El fin de semana visité un supermercado, de los que van quedando en Guatemala en los que una persona es cajero, otra le empaca a uno la mercadería y otra más toma un carrito y lleva las bolsas hasta el automóvil, incluso acomodándolas en el interior.
En la fila hacia la caja me antecedió una pareja. La persona empacadora no se encontraba, por lo que el jovencito que labora como cajero, además de pasar cada cosa en el lector de precios, debía tomar las bolsas y empacar la compra, alimentando el desagrado e impaciencia de la cola que se hacía cada vez más larga. Todo esto ante la insoportable actitud inerte de la pareja que, con mirada inquisitorial, seguramente decía: “Y este ‘choyudo’, ¿por qué no se apura?”. Ambos incapaces de tomar una bolsa y colocar ellos mismos lo que habían comprado.
Pensando estar ante un caso especial, volví la mirada al resto de las cajas de cobro, constatando la misma escena. Quizá era la hora del descanso o la refacción del personal empacador, pero la actitud pasiva e inerte de la mayoría de los clientes estaba generando un caos, en el que cajeros y cajeras intentaban frenéticamente hacer dos tareas al mismo tiempo.
Una vez el estresado cajero logró finalizar su tarea, la señora de la pareja extrajo de su bolso una tarjeta de crédito y la presentó como medio de pago, obteniendo como respuesta rechazo por disponibilidad insuficiente. La señora, con fastidio, le pidió fraccionar el pago, extrayendo de su bolso una segunda tarjeta. Por suerte para los que esperábamos en la fila, el joven pudo agotar la disponibilidad de crédito de la primera tarjeta, para luego cargar a la segunda el saldo pendiente de pago (la mayoría). El fastidio de la señora se incrementó aun más al decir “¡Y esta otra también se va a topar!”.
Detalles que se nos hacen cotidianos y que seguramente se les defenderá como un asunto de la vida privada, que alguien como yo no debería estar comentando acá. Pero, en realidad, no tanto. Estas son señales alarmantes de la insostenibilidad de los patrones de consumo de nuestra denominada “clase media alta”. Una actitud consumista, egoísta, apática, pasiva e intolerante, acostumbrada a ser servidos como una suerte de “derecho” de clase.
No puede ser normal, mucho menos sostenible, que esperemos —con arrogancia casi aristocrática— a que alguien más haga las cosas por nosotros, actitud insoportable que no solo vemos en el supermercado, sino también en gasolineras, ventas de ropa, restaurantes y muchos lugares. Pero eso sí, nuestro fastidio y enojo estalla cada vez que el rechazo a la tarjeta de crédito nos recuerda lo endebles que son las bases de semejante patrón de consumo y pasividad social.
Cuando veo eso medito en las experiencias que han vivido otros. Pienso en el caso de la clase media argentina, la cual prácticamente desapareció en la crisis que la economía de ese país vivió en 2001. Casi el 60% de la población cayó en condiciones de pobreza luego de una corrida bancaria que desestabilizó el sistema financiero argentino, que obligó a restringir severamente los retiros en efectivo.
Medito con horror que esta clase media, mayoritariamente asalariada, que mantiene un patrón insostenible de consumo basado en el uso y abuso de la tarjeta de crédito, con una actitud arrogante, casi aristócrata, está en peligro real de extinción. Ojalá no, pero si nos llega a tocar una crisis bancaria, los estratos socioeconómicos altos y bajos no serán los más afectados (unos, porque tienen en exceso y podrán cubrir las pérdidas, y otros porque ya están en el fondo, y no pueden caer más), será la clase media la que enfrente la extinción (no haciéndose más ricos, claro…).
La solución es evolucionar en vez de extinguirse. Pero, estimado lector, la próxima vez que vaya al supermercado, ¿se animaría usted a decirle a quien le antecede en la fila, “señora, porqué no empaca usted misma su compra y abandona su actitud inerte ante la vida?”.
ricardobarrientos2006@yahoo.com
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