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Barras bravas en Honduras:

una familia frente a una “sociedad caníbal”

 

Texto: Alberto Pradilla   /   Fotos: Simone Dalmasso   /

Diseño: Dénnys Mejía   Edición: Carlos Arrazola

 

“Ser barrista no es fácil”. En el exterior del Estadio Nacional de Tegucigalpa, aficionados de la Ultra Fiel, la barra del Olimpia, o Revolucionarios, los seguidores del Motagua, coinciden en una idea: su condición de “hooligans” les pone en un triple punto de mira: la barra rival, la policía y las pandillas. Honduras es uno de los países más violentos del planeta, una “sociedad caníbal” en palabras de un barrista; y el fútbol, un lugar abonado para el exceso. Quedarse en los homicidios y el vandalismo sería analizar con superficialidad a estos grupos que también ejercen como red de apoyo mutuo, que configuran espacios seguros para jóvenes enfangados en una sociedad hostil y que, en la visión de sus líderes, pueden convertirse en agentes para la transformación social.

 

 

Muchos son los momentos que giran en torno al mundo de las barras bravas hondureñas. Galería de fotos.

 

 

 

 

 

Eduardo Galeano escribió que “metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso”. Temor generan, de eso no cabe duda. Pero no es solo eso. La barra tiene mucho de pertenencia, de refugio, de lugar de esparcimiento y cuidado mutuo, de piña ante el enemigo común. Es algo así como la mesa en torno a la que se reúne una “familia” que ejerce como protección ante un mundo hostil.

 

Claro que hay violencia. En Tegucigalpa, la capital hondureña, en los fondos sur y norte del Estadio Nacional Tiburcio Carias Andino, los lugares en que se concentran las barras catrachas, el fútbol no es solo el juego de once contra once en el que jamás hay rival pequeño.

 

El partido es otra cosa y la barra su explicación. Es la catarsis de un joven al que su hermano le salvó cuando iba a suicidarse; el sitio en que otro aprendió a meterse en problemas y, después de recibir un disparo en la cabeza, a hacer política; el espacio en el que un antiguo sicario convertido al evangelismo se socializa y termina por intentar ganar adeptos para su fe; el segundo destino del fin de semana para una joven que cada sábado por la mañana visita a su madre y a su hermano en la cárcel.

 

Honduras es un país terriblemente violento y los estadios de fútbol —en Centroamérica o en casi cualquier lugar del mundo— terreno abonado para el exceso. Además de goles y euforia, también hay alcohol, marihuana, perico. Cómo no encontrar cocaína en uno de los países ubicado en la autopista que lleva la droga desde Colombia o Venezuela hasta Estados Unidos. Solo en 2017, se incautaron más de 10,6 toneladas de drogas, la mayoría marihuana y cocaína.

 

Y eso solo es lo que la policía logró aprehender. También nos encontramos con un país profundamente desigual, desestructurado y con un acceso casi ilimitado a las armas: cada hondureño puede tener a cinco armas de fuego, según la ley. En el mercado negro, la cifra se multiplica.

 

 

Antonio Saravia, de 47 años, es uno de los veteranos de la barra Ultra Fiel, es considera “un padre” para los jóvenes que se enrolan en el sector más entregado de los fieles del equipo rojo. Dirige la seguridad en el fondo sur del Estadio Nacional Tiburcio Carias Andino, en la capital hondureña. Vigila que no haya enfrentamientos. Media con la policía.

 

 

Decía Jorge Valdano, el mítico entrenador argentino, que “el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes”. Es posible que Antonio Saravia no comparta este aforismo.

 

A sus 47 años, la barra es una parte imprescindible para explicarse a sí mismo. Entró en la Ultra Fiel, la afición del Olimpia, el club más antiguo de Tegucigalpa, cuando tenía 20. Ahora es casi “un padre” para los jóvenes que se enrolan en el sector más entregado (y violento) de los fieles del equipo rojo hondureño.

 

Dirige la seguridad en el fondo sur del Estadio Nacional Tiburcio Carias Andino, en Tegucigalpa. Junto a Melbin Cervellón, líder nacional de la Ultra Fiel, vigila que no haya enfrentamientos. Cuando un grupo de entusiastas comienza a golpearse, pone el freno. Media con la policía. Sirve de ejemplo para los chavales y es saludado por los cipotes con veneración.

