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Capítulo 3. La importancia de los libros. Severo, 1972

Severo Martínez pertenecía a la Comisión de Edu­­cación del Partido. Y su militancia fue inseparable de su proyecto académico. El PGT tenía ante sí a miles de jóvenes a los que podría formar.
Todo solía empezar con una novela rusa. La Madre, de Gorki, era una de las que se utilizaban con más fre­cuencia.
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Capítulo 3. La importancia de los libros. Severo, 1972

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Como una enredadera, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos del Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar.

Era, sin duda, el mejor profesor que la mayor parte de aquellos alumnos jamás habían visto. Con su teatra­lidad y sus aires aristocráticos, como de profesor de Harvard, Severo Martínez Peláez cautivaba a unos es­tudiantes que, en su mayoría, provenían de centros edu­cativos públicos con maestros apenas graduados de secundaria, y de clases nocturnas después de largas jor­nadas de trabajo.

Severo, en cambio, tenía mundo. Solía hablar de las cosas que había aprendido durante sus investigacio­nes en el Archivo General de Indias, en Sevilla, y de las ideas que había escuchado en la Universidad Nacio­nal Autónoma de México mientras estuvo en el exilio.

El profesor Martínez era un hombre alto y delgado, nie­to de asturianos, con un bigote recortado y elegante. Tocaba la flauta transversal, era un apasionado de la música barroca y uno de los mejores historiadores del país.

Pero, paradójicamente, Severo Martínez impartía sus clases en la Facultad de Economía de la Usac. Como tantos otros militantes del PGT había vuelto a Gua­temala durante el gobierno del general Miguel Ydígoras Fuentes, que desplazó a la ultraderecha gol­pista de 1954. Los comunistas como Se­vero pensaron que se había producido una apertura que permitiría reanudar el trabajo político en el país.

Pero Severo Martínez volvió de México en 1958 y se encontró con que el anticomunismo había triunfado mu­cho más de lo que lo haría nunca el comunismo. Pe­se a su preparación, se le cerraron las puertas de la aca­demia. En la Facultad de Humanidades de la uni­versidad estatal, donde se alojaba la Escuela de Historia, se le vedó la entrada. Tuvo que dar clases en la secun­daria de colegios privados durante años, hasta que los ca­maradas del Partido comenzaron a recuperar espa­cios en la Facultad de Economía.

En 1967, fue electo decano un intelectual que sim­patizaba con el PGT, Rafael Piedrasanta. Aquella fue la oportunidad para que muchos marxistas retor­nasen a la academia. Lo hicieron Alfredo Guerra Bor­ges, Alfonso Bauer Paiz, Saúl Osorio y también el profesor Martínez.

Severo obtuvo una beca para finalizar la inves­tigación en la que había trabajado más de una década. La Facultad de Económicas le financió la estancia de un año en el Archivo General de Indias, en España, en­tre 1968 y 1969. Allí acabaría su obra principal, La pa­tria de criollo, que sería editada en 1970 por la propia Uni­versidad de San Carlos y se convertiría, en cierto mo­do, en la síntesis del pensamiento del Partido.

A su retorno de España, el profesor Martínez di­rigió la creación de un curso de Historia Económica de Centroamérica para los alumnos de Económicas. Lo hizo de espaldas a los historiadores de la Facultad de Humanidades. Lo hizo, precisamente, pa­ra que los alumnos ya no tuviesen que escuchar aquello de que todo había comenzado con La Niña, La Pinta y La Santa María, y que Guatemala se había li­berado del yugo español en 1821.

Aquel curso de historia trataba, en realidad, de es­tudiar La patria del criollo como un manual. El libro es un ensayo sobre el colonialismo en Guatema­la, es­crito de manera didáctica y amena. En él se explica que la conquista fue esencialmente un proceso de des­pojo económico, no una sucesión de batallas y con­versiones religiosas, y que la independencia sur­gió pro­ducto de la lucha de clases entre criollos y españoles.

Pero el libro tenía un objetivo político más amplio: for­mar una idea de nación diferente a la criolla. Eviden­ciar que el Estado guatemalteco había sido una inven­ción orquestada para explotar la mano de obra indígena. Que la misma idea del indígena era una creación de la colonia, creada por la opresión y que desaparecería con ella. Que la independencia había acabado con la me­trópoli pero no con el latifundismo y la servidum­bre indígena, y que por eso el colonialismo seguía tan vi­gente entonces como en el siglo xvii. Y sobre todo, que los mestizos habían estado viviendo hasta entonces un sueño que no les pertenecía, que había sido ma­nufacturado por los criollos sólo para dominarlos.

