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Capítulo 2. El ascenso. Meyer, 13 de enero de 1986

Al verlo llorar, Edgar Por­tillo, el decano de Económicas que sucedió a Vi­talino Girón, le dijo: –Me agradaría pensar que sus lágrimas son since­ras, pe­ro deja usted a la universidad en condiciones muy críticas. Esto de nuevo la desequilibra, ahora otra vez todos los grupos pugnando y usted se va de ministro.
Meyer llegó a la rectoría con el objetivo de que la uni­versidad no volviese a los tiempos de Osorio y con un proyecto político personal.
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Capítulo 2. El ascenso. Meyer, 13 de enero de 1986

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Como una enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

Para Eduardo Meyer el día en que todo terminó fue el día en que todo comenzó.

Aquella sería su última reunión como rector de la Usac en el Consejo Superior Universitario, el CSU. Sin mayor problema, le autorizarían dejar el car­go con seis meses de antelación. Al día siguiente, se con­vertiría en el primer ministro de Educación de la era democrática, en el gobierno de la Democracia Cris­tiana de Vinicio Cerezo. Quizás no era un gran car­go, pero era desde luego más importante que ser di­putado. Y era su entrada, por fin, en el mundo político. El tiempo en que los militares gobernaban a su an­tojo y le miraban con desconfianza sólo por querer ha­blar con todos había quedado atrás. Y lo mismo pa­saba con la izquierda. Siempre le habían aislado por ser hijo de militar, por no asumir eso de la lucha de cla­ses y la Revolución. Pero qué sabían ellos, si su pa­dre había apoyado hasta el final al coronel Jacobo Arbenz. Él también conocía lo que es el exilio.

Con la democracia todos ganaban, eso seguro. La ba­talla entre guerrilleros y militares estaba por supe­rarse. Lo que los estudiantes querían era estudiar, la uni­versidad no podía ser un partido político como en tiempos del rector Saúl Osorio. Tampoco se podía an­dar asesinando a la gente así como así, como pensa­ba el ejército. Ojalá todo mejorase a partir de entonces. Él, desde luego, sería recordado como el hombre que in­trodujo algo de racionalidad en la universidad, como el hombre que la condujo a la democracia, y peleó pa­ra obtener un presupuesto garantizado del 5% de los ingresos ordinarios del Estado para que los recto­res ya no tuviesen que rogarle dinero a los presidentes. Eso nadie lo olvidaría.

Cuántas cosas había vivido en los últimos cuatro años en la rectoría. Gracias a Dios había sobrevivido. En su primera reunión al frente del Consejo, en 1982, un grupo armado había irrumpido en esa misma sala de sesiones para exigirle que publicase un campo pa­gado en la prensa denunciado que el ejército estaba ma­sacrando aldeas enteras en el Occidente. Cómo pen­saban que él podía hacer eso. Esa no era la función de la universidad. Aquella vez, todos los representan­tes ante el Consejo se habían puesto a temblar, y a él le tocó tragar saliva para hablar con los barbudos.

Afortunadamente las armas no habían vuelto a bri­llar en la rectoría. Pero el cargo lo había puesto cien­tos de veces en aprietos. Había tenido que ver más cadáveres que un forense, contener el vómito an­te los cuerpos torturados, y siempre estar ahí para con­solar a la familia. Al pobre Vitalino había alcanza­do a verlo todavía tendido sobre la Calzada San Juan, ro­deado de casquillos de bala. Había intentado salvar­lo, pero él no se había ido. Siempre había tratado de ayudarlos, siempre. Ellos sabían perfectamente que los podían matar, pero en vez de trabajar y no causar problemas insistían en provocar a los militares.

A las mujeres del Grupo de Apoyo Mutuo también quiso ayudarlas, y ellas se habían presentado ante el jefe de Estado afirmando que Meyer les había dicho que el ejército tenía a los desaparecidos. Al día siguien­te, lo citaron en la jefatura del Estado Mayor de la De­fensa Nacional. En otro tiempo, algo así le podía ha­ber costado la vida.

Muy pocos tuvieron la inteligencia para entender su posición. La universidad tenía que salir adelante, sin medios, sin presupuesto, con la competencia de las privadas, y tanto a la izquierda como a la derecha sólo les interesaban sus guerras y sus venganzas parti­culares. Como esos malditos que habían asesinado a Mario Dary y a Leonel Carrillo. ¿Qué sentido tenía? O los militares que, unos meses atrás, le habían inva­dido la universidad durante 36 horas, buscando no sé qué armas y material subversivo y sólo habían causa­do des­trozos por todas partes, y hasta le habían pre­sentado como un borracho que escondía botellas de whisky en su despacho.

