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Capítulo 13. Un paseo a oscuras. Carola y Carlos, 15 de noviembre de 1983

La señorita del mostrador se fijó en su rostro, y le respondió que allí no se vendían drogas a nadie.
Carola enfermó de miedo. Desconectó el teléfo­no, cortó cualquier comunicación con la familia de Car­los, con los amigos, vendió la casa, se mudó, se cen­tró únicamente en su trabajo en Segeplan, y no vol­vió a hablar con nadie del círculo universitario al que había pertenecido.
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Capítulo 13. Un paseo a oscuras. Carola y Carlos, 15 de noviembre de 1983

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Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

Una tarde del mes de noviembre, Carola salió de la novena calle y condujo hacia el sur, hasta el Centro Cívico. Había quedado en recoger a su marido, Carlos de León, en el Instituto Guatemalteco de Seguridad So­cial, el IGSS, para ir juntos a la universidad. Los dos da­ban clases en la Facultad de Economía después del trabajo.

A las cuatro y media de la tarde la ciudad bullía de tráfico. Carlos de León y Carola sacaron el carro del parqueo del IGSS, y al pasar por delante de la esta­tua de La Loba, frente a la Municipalidad, en la 21 calle, el semáforo se puso rojo. Carlos frenó despacio. Lue­go todo pasó muy deprisa.

Los hombres armados se aproximaron, abrieron la puerta del conductor, sacaron a Carlos de León a em­pellones, lo metieron en una panel blanca.

Carola primero se quedó paralizada, después quiso ba­jarse del carro, no la dejaron. Dos tipos se su­bieron en la parte de atrás del vehículo del matrimo­nio, un tercero ocupó el asiento de Carlos, el carro se puso en marcha. Le taparon la cabeza, se quedó a os­curas, el carro rodaba entre las calles y avenidas. Ella temblaba.

En algún momento estuvieron cerca del aeropuer­to de La Aurora: pudo sentir el ruido de los aviones. Lue­go circularon por un camino de terracería: se dio cuen­ta por los brincos del carro. Después se detuvieron, la sacaron del auto y la hicieron entrar a un edificio. Qui­zás una casa, una residencia, nunca supo dónde, no vio nada, sólo escuchó el ladrido de varios perros, y el latir apresurado de su propio corazón.

No estuvo allí mucho tiempo. La dejaron parada de pie, a oscuras. Alguien le preguntó si sabía quiénes eran. Ella contestó que no. Ese mismo alguien le res­pondió que eran miembros de la Organización del Pueblo en Armas, la Orpa, y que “don Carlos” debía en­tregarles la cantidad de diez mil quetzales.

La subieron a otro carro. La acostaron en el asiento de atrás, como a un perro. Los cojines eran más gran­des y amplios que los del automóvil de Carlos y ella. Alguien comenzó a tocarla. Alguien más le indicó al pri­mero que parara, que no era a ella a quien querían sino a Carlos. Debajo de la capucha Carola cerraba fuer­te los ojos.

La noche se hizo eterna.

Entonces le dijeron que la iban a soltar. Y que no fue­ra a decir nada porque uno de ellos iba a caminar ar­mado detrás de ella.

La dejaron en la novena avenida, entre la 14 y la 15 calle de la zona 1, en la esquina donde está el viejo edificio de Sanidad Pública. Ya era de noche, sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz en dos o tres par­padeos. Carola caminó mirando al frente, no se dio la vuelta en ningún momento. Bajó por la novena avenida, se dirigió hacia la 18 calle, llegó a una farmacia, entró y le pidió a la señorita del mostrador una aspirina.

La señorita del mostrador se fijó en su rostro, y le respondió que allí no se vendían drogas a nadie.

Carola trató de contener el temblor que la sacudía apo­yándose en el mostrador y susurró:

–Mire, no, es que a mí me asaltaron, hay un hombre atrás en la puerta...

Carola le pidió a la señorita que le hiciera el favor de llamar a su casa, a ver si su familia estaba. La mu­cha­cha marcó el número, el teléfono sonó y contesta­ron. Pero para entonces Carola y el miedo que la do­minaba habían salido ya de la farmacia.

