede en El Salvador deben considerar que el fascismo clásico requiere, ante todo, la existencia de un Estado donde el Ejecutivo tenga todo el control político (empezando por el Parlamento) y un grado de desarrollo tecnológico que permita construir la maquinaria sistemática de expansión y eliminación. Tampoco estamos ante el caso de una democracia delegativa, ya que Bukele nunca recibió el cheque en blanco para gobernar a su antojo y carece de dominio en el Parlamento. Es precisamente lo anterior la causa del problema. Posiblemente la situación de El Salvador tenga rasgos del vicio cesarista (identificado por Marx en el brumario) o del cesarismo democrático de Laureano Vallenilla Lanz.
Pero lo que sí es claro es que la región latinoamericana, a más de tres décadas del retorno a la democracia, sigue sin poder evitar los exabruptos propios de la tentación autócrata. Y esto aplica tanto a derechas como a izquierdas. Acordonar un Congreso para amedrentar a la oposición ya sea con militares o con juventudes revolucionarias, al estilo bolivariano, es un medida gorilesca, pero muy presente en el ADN político latinoamericano, donde los mecanismos informales pesan más que las reglas establecidas.
Del mesianismo político, pasando por el cesarismo, al cesarismo democrático, los vicios autoritarios en las democracias de baja calidad para llegar a la condición del autócrata, hay pocos escalones, pero siempre se empieza por la incapacidad de comprender la importancia de las reglas que limitan el poder. En este caso, por que un presidente termine desconociendo a una oposición que le complica la agenda. El presidente Bukele es un millennial que está jugando con fuego y sienta un terrible precedente para la región del Triángulo Norte. Lo bueno, quizá lo bueno, es que la región tal vez deje de pensar que la presidencia de la nación es un oficio para cualquiera que carezca del expertise que incluye comprender la complejidad de la administración pública.
Y entender lo que significa vivir en democracia.
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