La conclusión es la misma, pero hay, grosso modo, dos formas de verlo. En una, la culpa es de aquellos grupos que en defensa de sus intereses gremiales, comerciales, empresariales, criminales o políticos han intentado por medios delictivos (sí, el tráfico de influencias es ya un delito) controlar la justicia. En la otra, la culpa es de un puñado de mujeres conspiradoras que, ocultas tras su aspecto tenue y afable, nada protagónico, se confabularon ora con el comunismo internacional ora con la oposición para sepultar injustamente a Gudiberto Rivera, a Roxana Baldetti, a Otto Pérez y a todos los Heróicos Salvadores de la Patria. Eran, por resumir en tres nombres procesos en los que participaron centenares de personas, Claudia Paz y Paz, Yasmín Barrios y Claudia Escobar.
Nuestra conclusión es la misma, pero esas dos formas de verlo son, creemos, esencialmente falsas. Porque no hay culpa en señalar, como hicieron las tres mujeres, que el emperador está en pelota, y porque es ingenuo creer que el tráfico de influencias para controlar la justicia que hemos visto ahora es algo nuevo. No lo es, de la misma manera que no lo es la captura del Estado. La queja de muchos es acerca de quiénes no deben controlar la justicia. Lo que nos debe preocupar es que alguien, sea quien sea, controle la justicia al margen de las leyes (que las leyes actuales son un problema en sí mismas es de por sí preocupante, pero materia de otro artículo).
En realidad, si la crisis actual no había sucedido antes se debía a otras razones: a que no había tanta competencia por capturarlo (ni por lo tanto tantas acusaciones cruzadas), a que el gobierno no había sido ni tan tosco ni tan pertinaz ni tan obvio en su esfuerzo por adueñarse de las Cortes, y a que se crearon nuevos procesos que, si bien no detuvieron la corrupción, al menos transparentaron las contradicciones.
Y también, por supuesto, a que no habían aparecido lo que Nassim Nicholas Taleb llama cisnes negros: esos eventos impredecibles pero razonables que a posteriori muchos dicen haber previsto y que llegan para sacudir el sistema, esa Paz y Paz, esa Barrios, esa Escobar. Esa magistrada de apelaciones desconocida para la gran mayoría que emergió de la nada para subrayar con su sacrificio la podredumbre del sistema.
Suceda lo que suceda a partir de ahora, esta es una victoria moral de los jueces independientes y de los ciudadanos que quieren una justicia ecuánime. Provisionalmente, la elección ha quedado anulada por la Corte de Constitucionalidad y mientras hay quien protesta por lo que califican como un fallo sin sustento legal, otros piden que se repita el proceso desde el principio y unos más que dicen que sólo se trata de una manera en que el establishment, más o menos conforme, gana tiempo para no hacer nada o para pactar reformas o para dejar que baje la espuma de la rabia.
¿Tiene algún sentido repetirlo todo? Probablemente poco (a menos que lo repitamos desde 1985) porque probablemente haya pocas razones para pensar que el resultado sería muy diferente. Podrían cambiar los nombres; cuesta más creer que cambiaría la lógica. Precisaría un cuarto cisne negro y, aunque puede haberlo, eso ya sería mucha suerte.
Hay victorias morales que parecen no servir de mucho pero que tienen la fuerza lenta de los glaciares, la influencia del océano sobre las rocas. Pero ninguna ola deshizo nunca una montaña de un solo golpe ni ninguna defensa militar cayó con la primera sacudida de un ariete, y los cercos o los asedios debilitan más por inanición que por la espada. El objetivo es, pues, de largo plazo y pasa por una reforma a la carrera judicial que abra lugar a una judicatura vitalicia a la que se acceda por concurso de méritos. En otros ámbitos deberían seguirla las del servicio civil y del diplomático, esta última ya puesta en discusión interna por el ex canciller Fernando Carrera.
Lo que toca entonces no es esperar un cambio súbito. Es empujar. Hay razones de sobra para hacerlo: los tres organismos del sistema democrático se están resquebrajando casi al mismo tiempo.
Que este alzamiento tenga la tenacidad y la perseverancia del mar o de los glaciares es cosa nuestra.