Así —aunque en Estados Unidos pocos lo sepan—, una vez más, el vicepresidente Joe Biden está de visita en el país. Si bien algunos quisieran ver un apoyo expreso del Gobierno estadounidense a la permanencia de la Cicig, en otros el centro de atención y la oportunidad de negocios están plasmados en el Plan de Prosperidad, Seguridad y Buen Gobierno, impulsado a raíz de la crisis humanitaria. Un billón de dólares está solicitando la administración del presidente Obama al Congreso para coadyuvar en la prosperidad económica y en la seguridad de la zona del Triángulo Norte e incidir en contener la ola migratoria hacia el Norte de miles de personas sin oportunidades.
Esta cifra es apenas una gota en el guacal cuando se sabe que el presupuesto nacional de Estados Unidos se cuantifica en trillones de dólares. Sin embargo, como indica la investigadora Úrsula Roldán, la ayuda representa escasamente el uno por ciento de las economías de Guatemala, El Salvador y Honduras, las cuales se sostienen primordialmente con el influjo de las remesas, que representan el 13 por ciento del PIB en 2014, cinco veces mayor que el plan, según Roldán.
La actual administración está apostando demasiado tarde por un modesto modelo de desarrollo cuyo único interés se enmarca dentro de un plan de seguridad estadounidense. Un vistazo a la justificación del presupuesto bajo la categoría «Mantener seguros a los estadounidenses en casa y en el extranjero» posiciona el plan de prosperidad en tercer lugar, debajo del rubro sobre derrotar al Estado Islámico (EI) y de otro sobre apoyar a los Estados europeos presionados por Rusia. Al tiempo que la migración mexicana ha declinado significativamente en los últimos años, las nuevas disposiciones férreas de control migratorio no disuadieron a otros miles de centroamericanos de aventurarse a partir después del anuncio del presidente Obama sobre la acción diferida para menores. En parte, una confusión en su propósito y alcance, acelerados por las redes sociales, tuvo eco en cientos de jóvenes que huyen de la inseguridad y la violencia, lo cual resulta en el oportunismo por parte de las redes de tráfico de personas, que vieron su agosto el verano pasado.
Además de Roldán, otros analistas como Tomás Rosada dudan que este tipo de inversión sea el más propicio para la región. Rosada expresa que no es tanto un bailout el que se necesita como una mayor atención al déficit de liderazgo, de instituciones y de capacidad administrativa de las élites locales. Roldán apunta a la falta de inclusión y participación de las comunidades aparentemente beneficiadas, así como a la toma de decisión tan vertical de la propuesta, que hace socios a los empresarios, quienes, dicho sea de paso, son los que continuamente —al menos en el caso de Guatemala— se empecinan en no dotar al Estado de los recursos que harían de este plan algo más viable. Su oposición férrea a una política fiscal progresiva, su agenda para disminuir el papel del Estado (a menos que sea por razones extractivas en su beneficio) y su constante rechazo a una política de desarrollo rural que incluya reformas mínimas en el agro y en las condiciones de trabajo son aspectos que limitarían el avance de este plan si el Congreso estadounidense lo aprobara.
Centroamérica está de moda. El presidente español, Mariano Rajoy, también le apuesta a la región. ¡Qué bien! Pero cualquier plan, para que no muera en el intento, también tiene que transparentar el uso de los recursos y contemplar su viabilidad e impacto en el plazo de cuatro a cinco años en un contexto electoral incierto —en el caso guatemalteco—, con múltiples propuestas que nunca aterrizan y políticas públicas sin asidero permanente.
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