 

Saravia no siempre ha sido ese tipo de voz cálida y cara de no haber roto un plato en su vida. Con su camiseta del equipo y su pequeña mochila en la espalda, parece un niño grande. Pero hay que recordar que aquí a nadie se le regala el respeto con el que los chicos más aguerridos le saludan. Uno tiene que ganárselo. “He hecho daño a mucha gente”, admite en voz baja, mientras observa el partido Olimpia-Juticalpa el 23 de noviembre de 2017.

 

Su equipo se impondrá por cuatro a uno. Mientras la barra celebra los goles, como un dique que se desborda entre fuegos pirotécnicos, explica sus planes sobre jugadores surgidos desde el fondo que sientan más los colores, profundiza en su idea de la barra como un colectivo social, elude hablar sobre el pasado porque dice ser una persona diferente y afirma sentir miedo sobre el futuro próximo de Honduras.

 

Tres días después se celebrarán unas disputadas elecciones en las que el actual presidente, Juan Orlando Hernández, será anunciado como vencedor entre denuncias de fraude de la oposición, liderada por Salvador Nasralla. Un informe firmado por 50 oenegés hondureñas cifra en 33 el número de muertos provocado por las protestas registradas en el país centroamericano desde finales de noviembre.

 

Saravia es un padre para los jóvenes de la barra pero su entrega a la afición del Olimpia lo alejó de su propia familia. Lleva 22 años casado y tiene tres hijos. Dice sentir lástima de no aparecer en muchas de las fotografías con ellos. La Ultra Fiel le tenía ocupado. Su ausencia en el hogar es un ejemplo de una frase que define cómo muchos barristas explican la afición por los colores. “Es una forma de vida”, se oye repetidamente, entre los seguidores del Olimpia o sus grandes rivales, los miembros de Revolucionarios, la barra del Motagua.

 

La vida de Saravia es historia de Honduras. Estuvo donde ocurrían las cosas, especialmente en su vertiente más turbia. Pasó por una pandilla, los Smurf o los Pitufos, una de esas estructuras criminales que controlaban el territorio antes de que la Mara Salvatrucha (MS-13) y el Barrio 18 engullesen todo a su paso.

 

De ahí dio el salto a la barra en una época en la que estos grupos, nacidos a finales de los años 90 en Honduras y con fórmulas copiadas de otros países latinoamericanos como Argentina, imponían su ley en colonias enteras en Tegucigalpa. Formó parte de sus grupos de choque, que aquí quiere decir encargarse de la defensa u ofensiva ante barras rivales o policía. Se involucró en política tras el golpe de Estado contra José Manuel Zelaya, en 2009, y ahora observa cómo decenas de jóvenes le saludan cuando desfilan ante él en el fondo del estadio.

 

En espíritu, lo que ocurre en Tegucigalpa es exactamente lo mismo que sucede cualquier domingo por la tarde en casi cualquier lugar del mundo donde se juegue un partido, solo que adecuado a una lógica enfermiza como la del país centroamericano. Uno puede estar jodido toda la semana, pero tiene 90 minutos para desahogarse. Por eso, no hace falta que sea Lionel Messi el que marque, lo importante es que lleve el escudo de tu equipo. Ya lo dijo Galeano: “en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”.

 

 

 

 

En el cuarto de la casa de Antonio Saravia, en la colonia Centroamérica, la foto expuesta encima de una mesa delata la ausencia del padre en la vida diaria de su familia.

 

 

Criminalizados por los medios, demasiado cerca de las pandillas —aunque en ocasiones enfrentados a ellas—, estigmatizados por buena parte de la sociedad e ignorados por los propios equipos a los que siguen hasta la muerte, los barristas hondureños son un invitado incómodo con el que la gente se lo pasa bien mirándolo de lejos. Las mantas, las coreografías, los cánticos, son indispensables en cualquier estadio y ellos son los que arrancan los gritos cuando el equipo está hundido. Ante este panorama, parece lógico preguntarse si toda esta entrega tiene que ver con esos once jugadores que nunca se acuerdan de ellos lo suficiente o por ellos mismos.

 

No se puede entender la barra sin la sensación de pertenencia, sin la camiseta del equipo o la certeza de que aún en un entorno hostil, alguien se puede sentir en casa durante los próximos 90 minutos.

 

 

 

 

Un intento de suicidio antes del gol de Fabio de Souza

Cuando Fabio de Souza marcó el gol con el que el Olimpia se imponía al Real España el 24 de agosto de 2009, Johan Emerson Rubio Flores, a quien todos conocen como “Memo” y que actualmente tiene 28 años, lo celebró “como si fuese la final de la Champions League”. De Souza no lo sabía, pero su cabezazo, en el tiempo de descuento, cuando el partido se daba por perdido, supuso un momento trascendental para el joven. Minutos antes, con su equipo por debajo, ni ganas de animar tenía.

