Implica la posibilidad de detectar e interpretar cambios para adaptarse a ellos, en caso contrario, el sistema colapsaría porque su comportamiento ya no será compatible con la nueva situación.
Con la llegada de abundante información acerca del cambio climático también se han puesto de moda algunos términos, como los de mitigación y adaptación. El primero de ellos se refiere a las acciones para la reducción de los impactos climáticos a través de la disminución del ritmo de crecimiento de las concentraciones de los gases con efecto invernadero, ya sea reduciendo el ritmo al que crecen las emisiones o mejorando el funcionamiento de los sumideros de los gases. La adaptación se refiere, simplemente, a realizar las modificaciones necesarias para convivir con las nuevas condiciones climáticas.
Está claro que las mayores emisiones de gases con efecto invernadero corresponden a los países desarrollados. La mitigación, por lo tanto, es un campo que está fuera de nuestro alcance y responsabilidad, pues nuestros niveles de emisión de gases con efecto invernadero son insignificantes en términos planetarios. Esto no significa, sin embargo, que no estemos obligados a proteger adecuadamente nuestro sumideros vegetales, principalmente los bosques, pues esta acción afirmativa frente a la mitigación global, resultará determinante frente a las necesidades de adaptación local, especialmente con respecto a la estabilización de laderas, la regulación del ciclo hidrológico, la defensa de zonas costeras, la provisión de albergue para poblaciones silvestres de flora y fauna, la provisión de alimento y energía, entre otros bienes y servicios que están asociados a estos ecosistemas.
Si la mitigación es un ámbito que está prácticamente fuera del control de sociedades como la nuestra, resultará más conveniente centrar nuestra atención en el ámbito de la adaptación. ¿Qué tipo de adaptación necesitamos? La respuesta va más allá de un simple replanteo de nuestra relación social con variables como la temperatura y el clima. Si consideramos que en nuestro caso –al igual que el de otros países de la región–, el cambio del clima es un agravante a nuestra ya maltrecho entorno natural –el clima es parte de este junto a otras condiciones y recursos naturales– y la situación del entorno es más bien un efecto de las relaciones económico-sociales y político-institucionales, la idea de la adaptación debe aplicarse más bien al sistema mismo, es decir al sistema país. Nuestra capacidad de adaptación debe permitir al sistema en su conjunto, no solo administrar las nuevas condiciones climáticas sino más bien la cadena de impactos reales y potenciales que de estas se derivan.
El principal desafío que enfrenta nuestra sociedad es, consecuentemente, el de modificar nuestra historia de enfoques reactivos. Sea por ignorancia, indiferencia o apego a intereses particulares en detrimento del bien común, nuestra capacidad de adaptación es sumamente baja. Parece que tenemos una aversión endémica a la prevención; a la proactividad; al aprendizaje adaptativo; a la planificación estratégica real abandonando el cliché; a invertir los recursos escasos de manera eficiente, con suficiente escala y continuidad de propósitos; a asumir el largo plazo en desafíos cuya solución no será posible sin continuidad; a dejar prioridades de desarrollo en manos de donaciones o financiamiento incierto; a eliminar privilegios particulares; entre otros rasgos que, al parecer, nos tienen condenados a sufrir los embates de la inercia de nuestras grandes, múltiples y complejas crisis.
Para mejorar nuestra capacidad de adaptación, en el sentido del párrafo introductorio, no hay formulas mágicas; sencillamente debemos empezar a ser los mejores en todo lo que hacemos. Esto empieza con la selección de servidores públicos con un genuino sentido del bien común y con las mejores capacidades técnicas y gerenciales para diseñar, implementar y evaluar políticas de Estado.
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