Esta circunstancia la torna vulnerable. La revisión de los supuestos con que opera se convierte en un imperativo impostergable. Incluso los aliados de Estados Unidos no ven con buenos ojos el doble rol que asume en relación con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). No puede seguir manejando un doble discurso. No basta reconocer el importante papel que juega esta organización, tiene que abandonar su reticencia y morosidad y someterse a su jurisdicción para que los elogios que le formula resulten creíbles. Si no asume una posición congruente con sus planteamientos, lejos de fortalecer a la institución interamericana de derechos humanos terminará debilitándola.
No es sustrayéndose a sus dictados la mejor forma de lograr que la CIDH continúe cautelando derechos elementales pisoteados por diferentes gobiernos a lo largo y ancho de América. La persistencia de esta actitud lejos de acercar Estados Unidos a las creencias y postulados de los pueblos latinoamericanos y del Caribe, abre una brecha insondable difícil de colmar. Su ambivalencia resta méritos y diluye todo asomo de credibilidad. Estados Unidos no tenía que esperar que los gobiernos de Venezuela y Ecuador sentaran en el banquillo a la CIDH. La dualidad de su comportamiento fue el detonante para que los presidentes de ambos países fustigaran a la CIDH sin cuya acción una diversidad de violaciones flagrantes a los derechos humanos hubiese quedado impune.
El otro disparo está dirigido al corazón de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. Se pretende castrarla, reconducirla y convertirla en una instancia decorativa y permisiva de los gobiernos. Mermar su incidencia y evitar sus juicios ante los desmanes que se cometen contra la libertad de expresión, no resulta nada halagador. Sin los informes y la intervención de la relatoría a los crímenes y acosos contra los periodistas serían peores. Sus aportes a favor de los procesos de transparencia que deben impulsar los gobiernos han resultado útiles y pertinentes. La vigilancia que ejerce sobre los países donde la vida de los periodistas corren riesgos permanentes, las alertas que lanza continuamente exigiendo respeto a medios y periodistas, los llamados a brindarles protección cautelar ante el acecho y acciones del crimen organizado, los mecanismos especiales que ha creado para evitar mayores abusos, constituyen medidas absolutamente necesarias.
En una época de cambios en las formas que los gobiernos ejercen la censura contra los medios de comunicación, sus análisis y recomendaciones son invaluables. Los mecanismos de censura han mudado. Sería iluso esperar el asalto de las tropas gubernamentales contra los medios de comunicación. Las formas ahora son más sutiles pero igualmente trágicas. Se trata de poner un bozal al que disiente mediante la amenaza de no renovarles las licencias de radio y televisión una vez llegada la fecha de su vencimiento. Las llamadas telefónicas pidiendo mesura o recordándoles que podrían cancelarles la publicidad oficial, forman parte del nuevo arsenal del que echan mano los gobiernos. Son expedientes punitivos más eficaces y de menores costos políticos.
Las recomendaciones formuladas por la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión sobre la entrega de la publicidad oficial llenan un vacío. Aluden estándares internacionales insalvables. En el Informe Anual de 2010 el capítulo V propone una serie de principios sobre la regulación de la publicidad oficial que los gobiernos deberían de adoptar de manera inmediata. En países como los nuestros donde faltan criterios acerca de la distribución de la pauta estatal, universidades, escuelas de comunicación, medios y periodistas deberían discutir los alcances y absoluta conveniencia de asumir las sugerencias que ahí se formulan. Se requiere de una ley que norme su entrega, para evitar la discrecionalidad y arbitrariedad gubernamentales. Su asignación parcial y caprichosa, está inclinada siempre a favorecer el aparato mediático de ciertos gobiernos en detrimento del libre juego democrático.
La pretensión de algunos países de convertir el Informe Anual sobre la Libertad de Expresión en un breve compendio, tiene la intención de eludir la fiscalización a la que deben estar sometidos. Estos deseos encierran propósitos insanos. Desde hace más de diez años se viene publicando y no es si no hasta ahora que gobiernos autoritarios objeto de críticas y recriminaciones de parte de los medios y periodistas, buscan como extirparlo convirtiéndole en un simple enunciado. Incluso en lo referente a Nicaragua el Informe Anual 2010 peca de diminuto. No da cuenta de todo lo acontecido en materia de libertad de expresión. Aún así señala los retos en esta materia para toda la región. Un derecho altamente sensible, cuya conculcación afecta todo el universo de derechos humanos.
El capítulo III centrado en el acceso a la información sobre violaciones de derechos humanos y buenas prácticas llevadas adelante (Cap. IV), muestra ponderación y reconocimiento hacia aquellos gobiernos que cumplen sus responsabilidades judiciales en materia de acceso a la información. La inclusión de las declaraciones conjuntas en las que la relatoría fue partícipe, (Declaración conjunta del Décimo Aniversario: Diez desafíos claves para la Libertad de Expresión en la Próxima Década y Declaración conjunta sobre Wikileaks) muestra la trascendencia de sus aportes, en una época de cambios y un cambio de época. Un momento histórico que demanda una revisión a fondo de los supuestos que sirven de pivote a la OEA. Caso contrario dejaría de tener razón de ser. La cautela de los derechos humanos, entre los que se cuenta la libertad de expresión, exige otra conducta de Estados Unidos. El futuro de la OEA queda en sus manos más que en la de cualquier otro país.
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