Una de las situaciones repetitivas más nefastas que tiene lugar en nuestro país es su conducción a partir de enfoques coyunturales. Estos enfoques se anteponen a aquellos que suponen un orden básico para cualquier iniciativa. Un orden que incluye un horizonte adecuadamente identificado, unos procesos que permiten progresivamente un acercamiento a ese horizonte y que son objetivamente medibles y una estructura que sustenta tales procesos. Por supuesto que eso solo es posible con liderazgos políticos sanos y con capacidades técnicas efectivas. En el caso nuestro, esto evoca nuevamente a la aclamada Ley de Servicio Civil. Los recursos financieros siempre serán escasos pero con enfoques coyunturales, su desperdicio es inminente.
Detrás de esos enfoques coyunturales y conformando una amalgama perversa que lamentablemente ya parece ser parte de las maldiciones que estamos acostumbrados a aceptar, está el deseo de acceder al poder como vehículo para construir o participar en negocios que generen rentas en el menor plazo posible. Efectivamente, el móvil de todos estos males es el dinero fácil, no importando, inclusive, si este debe ser sustraído de las arcas del Estado y con ello seguir quebrando –no solo en estricto sentido financiero– a este ya frágil país. Para ello se recurre a tácticas que corrompen todo lo que se interpone entre estas tentativas.
Ejemplos de iniciativas puestas en marcha, al amparo de estas amalgamas que caracterizan nuestro subdesarrollo, abundan y es fácil identificarlos porque nacen y mueren con cada periodo gubernamental. Otras, aunque trascienden estos periodos y por lo tanto pareciera que se escapan de este enfoque, son instrumentos distorsionados desde su concepción hasta su implementación, por lo que su alcance es limitado. El programa de fertilizantes es un ejemplo. Un instrumento que no responde a ninguna política de desarrollo, privatiza bienes públicos –que ya son escasos–, no transforma carencias estructurales en el agro porque opera en solitario, es susceptible de politización porque no se institucionaliza apropiadamente y termina siendo un botín para los distribuidores corporativos del producto.
Los ejemplos pueden citarse en todos los ámbitos de la dinámica nacional. Resulta increíble constatar las decisiones que se han tomado en algunas Universidades privadas para asegurar, a través del establecimiento coyuntural de las unidades académicas requeridas, su participación en la Comisión de Postulación a cargos públicos. Estas prácticas han alcanzado también a los Colegios Profesionales, donde, en eventos de elección para ocupar posiciones en Órganos de Dirección de Entidades Públicas, hemos podido ver campañas millonarias y compra de voluntades. La pérdida del espíritu de la participación mixta en estos órganos de dirección, ha significado, en no pocos casos, una profundización de los problemas en los sectores que se pretenden regular.
En un Estado medianamente funcional, estos obvios males y sus móviles deberían de desactivarse inmediatamente a través de oportunos ejercicios de legislación. El problema central es que estos ejercicios dependen del Congreso de la República, pero precisamente, es este órgano el que sustenta los más altos niveles de creatividad acerca de las más variadas formas de corrupción existentes en el país. El Congreso, como institución, es el ejemplo más inmediato de la decadencia de los valores fundamentales de la sociedad. ¿Cómo se le puede devolver a Guatemala un espacio de participación democrática que enarbole una bandera de transparencia, de defensa del bien común y de compromiso con el desarrollo humano integral? ¿Podrán unos pocos diputados, no infectados por estos males, impulsar el cambio?, ¿o habrá que recurrir a la presión popular?
Más de este autor