 

Y eso es mucho decir para un miembro de la barra Ultra Fiel, que lleva desde la adolescencia acudiendo cada domingo al fondo sur del Estadio Nacional, que ha acompañado a su equipo hasta Costa Rica o El Salvador y que define la barra como una “forma de vida”.

 

 

Johan Emerson Rubio Flores, 28 años, conocido como “Memo”. Está vivo, dice, gracias a la barra. Para él, como para la mayoría de los barristas, la barra representa una segunda familia.

 

 

 

Si unas semanas antes "Memo" hubiese tenido éxito en sus propósitos, jamás hubiese visto el gol de Fabio de Souza.

 

Concretamente, si su hermano no hubiese irrumpido a tiempo en su habitación impidiendo que se ahorcara con una cuerda. — “Me bajó, me dio unos vergazos y se echó a llorar”, — relata el joven en su puesto de albañil en una obra de la colonia de El Porvenir, en Tegucigalpa. Ahora está tranquilo. Lleva un bigote arreglado, tiene la piel morena, está cubierto de polvo y sonríe.

 

Su labor consiste en asfaltar una pequeña vía de una colonia en la que muchas calles son aún de terracería. Desde el lugar donde “Memo” trabaja se ve, a lo lejos, el estadio, como si pudiese pensar, mientras remueve la tierra o carga con el concreto, que el domingo podrá darlo todo en el fondo.

 

En El Porvenir los vecinos se conocen de toda la vida, dice “Memo”, lo que facilita el control social. Esta es una colonia complicada, por lo que ser un rostro familiar es garantía de que se reduzcan tus posibilidades de ser asaltado. Otra cosa son los forasteros. No es recomendable caminar por estas calles cuando ha caído el sol. No necesita el joven hacer memoria para relatar algunos de los homicidios perpetrados a metros de donde trabaja: el tipo al que dispararon frente a una tienda porque debía plata de droga, la chava que apareció calcinada y nadie hizo preguntas sobre por qué lo habían hecho. “Esta zona es peligrosa”, dice.

 

La colonia está controlada por la MS-13. No siempre fue así. Antes era territorio de Los Chirizos, otro grupo criminal oriundo del país. La MS-13, sin embargo, es una apisonadora. Se infiltró desde las barriadas ubicadas en el exterior, en el campo. Primero, con un par de miembros, como exploradores. Luego, tomando alguna casa. Finalmente, haciéndose con toda la colonia y expandiéndose por la ciudad.

 

La MS-13 y el Barrio 18 se extendieron en Centroamérica a mediados de los años 90 del siglo pasado. Llegaron de Estados Unidos cuando miles de hondureños, salvadoreños o guatemaltecos fueron deportados. Impusieron su nueva organización social, pelearon por cada metro de territorio y establecieron alianzas con otros grupos criminales hasta convertirse en el monstruo que son ahora. En sus manos está buena parte del tráfico de estupefacientes, se financian a través de la extorsión y controlan muchas de las colonias de Tegucigalpa, especialmente las más populares.

 

 

Tegucigalpa, 16 de noviembre de 2017. Tres integrantes de la pandilla Barrio 18, horas después de haber sido detenidos en un operativo policial, mientras trasladaban a un miembro de la pandilla MS, anteriormente secuestrado, en la colonia Kennedy.

 

 

 

Desde hace siete años, ni hacer pintas (graffitis) en las calles les permiten a los barristas, explica “Memo”. Podría ser peor. En colonias donde impone la ley el Barrio 18, hay aficionados al fútbol que hasta tienen prohibido ir al estadio. Se ven obligados a quitarse la playera, acudir de civil al campo y, una vez arropado por los suyos, enfundarse sus colores.

 

“Memo” incluso recuerda cómo en 2013 la MS-13 emitió una especie de fatua por la que prohibía acudir al fondo del Estadio Nacional. Miembros de la barra habían golpeado a unos pandilleros y se trataba de un crimen que merecía una penitencia. “Solo íbamos 60 personas. La gente tenía miedo”, recuerda. En realidad, el castigo no terminó de levantarse nunca, aunque poco a poco los aficionados recuperaron las ganas por acudir al estadio.

