Tienen mucho que defender y aceptan la alternancia entre ellos mismos, aunque sus intereses sean encontrados. No hay sentimiento de nación, patria, pueblo o de bien común, solo el discurso para consumo de los dominados.
En cambio, las corrientes de izquierda adolecen de diversas contradicciones y fortalezas. Esta corriente política occidental, se introduce en Guatemala a mediados del siglo XX y 70 u 80 años transcurridos es un tiempo corto políticamente. El dogmatismo de arranque aún prevalece en varios sectores organizados políticamente o no. Nace, se anida y defiende a la clase pobre y media ladino-mestiza y su visión del Estado, en su estructuración, no difiere mucho de la visión de la derecha.
Sigue siendo, en cierta medida, monocultural. Las bases sociales, de donde surge esta izquierda bananera, venían paulatinamente, desde tiempos coloniales, tomando distancia de sus raíces indígenas, orientados hacia la etnicidad de la clase dominante; por ello, es la lucha de clases su núcleo de posicionamiento, no la opresión cultural (ambas necesarias y complementarias).
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Otro elemento, es el estereotipo de la intelectualidad que posee, lo cual es cierto a medias. Valiosos intelectuales de la izquierda fueron eliminados por la represión derechista y los sucesores quedaron con el halo de intelectualidad más que realidad. Los pocos intelectuales emergentes son desplazados discursivamente por los artesanos del conocimiento ideológico y político. El resultado son las grandes contradicciones teóricas, ideológicas y prácticas que operan más como muros separadores que como puentes de diálogo. Así la unidad o la articulación se vuelve cuesta arriba.
Además, la visión y acción tutelar y proteccionista de la Derecha hacia los pueblos indígenas es similar a la de la izquierda, aunque últimamente algunos actores han asumido como propia la defensa de la identidad de los pueblos. En el discurso de la izquierda, prevalece más el interés por asumir el control del Estado y menos la reivindicación territorial e identitaria de los pueblos. Por ello en el escenario político, la lucha por el Estado es mayoritariamente ladino-mestiza. Los intentos políticos indígenas son débiles aún. A lo más, algunos indígenas se proclaman de izquierda.
El debate y la lucha política, se nota más granítica en la derecha que en la izquierda y en los pueblos (acá prevalece la desarticulación y el disparar cada quien por su lado). Y esta realidad central, debe interiorizarse y corregirse política, ideológica y programáticamente para poder suplir/desplazar a la derecha colonialista.
Indudablemente es ir contra corriente en un sistema político diseñado para favorecer caudillismos, corporativismos y privilegios de larga data, cuya garantía de control la da el poder económico para hacerlo funcionar. Ejemplo contundente es el Tribunal Supremo Electoral, en la forma de integración, que garantiza a los poderes tradicionales tener control y capacidad de veto a los planteamientos políticos contra-hegemónicos. Actualmente, el TSE quiere menos control al financiamiento de partidos.
El complemento es la ley de partidos políticos que permite únicamente organizar partidos al gusto del sistema dominante. Ningún partido político, en el marco legal vigente, puede escapar al verticalismo y la jerarquización. Las ordenes vienen de arriba, no tanto desde las bases, la ley posibilita esa dominación.
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Fue la política la primera en privatizarse. Los que son postulados y/o elegidos han comprado el puesto, igual que en tiempos coloniales cuando se subastaban los cargos políticos y los espacios religiosos para garantizarse el tributo indígena. La participación política es una inversión, de dinero lícito e ilícito, que se recupera con la facultad de asignar recursos, tanto del gobierno, como de diputados y alcaldes. 110 mil millones del presupuesto público, más 140 mil millones de remesas, para el 2023, serán aprovechados en los espacios políticos y en el mercado monopolizado por las élites. Cantidad nada despreciable que motiva la participación politiquera.
El sistema condiciona la lógica política, haciendo que los partidos sean centralistas, caudillistas, corporativistas, monoculturales, cortoplacistas, volátiles y sin ideologías consolidadas. Por ello, el bien común o el buen vivir lucen lejanos, porque se vota, pero no se elige.
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