Y es que, además de su gran aporte al mundo de las letras, fueron grandes pensadores y generadores de conciencia, muy activos en su crítica respecto del camino que hemos tomado como humanidad. Nos lanzaron la contundente invitación a que abramos los ojos, que salgamos de ese sueño, de la apatía y que transformemos el futuro.
Los tres tuvieron una postura crítica respecto del consumismo, del individualismo, del materialismo desenfrenado. Esa cultura que nos empuja cada vez más y con más fuerza a enfocarnos casi exclusivamente en nosotros mismos —enajenándonos de la realidad de la sociedad y del mundo— y a reducir la existencia a la búsqueda inagotable del consumo sin límite (con todo lo que ello implica). Señalaban el proceso deshumanizador en el que hemos caído: un mundo donde se diviniza la información (no el conocimiento), la tecnología y la ciencia — “y no siempre al servicio de la humanidad, a veces en contra de ella” (Saramago) —, cada vez más alejados de lo esencial.
Esa ruta ha resultado tan devastadora para el espíritu como para el planeta: “…un mundo que parece marchar hacia su desintegración, mientras la vida nos observa con los ojos abiertos, hambrientos de tanta humanidad” (Sábato). Y es que como diría el recién partido “…los cielos y la tierra se han enfermado. La naturaleza, ese arquetipo de toda belleza, se trastornó… Parece no contar que estamos al borde de la destrucción física del planeta, tal es el individualismo y la codicia”. A veces me pregunto si estamos realmente consientes de ello, creo que sí, pero logramos tranquilizarnos con la egoísta ilusión de que no nos tocará enfrentar en carne propia lo que hemos sembrado durante el último siglo. Un minuto de silencio, no por Sábato, sino por la Pachamama que estamos matando.
Del otro lado del espectro donde reina la “opulencia amoral” (Sábato) queda la gran mayoría de la población, “los excluidos del gran banquete”: “Tantos valores liquidados por el dinero y ahora el mundo, que a todo se entregó para crecer económicamente, no puede albergar a la humanidad”. Muy importante es que no perdamos la capacidad de indignarnos ante lo que nuestros ojos ven (y muchas veces lo que no ven, pero que sabemos —sí, sabemos— está ahí): “¿Cómo es posible contemplar la injusticia, la miseria, el dolor sin sentir la obligación moral de transformar eso que estamos contemplando?” (Saramago). Tal vez, tratar de entender la realidad de tantos niños y niñas de Guatemala y el mundo, nos ayuda en ese proceso de concientización, indignación y acción.
Yo no soy una entusiasta de todos los días —quisiera serlo un poco más—, como aquel amigo (el optimista estructural), que con toda seguridad y actitud positiva cree que en cada injusticia, tropiezo, estancamiento o retroceso que damos como sociedad, se encuentra la posibilidad de demostrar que se puede construir lo contrario. La semana pasada me topé con uno de esos días ensombrecidos por la tristeza, desesperanza y frustración; al leer desde mi cómoda vida las noticias de las muertes por desnutrición aguda que ya empiezan a aparecer y que se prevé seguirán durante este año. Yo más bien —así como diría Sábato— “oscilo entre la desesperación y la esperanza”. Pero como recuerda él también, no podemos dejarnos desalentar, porque es un lujo que no podemos darnos. Terapia para mí.
Ellos partieron convencidos de que nosotros —los que nos quedamos, los que vendrán—podremos (y debemos) encaminarnos hacia un mundo mejor y “recuperar cuanta humanidad hayamos perdido” (Sábato). Es un alago, un reto y un compromiso. “¿Qué les queda a los jóvenes?”, se preguntaba Benedetti, “les queda no decir amén/no dejar que les maten el amor/ recuperar el habla y la utopía… les queda respirar/abrir los ojos /descubrir las raíces del horror/inventar paz… tender manos que ayudan/abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno/sobre todo les queda hacer futuro”.
El autor de Ensayo sobre la ceguera nos recordaba que “tenemos la obligación de abrir los ojos” y que “las miserias del mundo están ahí, y sólo hay dos modos de reaccionar ante ellas: …encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo… o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera”. Y ese es el espíritu y la fortaleza que deben acompañarnos a los que de una u otra forma anhelamos cambiar la realidad, para así reconfortarnos en esos días —como me ocurre a veces— en los que cuesta más soñar campantemente. Ciertamente, hay que hacer algo más que soñar.
Casi cien años vivió Ernesto Sábato, se fue físicamente de este mundo hace a penas 13 días. Las últimas páginas de Antes del fin (un libro de memorias y reflexiones, su testamento como le han llamado) están dedicadas a animarnos a construir otra realidad, son una invitación y una solicitud: “Te hablo a vos, y a través de vos a los chicos que me escriben o me paran por la calle, también los que miran desde otras mesas en algún café, que intentan acercarse a mí y no se atreven. No quiero morirme sin decirles estas palabras. Tengo fe en ustedes”. Y es que así es, tal y como nos alentaron estos tres maravillosos seres; tenemos el compromiso ético de soñar y hacer lo posible por avanzar hacia un mundo más humano, más digno, más vivible para todos y todas.
Más de este autor