Carmela siempre supo que ese no era su lugar. Ninguno. Su casa, su familia, las costumbres del grupo al que pertenecía. Desde niña había desarrollado el hábito de la rebeldía. Desde niña jugaba con niños, montaba bicicleta, nadaba en los ríos y las piscinas sin importar cuán frías estuvieran, trepaba árboles, disfrutaba de largas caminatas. Pero en la primera mitad del siglo XX, en la Guatemala urbana, para una niña ser rebelde no era lo más conveniente. No era bien visto. Esa naturaleza traía consigo también una suerte de condena al sufrimiento, al rechazo, a la soledad. Como si en su nombre hubiera sido determinado su destino, Carmela fue toda su vida rebelde y llegó a la vejez cargando un peso, un resabio de culpa. Aun sabiendo que no habría cambiado nada, sentía que dejaba una deuda que nadie realmente le estaba cobrando, más que el imaginario que le habían inculcado a fuerza de convenciones sociales.
Carmela era de joven una mujer distinguida, elegante, de ejemplar compostura. Pero no. En el fondo nunca lo fue. La elegancia y la compostura eran una contradicción con su esencia. En cambio, abrazó la contradicción producto de la cultura en la que estaba inmersa, en la cual las mujeres estaban acostumbradas, por norma, a vivir fuera de sí mismas, con miedo a su propio interior. Vivir en contradicción implicaba demasiadas complicaciones, pero era mejor que resignarse, que darse por vencida. La obligaron a casarse a los diecinueve con un hombre de cuarenta y pico. Y si bien trató de ser la hija obediente que el respeto y la admiración por su padre le inspiraban ser, nunca pudo realmente hacerlo: no estaba en su naturaleza.
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Ya de anciana, Carmela hablada de su primer amante, aquel que antes de casarse y después de haberlo hecho por años la buscaba, hasta que lo fue viendo decaer, sumergido en el alcoholismo y el dolor, según ella, por haberla perdido. Es probable que así haya sido. Su marido, en cambio, era todo lo contrario a esa imagen romántica y dulce que invadía sus ojos cuando se refería a aquel amante: un hombre típicamente guatemalteco y conservador que gustaba de las reuniones sociales y de los bailes del Club Americano, el alcohol y las mujeres. Mientras ella tenía prohibido bailar con otros hombres, Carmela se sentaba a ver a su marido bailar con todas las mujeres que accedían a ello, persuadidas por su encanto y su particular sentido del humor, incluso tal vez por su apariencia chapliniana. Y lo veía bailar abrazado a ellas, colocar su mano en sus cinturas y luego más abajo, recostar su cabeza en sus pechos, algo que usualmente se le facilitaba gracias a su baja estatura. De regreso a casa, era a ella, sin embargo, a la que le tocaba hacer las veces de soporte a un marido demasiado borracho para mantenerse de pie. Alguna vez, incluso, le tocó pasar la madrugada en el Parque Centenario esperando a que aquel despertara de la banca en la que había caído.
Carmela sufrió, pero nunca se conformó con el sufrimiento. Nunca permitió que este se convirtiera en parálisis o, peor aún, en autonegación. La soledad nunca le supo a desolación. Al contrario. En su soledad —ese espacio personal que dentro de la norma le quedaba— tuvo tiempo para pensarse y quizá encontrarse a sí misma. Entonces Carmela asumió su rebeldía —su esencia— y decidió ser ella. Un reconocimiento que a las mujeres les estaba prohibido, que a muchas aún hoy les está prohibido. Y una vez que las mujeres nos encontramos con nosotras mismas, estamos menos dispuestas a aceptar la impotencia, dejamos de ser débiles, renunciamos a la instrumentalización que se pretende de nosotras y a la artificialidad que conlleva. Surge una voz propia, una búsqueda personal. (Continuará).
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