Pero todo eso ya había acabado. La última reunión del CSU no se demoró. Meyer ya sabía que la mayoría del Consejo diría que sí. Era lo que quería pero aún así se emocionó en la despedida. Al verlo llorar, Edgar Por­tillo, el decano de Económicas que sucedió a Vi­talino Girón, le dijo:

–Me agradaría pensar que sus lágrimas son since­ras, pe­ro deja usted a la universidad en condiciones muy críticas. Esto de nuevo la desequilibra, ahora otra vez todos los grupos pugnando y usted se va de ministro.

–Se equivoca –se justificó Meyer–, porque yo co­mo ministro voy a poder ayudar mucho a la universidad.

–Usted sabe que eso no es verdad –respondió Por­tillo. 

*** 

Eduardo Meyer Maldonado fue el primer rector de la Uni­­versidad de San Carlos que renunció a su cargo y has­­ta la fecha el único. Una decisión muy criticada en su momento. Muchas autoridades universitarias an­­tes que él participaron en política. En un país pequeño y de mayoría campesina, la universidad pública fue siempre una cantera para la clase política. Lo que se le reclamaba a Meyer era haber dado el salto al poder an­tes de agotar el tiempo para el que fue electo.

De hecho, los últimos dos años de su gestión co­mo rector, 1984 y 1985, estuvieron plagados de rumo­res y acusaciones sobre su renuncia. En un inicio, el Frente Unido de la Revolución y el Partido Revolucio­nario le ofrecieron la candidatura presidencial para las primeras elecciones democráticas que se celebra­rían en noviembre de 1985. A Meyer se le veía como un aglutinador del centro político. Esta alianza no cuajó, pero su nombre comenzó a asociarse con la De­mocracia Cristiana. Otros partidos, como el de Jor­ge Serrano Elías, y un grupo de estudiantes acusa­ron públicamente al rector de apoyar a la Democracia Cristiana en 1985.

El rector desmintió su relación con partidos políticos a través de comunicados de prensa en al menos dos ocasiones. Pero, como demostraría su renuncia en enero de 1986, todo era cierto.

Recorte del periódico El Gráfico del 7 de agosto de 1984. Fuente: Archivo Central de la USAC

La rectoría de Eduardo Meyer fue un punto de quie­bre en la historia de la universidad. Con él se inauguró la estabilidad, el fin de la pugna entre iz­quierda y derecha en el campus. Se dejó atrás el perio­do más convulso para la Usac desde su fundación en 1676 por el rey Carlos II, El Hechizado, y comenzó la actual era.

Los rectores de los años setenta, Rafael Cuevas del Cid y Roberto Valdeavellano, enfrentaron el reto de la masificación estudiantil y respondieron constru­yendo infraestructura, descentralizando, y acercando a los estudiantes a los problemas sociales del país. Am­bos prepararon el camino para la elección de Saúl Osorio en 1978, un militante comunista que creyó en la necesidad de que la universidad apoyase el proyec­to revolucionario de la izquierda. A partir de entonces, se desencadenó la gran represión.

Meyer llegó a la rectoría con el objetivo de que la uni­versidad no volviese a los tiempos de Osorio y con un proyecto político personal. Todos sus sucesores son difíciles de recordar por algo en particular. Simple­mente se insertaron en una universidad a la que la Cons­titución de 1985 confiere una gran influencia en las decisiones de Estado, y disfrutaron del poder.

Virgilio Álvarez, exmilitante comunista, sociólogo y autor de la principal historia de la Usac, Conventos, Au­las y Trincheras, recuerda el momento en que Meyer co­menzó a construir su candidatura. “Cuando Guayo Meyer lanza su candidatura en 1982, yo era director del Centro Regional de la Usac en Jalapa y él se acercó pa­ra convencernos de que le apoyásemos y nos dijo: ‘vó­tenme y luego podremos discutir cargos’. Lo que él ofrecía era cargos. Después vine a la capital a hablar con él porque invitó a la gente del Partido Guatemalteco del Trabajo, el PGT, a sumarse a su campaña. Yo le plan­teé que transmitiría la propuesta al Partido, pero el Partido no la aceptó. El PGT estaba ya muy clan­destinizado e inmerso en sus propias crisis. Entonces se produce el golpe de Ríos Montt y me expulsan de la Usac. Me reúno con Guayo, y él me argumenta que no se podía hacer nada para evitar la expulsión. Y re­cuerdo bien lo que me dijo: “Vos sos el último de los de Saúl Osorio”.

Pero en realidad Virgilio Álvarez no era el último.

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