Un duelo que ha transcurrido, como prácticamente todos los duelos vinculados a violaciones a derechos humanos durante el conflicto armado interno, a lo largo de casi tres décadas y media.
Hacia finales de 1979, la barbarie criminal de la acción contrainsurgente, a la vez que ejecutaba extrajudicialmente o detenía y secuestraba al liderazgo social y político, iniciaba también las masacres en el campo. El norte de Quiché empezaba a ser escenario de acciones violentas que significaron visitas de mujeres de Cotzal y Chajul para denunciar lo que representaba la ocupación militar de los territorios mayas en la zona. Mostraban los restos de mazorcas quemadas como carbones y narraban los horrores que representaba la vida en ese entonces.
Cansados de pedir el cese de la represión, optaron por acciones de impacto político que hicieran visible la tragedia que vivían en el campo. De allí que decidieran organizar la ocupación de una delegación diplomática para llamar la atención del mundo. El 31 de enero de 1980 ingresaron y tomaron pacíficamente el inmueble que albergaba a la embajada de España. El gobierno, presidido por el general Fernando Romeo Lucas García, respondió con cruel brutalidad. No solo irrespetó los tratados internacionales que implicaban extraterritorialidad para la representación diplomática sino también las más elementales reglas humanas de respeto a la vida.
El gobierno de Guatemala, mediante la intervención de las fuerzas de seguridad prendió fuego al lugar y no permitió el ingreso de auxilio alguno. La mayoría de los ocupantes de la embajada, incluidos dos exfuncionarios de gobierno guatemalteco, murieron por la acción del Estado. Ninguno murió por haber ocupado la Embajada, fueron asesinados por el Estado que emprendió una acción criminal en respuesta a la movilización indígena y campesina que reclamaba su derecho a la vida.
Pedro García Arredondo, en ese entonces jefe de una unidad policial responsable de la acción represiva, comandó a parte del grupo que asaltó el sitio. Obedecía órdenes de sus superiores, el Director de la Policía, coronel German Chupina Barahona; el ministro de gobernación, Donaldo Álvarez Ruiz y el entonces gobernante, Lucas García. De los tres jefes, solo Álvarez Ruiz está vivo pero prófugo de la justicia, en tanto que García Arredondo es el único procesado en el juicio.
El capítulo cuyo cierre puede iniciar con este juicio, es un episodio fundamental en la historia por la justicia en Guatemala. Construirlo sin obstáculos que promuevan la impunidad y sin acciones de retardo malicioso es una oportunidad no solo para que víctimas y familiares procesen el duelo, sino también para que como sociedad intentemos restañar las heridas. No hacerlo es mantener abierto el agujero del dolor y seguir alimentado el monstruo de la impunidad.
Monstruo que se nutre día con día, de la continuada desaparición forzada de más de 45 mil víctimas cuyo paradero aún es desconocido. Tal el caso del niño Marco Antonio Molina Theissen, detenido desaparecido en octubre de 1981 cuando apenas tenía 14 años de edad. El sistema nos debe justicia por esta y todas las desapariciones, pero en especial, le debe justicia a sus familias. Madres, hermanas, hijas, esposas, cuyos pasos han roturado las calles de este país, en busca del hilo perdido de la presencia de sus seres queridos.
Por eso es emblemático este juicio, como lo fue el proceso por genocidio, como lo es el juicio por violencia sexual en Sepur Zarco, como lo son los pocos casos que se avanzan en busca de justicia para las víctimas de la barbarie, la impunidad y el olvido. Rigoberta Menchú Tum, las mujeres de la familia Molina Theissen, las mujeres de Sepur Zarco, todas ellas son hoy un estandarte que levanta la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
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