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Capítulo 12. Un comunista sin partido. Vitalino, primera semana de abril de 1984

No era la primera vez que Vitalino escuchaba algo así. A inicios del año anterior, alguien había en­trado en su despacho de la Facultad y había registrado to­dos sus archivos. Habían dejado dos balas sobre la me­sa. El Partido le recomendó salir.
Aquel camarada le planteó que el Partido po­dría sacar también a su familia y que estarían bien. En el plan sólo había un problema: tenía que elegir cuál de sus familias le acompañaría.
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Capítulo 12. Un comunista sin partido. Vitalino, primera semana de abril de 1984

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Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

Todo ocurrió en la cocina de una casa situada en algún pun­to al sur del centro histórico de la ciudad de Guate­mala. El carro había dejado atrás el bullicio de la 18 calle, plagado de comercios chinos y árabes, y había en­filado hacia la Avenida Bolívar, una zona de calles es­trechas y sombrías en las que la cuadrícula perfec­ta de la zona 1 se desordena. Con la capucha negra cu­briendo su cabeza, y aún aturdido por el viaje en el ma­letero, Vitalino se sentó. Sabía lo que se esperaba de él en una situación así: callar, escuchar, no hacer pre­guntas, sólo contestar a las que se le planteasen. Eran las normas de seguridad del Partido. Uso de pseu­dónimos, y reuniones con el rostro cubierto. La in­formación, sobre todo la referida a la identidad de los militantes, debía gestionarse en compartimentos es­tancos. Hacerlo mal costaba vidas.

Fueron tres o cuatro voces las que le hablaron. Vitalino Girón reconoció vagamente al menos una de ellas, era un joven profesor de la Facultad.

–La organización se está replegando mientras pa­sa esta ola. Por ahora no podemos garantizarte la vi­­da. Te tenés que marchar. No queremos cargar con tu muerte –le dijo una de las voces.

Otra de ellas le expuso la situación. Entre octubre de 1983 y marzo de aquel año, el Partido había perdi­do a catorce cuadros sumamente importantes. Entre ellos cua­tro miembros de la Dirección Nacional: Da­niel, Inti, Salvador y Mincho. El aparato militar, responsable de los secuestros económicos que ejecutó el Partido en­tre 1982 y 1983, había sido destruido. El comandante Mi­guel, del PGT-Partido Comunista, había caído en oc­tubre de 1983. Él conocía a muchos camaradas del Par­tido y por lo visto los había entregado. Los mejores cua­dros militares del Partido, Remigio y Silverio, estaban muertos por su culpa. Pero lo más importante, el apa­rato que coordinaba el trabajo en la Usac, el Órgano Sec­cional Manuel Andrade Roca, el OSMAR, estaba en serio peligro y no había más opción que salir. El en­cargado del OSMAR, Otto, de la Facultad de Ingeniería, había caído; también su superior en la Dirección, Min­cho. Otto había entregado a Rubén, un profesor ve­terano de la Facultad de Económicas, viejo comunista. A Rubén lo habían soltado, y lo primero que había he­cho era informar al Partido de que había tenido que dar nombres, entre ellos el de Vitalino Girón. Todos los militantes que no estuviesen en la clandes­tinidad tenían que retirarse. Tristán Melendreras, Jorge Conde y Edgar Pape tenían preparada la salida. Héctor Interiano, dirigente estudiantil en Económi­cas, también.

–Solo quedás vos –le dijo una de las voces.

–No sería mucho, lo suficiente hasta que esto pase –pro­siguió.

No era la primera vez que Vitalino escuchaba algo así. A inicios del año anterior, alguien había en­trado en su despacho de la Facultad y había registrado to­dos sus archivos. Habían dejado dos balas sobre la me­sa. El Partido le recomendó salir. Vitalino Girón y Tristán Melendreras organizaron un viaje por varias facultades de Económicas de países de la región para co­nocer sus programas de postgrado. Vitalino había pro­metido como decano impulsar la creación de pos­grados en la Facultad, así que la justificación del viaje pa­recía apropiada.

Durante aquella gira, estando en Costa Rica, un mi­litante del Partido le habló. Le pidió que considerase no volver a Guatemala durante un tiempo mayor al pre­visto. Aquel camarada le planteó que el Partido po­dría sacar también a su familia y que estarían bien. En el plan sólo había un problema: tenía que elegir cuál de sus familias le acompañaría. Si la oficial, la que había formado con Lily, con la que tenía cinco hi­jos. O la suplente: Guillermina y las tres niñas.

–Además, ya es hora de que acabes con esta situa­ción –le dijo aquel compañero en Costa Rica–. Te hace vulnerable a ti como revolucionario y a nosotros como Partido.

Vitalino Girón respondió entonces que él volvía a Guatemala, que como padre tenía responsabilidades, y que como decano había adquirido un compromiso con los votantes.

Esos dos argumentos fueron exactamente los que re­pitió Vitalino aquel día, encapuchado en una cocina.

–Entonces estás fuera de la organización –le in­formaron las voces.

***

La percepción que yo tuve es que él estaba demasiado seguro de que no le pasaría nada. Que el hecho de ser decano le protegía o que tenía algún tipo de garantía.

Una de las voces que se dirigió a Vitalino aquel día en que fue expulsado del Partido.

 

Yo vi que él trató de construir su candidatura de una manera muy abierta, como limpiándose políticamente. Y Guayo Meyer pudo ser uno de sus aliados. Para Guayo era útil porque podía con­vertirse en su interlocutor con el Partido. Vitalino pudo creer que el rector era un aliado y que en cierta forma eso le daba protección.

Virgilio Álvarez, militante y autor de Conventos, Aulas y Trincheras, una historia de la Usac.

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