En la 18 calle había ruido, luz, gente. La luz de los rótulos de neón, y el ruido de los buses. Gente que subía y bajaba de las camionetas, y que entra­ba y salía de las numerosas tiendas y restaurantes de la calle. Todo el mundo se movía, pero Carola era la única que no iba a ninguna parte.

Eran cerca de las ocho de la noche. Le habían qui­tado el dinero y todo lo que tuviera algún valor. Ca­rola caminaba aferrada a su bolsa vacía, sin mirar a la gente que se refugiaba de la lluvia bajo las marque­sinas de las tiendas hasta que alguien preguntó:

–¿Qué hacés? Te andás mojando.

La voz, conocida, la hizo detenerse. Giró la cabeza muy lentamente. Era un compañero de la Facultad.

Se sentaron en el restaurante Pollo Campero de la 18 calle. Allí consiguió controlar un poco los nervios y comunicarse con su familia. El compañero la llevó en taxi a casa. La estaban esperando su madre y sus hijos.

Carlos no había aparecido.

Carola se marchó del país. Los compañeros de la Fa­cultad la ayudaron a irse a Costa Rica. Desde allí, a finales de diciembre, se fue a los Estados Unidos, don­de tenía unos parientes y una iglesia se ofreció a ayu­darla. Si quería denunciar y averiguar algo de Car­los tenía que estar fuera de Guatemala.

CARLOS DE LEÓN GUDIEL en un paisaje nevado. Sin fecha. Su familia la recibió de un amigo y piensa que fue tomada en Rusia. Es muy probable que en la URSS o en algún país de la Europa del Este, donde algunos estudiantes eran enviados a hacer cursos o finalizar sus estudios. (Foto familiar)

El 6 de enero sonó el teléfono. Era Carlos. Lo ha­bían soltado. Le dijo a su esposa que regresara a Gua­temala. Carola se negó.

–Pero ¿por qué? ¿Para qué estar allí? –le preguntó a su marido.

Carlos convenció a Carola. Ella regresó a finales de enero, pero él solo vivió nueve meses más: lo asesi­naron en octubre, un día antes que a Vitalino Girón.

Carola enfermó de miedo. Desconectó el teléfo­no, cortó cualquier comunicación con la familia de Car­los, con los amigos, vendió la casa, se mudó, se cen­tró únicamente en su trabajo en Segeplan, y no vol­vió a hablar con nadie del círculo universitario al que había pertenecido.

Carola había sido una mujer política, una universi­taria activa. Siendo estudiante fue profesora auxiliar de Saúl Osorio, luego trabajó en el Instituto de Investi­gaciones Económicas y Sociales con Alfonso Figueroa. Cuando se produjo el secuestro de Carlos era la coordi­nadora de la práctica docente en el área de Economía. Ella decidió olvidarlo todo.

Hoy Carola es una profesional a punto de jubilar­se, pero los síntomas de su enfermedad son todavía evi­dentes. Habla en un susurro quebrado, y mientras lo hace tiembla y mira continuamente a su alrededor.

Días después del asesinato de Carlos de León, unos compañeros del IGSS le entregaron a su esposa las cosas de su despacho. Entre ellas Carola encontró varios papeles, certificados de nacimiento de sus hijos y otra documentación necesaria para establecerse fue­ra del país. Carlos había estado preparando la salida de Guatemala de toda la familia. No le dio tiempo. Carola recuerda que, en tiempos de Saúl Osorio, cuan­do las cosas se pusieron muy feas en la Facultad, Carlos siempre la tranquilizaba diciéndole que tenían tiempo de sobra para irse.

Quince años después, una foto de Carlos de León apa­recería en un documento llamado Diario Militar. Aquel no fue un secuestro de Orpa.

Carlos de León sería el primer miembro de la Di­rección Nacional del Partido en caer. Muchos compañe­ros lo harían después. Quienes secuestraron a Carlos de León se tomaron el tiempo de mecanografiar una fi­cha con sus datos; escribieron que su pseudónimo era Daniel, que era economista y que algunas semanas des­pués lo pondrían en libertad.

Meses más tarde, alguien anotaría a lápiz en ese mis­mo documento: 26-10-84=300.

300 era el código empleado para indicar la ejecu­ción. El 26 de octubre de 1984 fue la fecha en que lo asesinaron.

 

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