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Capítulo 29. Una noche de tragos. Edgar, 26 de octubre de 1984.

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Capítulo 29. Una noche de tragos. Edgar, 26 de octubre de 1984.

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Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

Eran más de la seis de la tarde. La noche cayó en la Ciudad Universitaria, las luces de las aulas habían comenzado a iluminarse. Después de la conversación en la Schering, Vitalino Girón volvió a su despacho y llamó a Edgar Portillo, en ese entones coordinador del Área Común en la Facultad.

- ¿Echamos un traguito para relajar? −le preguntó.

A Vitalino le gustaba charlar con Edgar. Ambos eran de Oriente, hijos de campesinos. Edgar era un hombre flaco y fibroso, siempre con alguna anécdota o un chiste en la boca. Edgar Portillo hubiese sido un buen cuadro para el Partido, pero nunca se había dejado reclutar. Le habían invitado muchas a veces a reuniones. Incluso le ofrecieron una beca para doctorarse en Economía Política en Moscú. Pero fue imposible. Edgar solo pensaba en trabajar y cuidar de sus ocho hermanos.

Pero con el tiempo y la represión, el perfil de Edgar Portillo se había convertido en una ventaja. No solo para ocupar cargos en la universidad, sino simplemente para sentarse a platicar. Edgar no cargaba con los hábitos mentales de los militantes, acostumbrados a la clandestinidad y la conspiración. Para algunos camaradas, Edgar era una especie de bufón, el tipo alegre que siempre convenía tener a mano para acercar a los estudiantes a la Revolución. Vitalino, en cambio, apreciaba su amistad.

Edgar era uno de los pocos que tenían la confianza suficiente como para reprocharle abiertamente su debilidad con las mujeres. Vitalino tenía dos familias, y salía con una tercera mujer. Edgar incluso le había regalado un libro: Útiles después de muertos, una novela de Carlos Manuel Pellecer en la que el protagonista, un revolucionario incorruptible, es finalmente cooptado a través de una hermosa espía rusa. Edgar le decía:

–Mirá, esa tu debilidad la tenés que dominar, las bases de un hombre deben fundamentarse en lo ético.

Pero aquella tarde charlaron únicamente sobre asuntos académicos. Como coordinador del Área Común, Edgar Portillo supervisaba el trabajo de decenas de profesores que tenían a su cargo los cursos más importantes de la Facultad, también los más sensibles políticamente. Siempre tenía quejas porque algún docente era demasiado dogmático o demasiado simplista en su lectura de Marx. Siempre había algún profesor que suspendía a sus alumnos por no repetir al pie de la letra el manual de Marta Harnecker. Edgar peleaba porque la ortodoxia soviética no empobreciese el espíritu académico. Creía en el marxismo como herramienta de análisis, no como dogma. Vitalino Girón escuchaba y asentía. Le recordaba que lo estaba haciendo bien, que siguiese así, que para eso le había pedido que asumiese la coordinación del Área Común. Pero Edgar sabía que sus peticiones raramente eran atendidas, especialmente si criticaba la labor de algún camarada.

Alrededor de las 21:30 se asomó otro profesor, Luis Enrique “El Chino” Castañeda, al despacho en el que discutían los dos economistas. Decidieron tomar algo en “El Humito”. Los tres se subieron al carro del Chino. “El Humito” se llamaba realmente Restaurante Ejecutivos, pero nunca le decían así porque, en aquel tiempo, en la Calzada Roosevelt existía un prostíbulo con ese mismo nombre. Convenía evitar confusiones. Aquel sobrenombre se lo puso la esposa de algún compañero de la universidad, que siempre sabía si su esposo había estado allí por el olor de la carne asada adherida a la ropa.

“El Humito” estaba y está cerca muy cerca de la universidad, en la esquina de la 13 avenida y la 13 calle de la zona 12. Era un edificio de ladrillo desnudo y deslucido. Un lugar limpio pero algo sórdido, con el techo negro, muebles baratos y cajas de cerveza y licor por todas partes. Estudiantes y profesores pasaban siempre por allí después de las clases, sobre todo los viernes. Los de Economía solían llegar los primeros y ocupaban la planta de abajo. Los de Derecho acostumbraban a salir un poco más tarde, así que solo quedaba lugar en el piso de arriba.

Aquella noche de viernes, llegaron pasadas las 10 y el lugar ya estaba cerrado. Pero al golpear la persiana el dueño abrió. Conocía a los licenciados, así que los instaló en unos banquitos de madera del piso de arriba.

Les dijo que todavía quedaban brasas y comida. Vitalino tomó adobado y guaro: Botrán o Venado. Edgar, carne con tortilla y whisky. El Chino empezó con la broma. La noche anterior también habían estado tomando, y Edgar acabo con dificultades para mantenerse de pie. Cuando fueron a dejarlo a su casa, su esposa salió y los increpó. El Chino recordó que dijo:

–Mirá, Vitalino, está brava la vieja.

Y que ella les contestó:

–¡Vieja será tu madre!

Rieron con sus anécdotas de bolos. Cuando salían con El Chino siempre era así. Vitalino era un tipo reservado, pero aún con tragos de por medio controlaba sus palabras frente al Chino. Por eso no mencionó nada sobre su viaje a México. Edgar y El Chino nunca supieron que no había fecha de regreso. Tampoco su esposa. Era mejor así.

Aquella noche aún era decano, aún era viernes y los compañeros bromeaban, aún Lily, Guillermina y sus hijos lo esperaban en casa. Cuando iba por el tercer whisky, sobre la media noche, Edgar dijo que ya era tarde, que mejor marcharse. Todos asintieron.

Primero fueron a dejar a Vitalino a su casa. Al escuchar el carro detenerse y las voces de los tres hombres, Lily salió corriendo y les dio la noticia. Carlos de León había sido asesinado. Mientras ellos tomaban tranquilamente en El Humito, el teléfono no había dejado de sonar. Edgar y El Chino se fueron inmediatamente al edificio Central del IGSS, en la zona 4, dónde se encontraba el cadáver.

Vitalino se quedó solo. Se sirvió un trago. Nadie sabe qué pudo pasar por su cabeza aquella madrugada. Quizás se vio solo en la habitación de un hotel barato en el Distrito Federal. Quizás pensó en cómo explicarle a Lily y Guillermina que se iba para no volver.

Lily trató de hablar con él, le advirtió que no se le ocurriese ir al IGSS a ver Carlos. Vitalino escuchó en silencio. Poco después salió de casa y se subió a su carro. Prendió el motor y se adentró en la noche.

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