No obstante, vivimos ciegos frente a la tendencia creciente de agotamiento, degradación y contaminación ambiental. Esta realidad solo nos sume más profundamente en la vulnerabilidad y el riesgo a desastres, cuyos efectos negativos, en consideración a nuestra pobre capacidad de respuesta, tienden a acumularse.
Ignoramos o hacemos caso omiso de los límites de la oferta natural que es inherente a recursos fijos –no renovables– o recursos fluentes –renovables bajo ciertas condiciones–, de los niveles de extracción que aplicamos y de la demanda incremental sobre estos bienes naturales. Por ejemplo; en relación a la gestión del agua en la Región Metropolitana, analicemos las siguientes cuestiones: ¿Cuál es la oferta de agua en esta región? ¿Qué cantidades de agua se extraen del subsuelo? ¿Cuál es la satisfacción de la demanda actual? ¿Cómo está creciendo la demanda? ¿Cuál es el balance actual entre la oferta y la demanda de agua? ¿Cómo garantizar la oferta de agua en el largo plazo frente a una demanda creciente?
¿Cuántos alcaldes organizan sus acciones con esta lógica? Una lógica que obedece al privilegio de políticas publicas inspiradas y sustentadas, como mínimo, en el conocimiento, el bien común, el largo plazo, el trabajo mancomunado y la capacidad –humana, físicas y financiera. La realidad muestra que esta lógica está ausente tanto en las municipalidades de las localidades más rurales como en las municipalidades de la Región Metropolitana.
En un contexto como este, la probabilidad de ofrecer una salida viable para más de la mitad de la población guatemalteca que sufre cotidianamente la pobreza y todas sus secuelas, se torna más remota. Los pobres rurales –y cada vez más los urbanos– resultan siendo víctimas de una inadecuada gestión del ambiente natural, y no al revés, como se ha propagado ampliamente.
La deforestación es creciente y ha llegado a cifras de poco más de 132,000 hectáreas anuales y ha alcanzado dimensiones críticas, inclusive, dentro de áreas legalmente protegidas; no hay políticas públicas explícitas en relación al agua, lo cual favorece usos dominantemente extractivos y anárquicos; la sobreutilización de los suelos se intensifica y la consecuente erosión de estos compromete, cada vez más, uno de los activos claves para la seguridad alimentaria; se mantienen los ritmos de deterioro de las zonas marino-costeras y sus poblaciones naturales de flora y fauna; se intensifica la extracción descontrolada de bienes del subsuelo (minas y petróleo) y con ello se incrementa también la conflictividad rural; la generación de desechos sólidos y líquidos de origen industrial y doméstico alcanzan altas proporciones y los niveles de manejo son prácticamente insignificantes, lo cual explica la contaminación de suelos y agua en todo el territorio; el incremento de las emisiones de gases con efecto de invernadero es incremental, lo cual, unido a la pérdida de bosques naturales, acentúa nuestra condición de país emisor neto de tales gases.
Al analizar conjuntamente algunos indicadores relativos a estas dimensiones de nuestro ambiente natural, en el marco del Indice de Desempeño Ambiental Global (EPI), desarrollado por el Centro de Política y Ley Ambiental de la Universidad de Yale, los resultados que se obtienen son vergonzosos. De 163 países analizados en el año 2010, Guatemala ocupó la posición 104 con un valor del EPI de 54%, con tendencias a la baja según las revisiones realizadas por IARNA con información más precisa.
Las actividades económicas de toda escala, carentes de los más elementales criterios de conservación y restauración ambiental, se ubican detrás de todos los problemas ambientales y de nuestro desempeño ambiental global. Muchos de estos problemas se recrudecen ante la ausencia o insuficiencia de las instituciones o cuando estas, paradójicamente, se esmeran en generar o mantener incentivos perversos. Bajo estas circunstancias, casi todos nuestros problemas han alcanzado dimensiones de crisis y la posibilidad de cesarlos, manteniendo el actual nivel de esfuerzo institucional, está en duda.
Estamos pues, obligados a incrementar el valor que le otorgamos al ambiente natural, y a implantar un nuevo orden de relacionamiento socioeconómico-natural. ¿Cuál es el punto de partida? Todo parece indicar que la gestión ambiental por intermedio de la política pública ha fracasado, y las autoridades actuales no brindan mensajes ni actuaciones esperanzadoras. Todo parece indicar también que la irracionalidad de las fuerzas del mercado no solo ha propiciado las crisis ambientales sino que los poderes corporativos, frecuentemente en contubernio con el aparato público, desean mantener esta vertiente suicida. Todo parece indicar que el margen de maniobra para revertir esta situación, depende de los movimientos sociales. Tenemos información precisa, tenemos soluciones identificadas, necesitamos actuar.
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