«… Les robaron sus idiomas, les robaron sus creencias, les robaron su tierra, les robaron sus dioses. Les robaron todo todo […] llegaron el fraile y el soldado, y cuando el fraile decía “traigo al verdadero dios”, el soldado ya estaba preparando el arma y enarbolando la bandera de conquista. Detrás, con menos aparato simbólico, estaban el recaudador y el mercader: ellos no se exponían, pero eran los que contaban los beneficios» (José Saramago).
La doctrina del descubrimiento, como hemos apuntado en artículos anteriores (1, 2 y 3), justificó en su momento el despojo de los territorios originarios, la esclavitud y el sometimiento de sus habitantes por no ser cristianos. También ha servido de base jurídica para la constitución de los actuales Estados, erigidos a partir de 1492 sobre las llamadas tierras descubiertas.
Aunque parezca increíble, en pleno siglo XXI hay países que siguen utilizando dicha doctrina de la Iglesia católica del siglo XV como principio jurídico activo. En Estados Unidos, la Corte Suprema, según cita un estudio de las Naciones Unidas de 2005, utilizó jurídicamente esta doctrina para resolver una controversia sobre impuestos aplicados a tierras ancestrales de la comunidad de Oneida de Nueva York. Para resolver, la corte argumentó: «Con arreglo a la doctrina del descubrimiento, la titularidad para el ejercicio del dominio eminente sobre las tierras que los indios ocupaban a la llegada de los colonizadores recayó en el soberano, que primero fue la nación europea descubridora y después los Estados originales y los Estados Unidos».
En Guatemala no se conoce ningún caso de litigio por tierras ancestrales en el que explícitamente se haga referencia a la doctrina del descubrimiento. Sin embargo, en la práctica, la posesión de la mayor parte de las tierras está concentrada en manos de los herederos de los invasores, de extranjeros traídos para mejorar la raza (como se estiló decir a la llegada de belgas y alemanes) o de los militares que han gobernado aprovechándose del cargo para obtener ilícitamente, como botín, tierras para su beneficio. Se cuenta que Manuel Lisandro Barillas se colocaba al otro lado del volcán Santa María, donde existía un mirador hacia la costa sur, antes de que el volcán Santiaguito se volviera peligroso, y que desde allí demarcaba los límites de las tierras que se repartían entre sí los que ostentaban el poder. Todo, a costa de los territorios indígenas y de sus verdaderos propietarios.
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Al principio de la colonización, los territorios pasaron a manos de la Corona luego de haber sido repartidos como botín de guerra entre los invasores. Después se concedieron algunas tierras para milpas, con lo cual se garantizaba el sustento de las incipientes ciudades y villas. También se repartieron algunas entre principales indígenas sobrevivientes, que tuvieron que hacer alianza con los castellanos y coadyuvar a la implantación del colonialismo.
La revolución liberal de 1871 consolidó el despojo de las aún existentes tierras en manos indígenas, muchas de ellas compradas a la Corona una y otra vez. Las tierras más productivas de la costa, de los valles y de los lugares altamente productivos se convirtieron en propiedad privada, que es la que ilegítimamente se defiende a través de las leyes del Estado y con lo cual sigue vigente la doctrina del descubrimiento.
Los pueblos indígenas fueron confinados a las regiones montañosas, a ser permanentemente itinerantes buscando trabajo en las fincas y en las plantaciones y, recientemente, a ser migrantes en otros países.
Lo injusto actualmente es que las montañas habitadas por los indígenas, en pobreza y aislamiento, estén siendo invadidas por la voracidad capitalista y extractiva amparada en el Estado y en los mandatos constitucionales, que consideran estas actividades de urgencia nacional. Así se cerca legal e ilegalmente a los pueblos indígenas más rurales y se los condena a la pobreza eterna.
Por esas razones, la refundación del Estado se vuelve un imperativo, de tal manera que los derechos colectivos de los pueblos originarios sean parte constitutiva del Estado plural. Para ello es necesario que pueblos, grupos, estratos y clases sociales víctimas del colonialismo depredador unan sus pensamientos, acciones y conciencia de clase o de pueblo en torno a un planteamiento jurídico y político que busque descolonizar esta realidad, que en sus 500 años de existencia ha condenado a la pobreza, a la enfermedad y al racismo a la mayor parte de la población (excepto a la oligarquía, que es inmune al efecto negativo del colonialismo).
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