Han pasado 35 años desde que su sangre regó la tierra centroamericana allá en la capilla del Hospital Divina Providencia, en San Salvador. Usted tenía 62 años y le faltaban cuando menos 13 para jubilarse. Sin embargo, bajo designios divinos, usted pasó al martirologio justo cuando se lo necesitó y para lo que se le requirió: abonar la tierra con sangre de mártir.
Más temprano que tarde, ese abono está dando fruto. Y el fruto está siendo como usted quería: apegado a la legalidad, adherido a la justicia y vinculado a la moralidad.
Mejor no puede ser. ¿Por qué razones? Déjeme contarle.
Las causas generadoras de las guerras internas en Centroamérica están exactamente igual que hace cinco décadas. El estigma colonial de las relaciones económicas, culturales y sociales —con las características propias de cada parcela— está intacto. Por esas razones nuestros Estados son racistas y excluyentes. Pero en Guatemala estamos mucho peor. Nuestro Estado está infiltrado por el narcotráfico y el crimen organizado. Y ha llegado a tal condición de volatilidad que no sabemos si, al momento de su beatificación allá en San Salvador, nosotros aún tengamos al mismo presidente. A la vicepresidenta el pueblo la sacó a sombrerazo limpio y los ministros han renunciado en tropel.
Pero le decía, monseñor, que el fruto es como usted quería. La separación de Roxana Baldetti y de los ministros del gabinete no implicó violencia. Fue totalmente apegada a derecho.
Ni qué decir de la encarcelada que le pegaron al pleno de la junta directiva del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. De nuevo, como usted habría aconsejado: con un basamento categórico. Por eso insisto: la sangre de ustedes, los mártires, está dando fruto. Hemos de creer, entonces, que esas acciones beneficiarán a los más pobres entre los pobres.
Aún recuerdo su discurso, monseñor, cuando en la Universidad de Lovaina le otorgaron un doctorado honoris causa por su apasionada lucha en pro de los derechos humanos. Fue en 1980. En la parte toral aleccionó: «El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará cuando los pobres sean no solo puros destinatarios de los beneficios de Gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas ellos mismos de su lucha y de su liberación, desenmascarando así la raíz última de falsos paternalismos aún eclesiales».
Ah, monseñor, qué desconcierto el que provocó usted en el ala conservadora de la Iglesia católica guatemalteca. Es que decían que no comprendían cómo alguien a quien no le gustaba la teología de la liberación podía esgrimir tales argumentos. Ignoraban, monseñor, que usted no se estaba decantando por corriente alguna. Simplemente estaba tomando la opción del Evangelio.
¡Cuánta razón tenía! En el caso del IGSS, aquí en Guatemala, los usuarios hemos sido solamente destinatarios. Deciden en la junta directiva cualesquier representantes de organizaciones legalmente acreditadas, pero moralmente actúan a espaldas de los destinatarios porque el beneficiario ni es actor ni tiene voz en semejante estamento. De ahí la facilidad con que se roban los dineros que mensualmente nos descuentan a los trabajadores para darnos a cambio un servicio de cuarta categoría. Lo único de calidad que resalta es el denodado trabajo de mis hermanos médicos, quienes, sin insumos, deben incluso afrontar consecuencias legales cuya responsabilidad es de los cabezones.
A una persona que lo admira mucho le oí decir: «Necesitamos tanto de la sabiduría que él recibió después de su conversión al llamado por los pobres». Y yo asentí. Es que, ¿sabe, monseñor?, muchos, como le ha de haber sucedido a usted, hemos tenido esa llamada después de haber estado convertidos. Es decir, convertidos pero no convencidos. Y solo con una fuerte llamada de Dios se entra al convencimiento de la verdad que nos hace libres. Mientras tanto, solo somos cristianos católicos o cristianos evangélicos del diente al labio. Esa condición alcanza incluso a miembros de la jerarquía eclesiástica.
Monseñor, perdone la irreverencia. Como no podré estar presente en el acto de su beatificación, en el momento en que el celebrante proclame: «... después de reflexionar, invocando la ayuda divina y oído el parecer de nuestros hermanos en el episcopado, declaramos y definimos beato al venerable Óscar Arnulfo Romero…», me pondré de pie frente al televisor, respetuosamente alzaré una copa de vino y brindaré por usted, por el padre Rutilio Grande y por monseñor Juan Gerardi Conedera.
Ustedes tres, como otros mártires, pudiendo haber llevado una vida de opulencia, optaron por el mismo sino de los pobres de Jesucristo.
Por todo ello, gracias, san Romero de América, y ¡salud!
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