Hechos así, tanto serios como triviales, nos recuerdan que vivir en sociedad se complica cuando insistimos en atropellar a los demás.
Argumenta Ronald Dworkin, en su Justicia para erizos, que la dignidad personal comprende dos elementos. Primero está la autoestima, entendida como la responsabilidad de tomar con seriedad nuestra propia vida y esforzarnos por vivirla bien. Luego, la autenticidad, que es descifrar nuestra propia narrativa, explicarnos la historia que contamos con nuestra vida y esmerarnos por realizarla en nuestra práctica cotidiana.
En lo individual, el asunto se concreta de muchas formas. Como con el gran artista que escoge la penuria por vivir su arte —uno de los ejemplos que pone Dworkin—. Pero también se muestra en la cotidianidad de una madre, cuyo único acto extraordinario podría ser dar de cenar a su hija.
La dignidad personal es primero materia de moralidad individual, pero tiene un reverso ético, una dimensión social. Los asaltos a la dignidad de otros son ofensa precisamente porque no toman en serio —o no dejan tomar en serio— sus vidas, porque les hacen imposible realizar su propia narrativa.
Esto se aclara viendo a nuestro alrededor. Los años me han enseñado que no soy muy especial. Tampoco son muy diferentes las personas que me rodean de quienes rodean a otra gente. Más aún, en la responsabilidad de llevar una vida digna no son muy distintos de mí el comentarista que se burla del feminismo, el columnista que descalifica lo indígena o el religioso que vocifera contra las fiestas de los demás. Tampoco están rodeados ellos de gente muy distinta de la que me rodea a mí, incluyendo a las víctimas de su antipatía.
Pienso entonces en la gente que conozco, en la que he conocido. El compañero de colegio, un bully completo, que hoy sin mediar disculpas es pastor de una mega-Iglesia. Mi compañera atea, que murió prematuramente, pero en paz consigo misma y con los demás. Recuerdo con cariño al cura ultraconservador que con su conducta intachable asoció en mi mente para siempre su nombre con la bondad. Admiro a mis amigos, la pareja homosexual que vive feliz, sensata y sin sobresaltos, porque ¿qué más da a quién se ama si se ama bien? Reflexiono también sobre la angustiosa familia que conozco, con el hijo gay en el clóset, todos sabiendo que lo es, pero que igual callan, fingen y se remuerden.
¿Todo para decir qué? Que usted, si se detiene un momento, verá lo mismo. Así sea usted de quienes se resisten a la educación integral en sexualidad. Aunque condene las fiestas de quienes no creen como usted. Aunque le ofenda ver dos hombres tomados de la mano. Así se resista a procurar la igualdad de género en gobierno, escuela y empresa. Aunque lo amenace la idea de que los guatemaltecos indígenas puedan perfectamente aprender en su propio idioma o tener su propia jurisdicción. El hecho es que, al igual que yo, verá usted a su alrededor gente buena sin dioses, gente buena con dioses, gente mala sin dioses, gente mala con dioses. Gente feliz porque, empoderada, decide sobre su vida o su sexualidad y lleva eficazmente esas decisiones a la práctica. Gente triste porque, sin conocimientos, sin medios o con miedo, no reconoce que la sexualidad, el género y la etnicidad también son parte de la narrativa vital que cada uno tenemos responsabilidad de encontrar y contar, que esa narrativa no está sancionada en una tradición inmutable y que no podemos dictárnosla unos a otros.
Una cosa es segura: la felicidad de una vida digna no la tomaremos prestada de misteriosos espíritus, libros sagrados, decretos de autoridades religiosas o políticos carismáticos. Ayudarán quizá, a veces, pero la felicidad solo podrá venir de vivir con dignidad, haciéndonos responsables de nuestra propia vida.
Y aquí lo más importante, lo que debemos enseñar cuando hablamos de valores: tampoco perdemos la felicidad porque otro busque la suya de forma distinta, por razones distintas, esmerándose por realizar su propia dignidad, por imprimir la narrativa de su vida en su propia existencia. Y si esa dignidad, esa narrativa, es de lesbiana, indígena, pacifista, skater, político, empresario o defensor de los derechos humanos, aun así no le quitará nada a usted aunque no piense igual.
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