Me amenazan con destrucción, con muerte, con caos. En poco tiempo me podrán agarrar y azotar. Me quitarán mis cosas. Podrán abusar de mi hija o de mi esposa, rociarme gasolina y públicamente prenderme fuego o, en el mejor de los casos, expulsarme y humillarme.
Mis amigos y conocidos quieren que yo y muchos otros abramos los ojos. Mandan columnas o entrevistas de González Dubón, Parrinello o De la Torre, de la camarilla libertaria en pie de guerra, de cuentas vinculadas a la Fundesa, al Cacif y al MCN. Empiezan a circular videos. No los firma nadie. Nadie sabe de dónde salen.
La duda se instaura en las redes sociales. Ya en la confianza de pequeños grupos de WhatsApp, el miedo se convierte en comentarios clasistas. Poco a poco pierden la vergüenza, y el racismo se instaura en las conversaciones privadas, en las oficinas, en los restaurantes y en los elevadores, pero en voz baja para que no los oigan el chofer, la secretaria, el policía del edificio.
Aparece la foto. Caras largas, miradas severas del club exclusivo, todos hombres, todos próceres, todos blancos, gente de bien sentando cátedra, reunidos en un edificio construido con fondos estatales, con las ganancias obtenidas mediante la mano de obra indígena. La contradicción hecha foto. La ironía hecha conferencia de prensa.
Veo otra vez mi teléfono. «Mira el video», me dicen. «Es claro como el agua. La justicia indígena nos discrimina. Primero, el femicidio. Ahora, esto. ¿Qué sigue?».
Ciento ocho segundos de dibujos en una pizarra. Lo veo una y otra vez. Concluye que la justicia indígena «abre espacios a la ambigüedad, a la arbitrariedad en el castigo, y promueve el debilitamiento del sistema de justicia general, al que tenemos derecho todos».
Sí, siento rabia, impotencia, tristeza y miedo, pero no por el apocalipsis de la jurisdicción indígena, como es el objetivo de los mensajes que me mandan, sino por mis pares, por las personas con las cuales convivo y me relaciono, a las cuales saludo, sonrío o estimo, que se conforman con ver un video, con ojear una columna de opinión. Tengo miedo al racismo imperante, que mancha todo y desaloja la razón, que promueve el recelo del otro, el temor a la venganza si se cede poder. No es posible que el reconocimiento político de una forma de organización social ancestral tenga como marco conceptual la guerra fría. Es desalentador que a la hora de hacer país, de hacer ciudadanía, se reúnan diputados tránsfugas, viejos militares, capital emergente con redes en el sistema de justicia, partidos políticos ultraconservadores con presencia testimonial en el Congreso, imputados en casos de la Cicig, prófugos, fundaciones y asociaciones filofascistas, el grupo empresarial tradicional, y que este mensaje sea acogido y difundido por la pequeña clase media urbana y ladina sin ningún tipo de reflexión y de crítica.
Con el paso de los años veremos que, de toda esta discusión, lo que recordará el grupo urbano serán 108 segundos de un video pobremente producido en el que se reafirman el racismo, la incomprensión y la ignorancia.
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