Aislados detrás de vallas metálicas, saludan provocativos alzando su mentón escondido tras la papada adiposa de carnes blandas y licores que mandan comprar en caravana de carros sin placas, pasando sobre cruces de niñas quemadas.
¿Quién pondrá calma al desasosiego de la bruma malsana y contaminada con el bregar de las cintas azules y blancas en banda presidencial, medalla en el pecho y cabeza llena de historias ficticias?
¿Cómo se mirará en el espejo? ¿Se verá presidente? ¿Se imaginará su nombre en los libros de cuarto grado, su foto dibujada en las láminas compradas en la tienda-abarrotería-regalitos-y-algo-más de doña Lenchita, al lado de Idígoras, del tipo del 54, de Mariano Rossell, de Casariego, de Cash como nuevo jinete apocalíptico de dioses mediocres y de alta escuela de gobierno, de templos como pabellones de baloncesto, pero con eventos de salvación, callejones sin salida?
Aislados estamos. Tomaron nuestro cuarto, nuestro cuerpo, nuestra ciudad, nuestras ilusiones, nuestra esperanza. Nos condenaron al salario mínimo diferenciado, a los promedios nacionales, a la canasta básica minimalista, la que no tiene nada, canasta en blanco, la armonía perfecta del capitalismo rapaz. Y yo, con miedo de hablar, de escribir, de pensar en voz bronca. No hay espacio al disenso. Quincenas se acumulan, las ataduras también. Nos quitaron el grito en la calle. Nos dejaron el corte de caja, el día de pago. Nos quitaron el país ficticio y nos devolvieron el de ellos, el que sirve para acumular cosas, unos seguidos de ceros y más ceros en muchas cuentas, muchas cosas.
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Y lo ves triunfante, caminando en una ciudad tomada para que él se pasee y suba la mano bendiciendo suciedades, acariciando su ego del tamaño de la muerte y de la mentira que transpira con olor a alcohol y putas. Todas lo son para él, para ellos. Mujer objeto, mujer mueble, mujer calladita, mujer lejana, mujer madre, mujer estadística, mujer cuerpo sin vida a la orilla del camino.
Democracia en estado de sitio permanente, país imaginario, una y otra vez. Los militares en la calle, en los caminos, abriendo puertas, tocándote, palpando el pecho agitado, sintiendo el miedo. El poder de las armas, del traje de combate, de la mochila táctica, de las tolvas, del peso del fusil-muerte. Libertad, 15 de septiembre. Ja, ja, ja.
Regreso a lo que nunca se fue, pero el capitalismo sabe lo que hace y te cura la depresión con sesiones continuas de series y series y series en casa, sin ganas de salir, y vos no entendés por qué al final del día estás deprimido. ¿Quemamos las naves? ¿Trazamos tempestades en los mapas cartográficos del tiempo-espacio? El huracán Damián, el de la profecía, el de Gregory Peck, te espera para adormitarte en plácidas sesiones idiotizantes, amodorradoras. Sesión continua, sin novia a quien meter mano en cine de barrio, ahora cerrado en altares del pare de sufrir a domicilio. La aplicación en tu celular, aislado en selfis que nunca pasaron, nunca ocurrieron.
El mundo se quema irremediablemente, se desmorona como las torres gemelas lejanas. Llama en perenne avance, y no te quitas, y no la apagas. Solo la dignidad de la conciencia nos salvará. Solo la armonía del conocimiento nos quedará. Solo nuestro patrimonio inmaterial, el personal, el del beso con olor a chocolate, los ojos cerrados en algún paraje, tu cara alzada entre la brisa al caer la tarde y las risas lejanas chapoteando en el agua clara.
Lo demás es imaginario.
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