Para 2013, en un estudio presentado por el centro de investigaciones ASIES, Prensa, el 59% de la población confiaba más en el ejército y el 41% desconfiaba del Congreso y los diputados. No hay que intentar justificar aquello que es obvio a todas luces, este es un país marcado por una historia de dictaduras militares y traicionado por la política y los políticos democráticos.
El ejército genera una mezcla de opiniones. Por un lado la noticia del militar Byron Lima Oliva, que cumple pena por el asesinato de Monseñor Gerardi, es ligado a un proceso de estructura de corrupción desde su despacho dentro de una cárcel nacional. Pudimos escuchar a un militar diciendo que había sido traicionado, que tenía pruebas contra el actual Ministro de Gobernación –también él militar–, diciendo que era un comunista, un líder estudiantil (¿?). Lo vemos diciendo que es un kaibil, al final de cuentas. Este es el ejército de la guerra, el ejército que funcionó como arma contrainsurgente, genocida, arrasadora de comunidades completas. Un ejército también que reclutó a la fuerza y que convirtió en victimarios a miles de jóvenes, indígenas y ladinos. Al transfigurarlos en victimarios, los hizo criminales, hasta ya no poder reconocer a ciencia cierta dónde está el límite de uno y del otro, quiénes los responsables, cuáles las razones.
Pero hay otro ejército, el ejército en el que se confía y al que no se le teme, más bien se le invoca. Hace unos días, en la comunidad cercana a la que yo vivo, los pobladores pidieron al alcalde auxiliar que sacara a las calles al ejército. Tras meses de ser extorsionados por una mara, exigen que se retiren a los policías –a quienes creen indiferentes, cuando no cómplices–, y que tomen las banquetas hombres vestidos de camuflado. El primer día que llegaron, había mucha gente afuera, como si se estuviera a salvo. Es el ejército que ha salido a las calles a proteger, a combatir al narcotráfico, a cuidar carreteras. Este es el ejército de la democracia, es el ejército que poco tiene que ver con las jerarquías y seguramente con las marufias de sus jefes. A diferencia de los policías, nunca se ha sabido de una mordida de un militar, de un abuso de autoridad por parte de aquellos que ya son parte del paisaje patrio. Frente a una desconfianza a la autoridad policial, queda el ejército, el símbolo de una guerra atroz.
Así es este país, uno de contradicciones. En donde lo que no sana, se complica. No somos un país que se ha reconciliado con uno de los actores más importantes y crueles de nuestra historia reciente, pero le pedimos –sin sentir que estamos regresando al tiempo de antes– que vuelva a defendernos, porque no queda de otra, porque las instituciones democráticas han sido cooptadas de nuevo por poderes (¿también militares?) y por lógicas virales que no cooperan en reconstruir el tejido social. No sabemos quiénes son las nuevas generaciones del ejército, pero conocemos de las antiguas y esta semana hemos visto gala de maraña de negocios, de privilegios, de malas explicaciones. Seguiré viendo militares cuando vaya de camino a casa, y aunque sienta que me traicione a mí misma, inconscientemente me siento un poco más segura. Cuando la falta de referentes germina, todo es posible.
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