Severo Martínez pertenecía a la Comisión de Edu­­cación del Partido. Y su militancia fue inseparable de su proyecto académico. El PGT tenía ante sí a miles de jóvenes a los que podría formar. Miles de personas que, por primera vez, podían acudir a la universidad. La patria del criollo sería su introducción al concepto mar­­xista de clases sociales, y su lucha entre ellas como mo­tor de la historia. El objetivo: formar un nuevo ciudadano que hiciese posible la democracia y el trán­sito al socialismo. Entre los mejores, el Partido reclu­taría a sus cuadros, la vanguardia de la alianza obrero cam­pesina que debía ser el agente de la Revolución.

La patria del criollo se convirtió pronto en Guatemala en lo que los Siete ensayos de interpretación de la realidad pe­ruana de José Carlos Mariátegui fueron en Perú. Em­pezaron a circular ediciones piratas distribuidas por el Partido y resúmenes mimeografiados; el libro se ven­día hasta en mantas colocadas en las banquetas a la entrada de la Ciudad Universitaria, recién inaugura­da en 1972.

Quienes presenciaron sus clases, aun quienes no en­tendían exactamente de qué trataba todo aquello, re­cuerdan la gran atracción que generaba la figura de Severo.

Muchos de los estudiantes de Económicas sólo es­taban allí porque la Facultad ofrecía clases en ho­rarios nocturnos y en jornadas de fin de semana. No podían ser médicos o ingenieros, pero sí auditores o ad­ministradores de empresas. Hombres que casi siem­pre rondaban la treintena y tenían esposa e hijos, que tra­bajan durante todo el día, y que eran los primeros de su familia en recibir educación superior. Estudia­ban para conseguir un trabajo mejor, muchas veces en el sector público, que crecía a la sombra del Estado de­sarrollista, la planificación económica y la sustitu­ción de importaciones.

Hacia 1972, a las clases de Severo de los sábados lle­gaban entre 200 y 300 personas. Comenzaban a las dos de la tarde y nadie podía predecir cuándo ter­minarían. Los alumnos se agolpaban en aquellas aulas recién construidas, de ladrillo desnudo y techos de con­creto. Todo era silencio cuando el profesor Martínez se colocaba en la tarima, miraba a la audiencia, hacía una pausa y soltaba:

–Pedro de Alvarado jamás vio un indio.

Los alumnos comenzaban a mirarse entre sí antes de que Severo continuara. Entre ellos había un hom­bre nacido en Jutiapa llamado Vitalino Girón Corado.

***

Todo solía empezar con una novela rusa. La Madre, de Gorki, era una de las que se utilizaban con más fre­cuencia. Primero se identificaba al candidato: alum­nos inteligentes y estudiosos con sensibilidad social. En­tonces comenzaban los primeros acercamientos:

–Mirá, ¿conocés este libro? Se llama La Madre, es una novela, yo te la presto.

Transcurridas un par de semanas, se le empezaba a preguntar por el libro. Si el candidato respondía bien, se le podía prestar otro, y comenzar a hablar con él sobre las clases, las lecturas, los profesores. Se trata­ba de determinar su opinión sobre los cursos más ideo­lógicos, como Economía Política, y su percepción de los profesores marxistas, como Severo Martínez.

Después se avanzaba ya con propaganda política o materiales de formación del Partido.

–Mirá, me encontré esto tirado en el baño. ¿A vos qué te parece?

Para entonces, si el candidato era mínimamente avis­pado, ya sabía qué estaba ocurriendo.

El penúltimo paso era invitarle a participar en al­guna de las organizaciones estudiantiles o sociales le­­gales sobre las que el Partido tenía influencia, las lla­­madas “organizaciones amplias”. En la Facultad de Económicas se trataba de Unidad de Vanguardia Es­tudiantil, una agrupación que competía por contro­lar la Asociación de Estudiantes de Economía, la AEE, y todos los cargos de elección a los que optaban los alumnos de la Facultad. Si el desempeño del candidato era bueno, se solicitaba su ingreso en la organización clan­destina: la Juventud Patriótica del Trabajo, la filial ju­venil del PGT, conocida popularmente como La Jota. Si se daba el visto bueno, se formalizaba su militancia, se le asignaban funciones clandestinas, tareas en la or­ganización “amplia”, un comité de base en el que par­ticipar, y un responsable que sería su enlace con to­da la estructura del Partido.

Así operaban los comunistas en la universidad, los sindicatos y las organizaciones sociales desde fi­nales de los años sesenta. Aunque tenían organiza­ción en casi toda la Usac y en muchos sindicatos de traba­jadores del Estado, en la Facultad de Económicas era donde su maquinaria funcionaba de manera más eficaz. Los profesores militantes, como parte de sus funciones clandestinas, identificaban a los candidatos y comen­zaban a trabajar en ellos. Los miembros de La Jota do­minaban la AEE, el grupo de teatro de la Facultad: “Nalga y Pantorrilla” y prácticamente toda la vida es­tudiantil.

