La nuestra es una sociedad esquizoide en un sentido al menos: la ausencia o percepción alterada de la realidad. La bonanza en los territorios de la costa sur por las actividades con ingresos sostenidos relacionadas con el cultivo de la caña de azúcar, la palma africana, el hule o las fincas de piña es una dimensión hipotecada de la realidad que no corresponde a lo que uno puede ligeramente percibir a través de un recorrido por parcelamientos y microparcelamientos de la zona.
Recorriendo carreteras, caminos de terracería, puentes estrechos, extensiones vastas de monocultivos, aldeas, parcelamientos, colonias, empieza una a preguntarse qué es lo que une a este cuerpo gelatinoso que llamamos Guatemala. ¿Qué lazos hemos construido —si hemos construido alguno— para aferrarnos todos a esta tierra y sentir al otro como parte nuestra?
Y es que esa pregunta está tan ligada al quiénes somos como al cuántos somos. O mejor dicho: ¿quiénes son los que cuentan? ¿A quiénes damos por sentado, quiénes contamos y, de plano, a quiénes descontamos? Claro, esas preguntas reflejan lo que nos mueve cotidianamente a ser parte de algo. Parte de algo no es solamente estar junto a, como pegados con resina artificial, sino implica que exista una identificación sentida en la vida cotidiana. Sobre esto se ha teorizado mucho: hablamos de sentimiento nacional, de identidad nacional, de pertenencia identitaria, de imaginario nacional, de historia nacional de los pueblos… Hablamos.
Hay una versión de la historia oficiosa que se apega literalmente a los pequeños y grandes símbolos nacionales. Existen prácticas mecánicas del sentimiento nacional, como la inundación de banderas en los comercios para prepararnos para el mes patrio (lo vi el otro día en la panadería y casi me da el mismo síncope que con los corazones del Día de la Madre). Pero esas prácticas volátiles refuerzan una idea de nación que opera, con eficacia política y económica, sobre el vacío de la íntima conexión humana.
Hace pocos días fueron asesinados los niños David Estuardo Pacay Maaz y Ageo Isaac Guitz Maaz, de la comunidad de Monte Olivo, Cobán, Alta Verapaz. Su muerte no ha tenido mayor eco. Tampoco lo ha tenido el conflicto desencadenado con la licencia para la construcción de la hidroeléctrica Hidro Santa Rita, S. A., en la cuenca baja del Chixoy, y con la compra de terrenos de la finca Xalaha Canguinic —lugar en el que se construirá la represa, con una capacidad de 25 megavatios (catalogada, por lo tanto, como mediana hidroeléctrica)—. Los pormenores de este conflicto local —dragado del río Dolores, instalación de un destacamento militar en la comunidad de Monte Olivo, realización de consultas comunitarias, negociaciones entre organizaciones sociales y la empresa, manifestaciones, arrestos de líderes comunitarios y finalmente el asesinato de dos menores y el linchamiento del agresor sin atención inmediata por parte de ninguna entidad estatal— revelan una dinámica que se extiende en todo el territorio nacional, y… nadie se inmuta.
Somos una especie de caleidoscopio: con múltiples figuras geométricas, con múltiples historias, pero sin hacerlas propias. No son nuestras. No nos las hemos apropiado, en parte porque las memorias han sido silenciadas, pero esa no es la única razón. Nadie se inmuta, nadie grita, nadie se indigna. O enmudecemos unos cuantos, nos indignamos unos cuantos, pero no existe ese grito colectivo cristalino que nos mueva a sentir que las muertes de David Estuardo y Ageo Isaac son únicas, que son otra cosa más que un simple símbolo y que llevan la huella de nuestro nombre propio. El caleidoscopio tiende a proyectar una imagen clara de las figuras geométricas. Es una imagen compuesta, pero es una composición clara y armoniosamente interconectada.
No hay una clara imagen colectiva de esta masa sin gluten que llamamos Guatemala. Es y será un claroscuro permanente, a menos que empecemos a interrogarnos con la ansiedad del que busca su lugar en el mundo. Habrá que explorar compulsivamente otra dimensión, la que nos lleve a las entrañas mismas de la historia contradictoria de este país. No hay términos medios en esa dimensión: calor infernal, aguaceros interminables, relámpagos y truenos descomunales, verdes intensos, hojas grandes, piedras, ríos caudalosos, historias de amor profundo e historias de muerte. La memoria es nuestro sustento, pero no basta. Para armar cualquier tipo de lazo que pueda movernos a identificarnos en el desgarramiento de los que amaron a David Estuardo y Ageo Isaac, hace falta también evocar los ríos que se han cruzado, los puentes de hamaca que se han franqueado, los recorridos que nos han agotado hasta exponernos tal como somos. El hilo conductor de las historias es que dos niños han dejado de jugar. Los nombres propios son únicos: como la vida.
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