Los insultos y argumentos demagógicos y emotivos que han resurgido gracias a residuos del antiguo régimen predemocrático (desde corruptos y corruptores hasta apologistas del conflicto armado) reducen una vez más la argumentación a antiguos esquemas mentales e ideológicos que una hubiera creído disminuidos (si no erradicados) tras tres décadas de vida democrática. Politizar la justicia y ponerle un tinte ideológico a la lucha contra la corrupción, entrar en discusiones bizantinas sobre derecha e izquierda y degradar la discusión hasta el canibalismo intelectual, o comparar tortillas con arepas, dos casos tan diametralmente distintos como Guatemala y Venezuela, rayan en la mendicidad de criterio y de integridad.
No es nuevo el llamado al cambio que han formulado algunos analistas de la élite o de la derecha a sus propios correligionarios de las clases conservadoras más pudientes. Lo ha sido ya sea para llamarles la atención sobre su importante contribución para paliar los principales males sociales o para tender puentes con distintos sectores sociales. Y últimamente, en este contexto de la discusión de las reformas constitucionales, para que se desliguen de los elementos más populistas de la extrema derecha y ataquen al unísono una de las causas principales de la corrupción incrustada en el sistema de justicia. O al menos para que no estorben. El apoyo de Washington ha sido consistente y clave en los esfuerzos de transformación institucional luego de la llamada primavera guatemalteca hace dos años. El planteamiento no es de ninguna forma revolucionario: el proyecto es cambiar incrementalmente el sistema.
Entonces, ¿por qué ese discurso emotivo sigue calando en capas medias y altas? ¿Por qué, como señalan algunos, no ha habido suficiente información al grueso de la población sobre estos cambios, su propósito y su significado? ¿Por qué algunos temas fundamentales se siguen quedando dentro de las élites educadas? ¿Y por qué pareciera no haber registro ni lecciones del proceso democrático y de la paz? ¿Es que no se ha aprendido?
Creo que esto último es el meollo del asunto en nuestras sociedades cada vez más convulsas y testigos del resurgimiento de líderes e ideas extremistas que creíamos extintos con cada paso hacia regímenes más incluyentes y democráticos. Como diría el historiador estadounidense Gary B. Nash[1] al explicar las seis proposiciones de su labor como historiador, siendo una de ellas su reflexión sobre las implicaciones del monopolio de la narrativa histórica por parte de un círculo cerrado de historiadores: «No se trata tanto de no saber. En cambio, nos enfrentamos a una amnesia selectiva e intencional sobre el pasado».
Celebrar por celebrar el pasado romantizándolo, dice Nash, debería ser superado porque «desautoriza una representación del pasado que revela los trágicos errores, los prejuicios deformados y la avaricia humana de los cuales somos herederos». La historia, recuerda el autor, «vale la pena escribirla y estudiarla principalmente por su poder de formar nuestro pensamiento sobre nuestro presente y futuro».
Sin embargo, en tanto las narrativas historiográficas permanezcan en una élite homogénea (en el caso de Guatemala, de ladinos capitalinos/urbanos, aunque quizá con mayor diversidad en las últimas décadas), seguimos corriendo el peligro de repetir errores que nos siguen condenando. Si no se reflejan la multitud de voces y sus luchas por diseñar y ser parte de la nación con ciudadanía plena (mujeres, indígenas, trabajadores, obreros, jóvenes, campesinos, homosexuales y un largo etcétera), seguirá habiendo un amplio vacío que hará invisibles sus conquistas y, por tanto, su poder de agentes de cambio para que otros, en cada nivel de enseñanza, vean allí reflejados sus aspiraciones y anhelos. Como puntualiza Nash, «entender esta historia oculta es empoderarse, ya que barre con la sensación de posibilidades insuperables, de inevitabilidad, que son los grandes inhibidores del cambio».
Urge, pues, reescribir la historia, las historias de Guatemala, por parte de sus propios protagonistas.
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[1] Nash, G. B. (1986). Race, Class, and Politics. Essays on American Colonial and Revolutionary Society. Chicago: University of Illinois. Págs. xviii-xx.
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