A esa Facultad llegó un día de 1969 Vitalino Girón. Fue antes de que existiese la Ciudad Universitaria, cuando la Facultad aún no se había masificado y se ubi­caba en un edificio de una sola planta contiguo al Jar­dín Botánico, en la zona 10. Tenía 27 años, una es­posa que vendía helados caseros en el vecindario, dos hijos, y un empleo administrativo ganado por opo­sición en el Banco Nacional Agrario, una entidad es­tatal creada durante el gobierno revolucionario del co­ronel Jacobo Arbenz en 1953.

Vitalino había llegado a la capital en 1956. Su lu­gar de origen era Asunción Mita, un pueblo de Jutiapa do­minado por las grandes haciendas ganaderas, en el que la mayoría de jóvenes o ingresaba al Ejército o a algún cuerpo policial. Tenía 14 años, era el mayor de do­ce hermanos, y no había terminado la primaria.

Su padre era agente de la Policía Nacional en un tiem­po en el que los policías de pueblo tenían una vi­da tan miserable como la de los ladrones de ganado a los que se dedicaban a perseguir. Cuando consideró que ya era un adulto, su padre lo envió a la ciudad a vivir con una tía en la zona 5.

Vitalino comenzó a trabajar en la construcción. Par­ticipó en las obras del Parque de la Industria, el cen­tro de exposiciones de la Ciudad de Guatemala. Aquella época fue dura. Algunos días sólo le alcanzaba pa­ra comprar bananos.

Cuando cumplió la mayoría de edad, gracias a los con­tactos de su padre, logró ser admitido en la Guardia de Hacienda, un cuerpo policial de disciplina militar, de­dicado a guardar las fronteras y evitar el contrabando.

Su primer destino fue Malacatán, en San Marcos. Allí conoció a Lily, una profesora de mecanografía me­nuda y aniñada que había sido criada por su abuela. Se casarían en 1963.

Por su trabajo en la Guardia de Hacienda, Vitalino re­corrió todo el Occidente del país, de Sur a Norte, a lo largo de la frontera entre Guatemala y el estado mexicano de Chiapas. Pasó por Retalhuleu, Huehuete­nango y Quetzaltenango, viviendo en modestas habita­ciones alquiladas y estudiando en escuelas nocturnas o por correspondencia. Con 21 años estudiaba el se­gundo curso de la secundaria. El bien más preciado de la familia era una estufa de gas que transportaban en cada mudanza.

En Quetzaltenango, Vitalino Girón fue destinado a una comisaría muy cerca del Instituto Normal para Va­rones de Occidente, una de las escuelas secundarias más importantes de todo el altiplano. Vitalino, a veces, observaba a los estudiantes, por las tardes, cuando ter­minaban las clases y salían del aula bromeando, pe­leando, gritando obscenidades. Eran chicos como él.

Uno de aquellos alumnos se llamaba Feliciano Chano Díaz. Chano comenzó a fijarse en la mirada de aquel muchacho. Quizás vio en él su propia soledad, la de un chico de pueblo que llega a una ciudad desco­nocida. Comenzaron primero a sonreírse y después a hablar.

Posteriormente, Vitalino y todos sus compañeros fue­ron despedidos. Las autoridades decidieron suprimir la presencia de la Guardia de Hacienda en la cabecera de­partamental de Quetzaltenango. Vitalino encontró em­pleo llevando las cuentas de una licorería. Para en­tonces ya tenía bien claro que quería ir a la universidad.

Su amigo Chano le recomendó que se matriculase en el Liceo Nocturno para terminar la secundaria. Lo hizo y comenzó la carrera de perito contador en la Escuela Nacional de Ciencias Comerciales de Occi­dente, también en la jornada nocturna. Gracias a este título, lograría aprobar el examen para ingresar en el Banco Nacional Agrario.

Chano y Vitalino conversaban con frecuencia de la infancia en sus respectivos pueblos. Chano era ori­ginario de Soloma, en las montañas de Huehuetenan­go, un lugar que perdía casi todos sus habitantes du­rante el tiempo de la cosecha de la caña de azúcar y del café. Los contratistas se llevaban a los indígenas ha­cia las grandes fincas de la costa y la boca costa en ca­miones, como ganado.

Vitalino le habló de Jutiapa, del estado de servi­dumbre en el que vivían los pocos indígenas xincas que aún había en la zona. Los contratistas de las fincas les forzaban a trabajar ofreciéndoles crédito. Como en el siglo xix.

Le contaba también de su trabajo en la Guardia de Hacienda. Sus excompañeros eran brutales y corrup­tos. Robaban la mercadería que incautaban. Golpea­ban con tubos de metal a indígenas que solo fabricaban licor clandestino.

Con el tiempo, Chano y Vitalino se fueron separan­do. Casi una década después se encontrarían de nuevo. Fue en la Facultad de Económicas de la Usac, cuando a ambos se les acercó un compañero, les puso un libro en la mano y les preguntó si conocían a Gorki.

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