Carta abierta a OPM

Las veces que pensé en usted, siempre lo vi como alguien que participó directamente en la guerra interna y que, como otros militares, es cómplice y ejecutor del genocidio que se cometió en este país. Es decir, lo conozco por los libros y documentos que hablan de usted y de sus acciones en esos años tremendos, así como por su actuación en el caso Gerardi, por ejemplo. Lo conozco por sus acciones durante la guerra interna. En pocas palabras, nunca me infundió la menor confianza, sino todo lo contrario.

Sin embargo, considero también que es cierta la frase aquella que dice que «cada pueblo tiene el gobierno que se merece», unos porque votaron por su partido y por usted (porque en nuestro medio el machismo sigue muy arraigado y gusta la idea de un hombre fuerte) y otros porque no fuimos capaces de revertir esa situación. Así pues, cuando asumió la presidencia, vi cómo iban todos sus funcionarios envalentonados a saquear el país, a reponerse de su inversión, digamos, y estaban emocionados por asegurar económicamente sus vidas presentes y las de sus hijos, nietos y a saber cuántas generaciones más. De estas acciones y sus desmanes apenas estamos empezando a enterarnos.

Esta semana, no obstante, en medio del asco, la indignación y el enojo que me produce conocer las acciones corruptas de su círculo cercano, también sentí vergüenza ajena y, por qué no aceptarlo, vergüenza ciudadana. Porque en la conferencia de prensa que dio junto con el embajador de los Estados Unidos, usted, que fue electo para representar la dignidad y la soberanía de un pueblo, se muestra sumiso y servil ante un funcionario que vino a dictarle qué debe hacer o qué no para permitirle quedarse en el cargo, un cargo al que, siento, se aferra a estas alturas no porque le otorgue un poder que ya perdió, sino porque le posibilita el último rescoldo a su salvación personal: la inmunidad y, por ende, la imposibilidad de ser juzgado por sus acciones durante su propio período.

No puedo apelar a su dignidad porque se ha visto que no la tiene. Tampoco puedo apelar a su vergüenza, a un poco de juicio o a su deber cívico, ni siquiera a su hombría, porque es obvio que son cuestiones que tampoco entran en su esquema mental de valores. No puedo pedirle lo que no tiene para que finalmente acepte lo que a estas alturas es una necesidad urgente para el país y que ya es inevitable: su renuncia.

Pese a ello, se lo pido. Renuncie, renuncie, renuncie.