 

La violencia de las pandillas no ha sido nunca el principal problema de “Memo”. Al menos, no el más directo. Una de las cosas que más recuerda de su infancia, dice, era el acoso que sufría por su condición de pobre. Es el cuarto hermano de una madre soltera que trabajó duro para que pudiesen ir a la escuela.

 

“La mayoría dejó los estudios”, afirma. Según sus cálculos, solo dos de sus 200 compañeros han terminado en la universidad. Él, ahora, estudia Periodismo en la Nacional Autónoma de Tegucigalpa. A pesar de ello, le queda el estigma de la exclusión. La herida que te deja que te marginen porque el dinero no te alcanza. “Se reían de mí por oscuro, por el color de mi piel, me pegaban y me quitaban las 25 lempiras (Q7,8) que me daba mi madre para el almuerzo”, relata. Dice que desde entonces ha tenido un “carácter depresivo”.

 

Se ha intentado suicidar dos veces. Ha sido internado en el Hospital Psiquiátrico Mario Mendoza. Ha recibido tratamiento. Considera que el mejor medicamento se lo proporcionaron sus compañeros de la Ultra Fiel. Hasta 60 llegaron a verle un día cuando estaba ingresado después de un intento fallido de acabar con su vida. “Esto es como una familia”, señala. Esta frase la repetirán muchos de los barristas entrevistados, tanto seguidores del Olimpia como miembros de Revolucionarios que animan al Motagua.

 

 

Johan Emerson Rubio Flores, conocido como “Memo”, de 28 años, miembro de la barra Ultra Fiel. Reside en la colonia El Porvenir, una de las tantas zonas rojas de la ciudad, donde trabaja como albañil.

 

 

 

En 2012 tuvo una hija, Emily Elisabeth. Su mamá, la antigua novia de “Memo”, no era ultra, aunque le acompañaba en los desplazamientos. Hasta tal punto se sumaba a estos viajes que la niña casi nace en El Salvador. “Tuvimos al chófer acelerando, avisándole de que sería su culpa si nacía guanaca”, dice. No volverá a sonreír al hablar de este asunto. Las cosas no eran fáciles. Trabajaba, estudiaba, no tenía tiempo para nada, aunque tampoco dejó la barra, y la relación se deterioró. Se separó de su esposa y lleva desde 2015 sin ver a su hija, ya que firmó la entrega de la patria potestad cuando su antigua compañera encontró otra pareja.

 

Cree que el hecho de ser barrista era algo que le perjudicaba de cara a la decisión del juez. “Todavía me duele”, asegura. La última vez que tuvo noticias de su exmujer y su hija, ambas se encontraban en México, de camino hacia Estados Unidos. Un millón de hondureños reside ahí. Si se toma en cuenta que en el país centroamericano apenas residen ocho millones de personas puede medirse bien el nivel del éxodo.

 

“Estoy vivo gracias a la barra”, insiste. Entre los motivos que le llevaron a querer poner fin a su vida enumera el despido de un trabajo, una novia que le dejó y el asesinato de Paulo, uno de sus mejores amigos, al que descerrajaron varios tiros junto a su primo, un pequeño vendedor de drogas. En todas estas historias siempre hay alguien que termina muerto. Esa es la diferencia con cualquier otro relato de adolescentes en otra parte del mundo. Honduras es un país que chorrea sangre y chavales como “Memo” aprenden a convivir con los homicidios o con la posibilidad de ser ellos mismo el cadáver. Es parte de su rutina. Esto no implica que no duela, solo que a todo se acostumbra uno.

 

En 2017, 3.791 personas fueron asesinadas en Honduras, según el Sistema de Estadística Policial en Línea (Sepol), lo que significa una tasa de 42,8 muertes violentas por cada 100 mil habitantes.

 

La Organización Mundial de la Salud considera “pandemia” de violencia cualquier cifra que supere los 10 homicidios por cada 100 mil habitantes. Los asesinatos han disminuido de forma notable desde 2011, cuando la tasa alcanzó los 86,5 por cada 100 mil. Pero Honduras sigue siendo una de las sociedades más violentas del mundo.

 

Las causas del elevado número de asesinatos son diversas. Está la guerra por el territorio entre las pandillas, represalias a quien no paga la extorsión o ajustes de cuentas por el narco. También el Estado tiene su responsabilidad. Se han reportado denuncias por ejecuciones extrajudiciales a cargo de la policía. En el país centroamericano siempre existe una buena razón para matarse, por lo que el fútbol es una excusa como otra cualquiera.

 

No se puede desligar la violencia de la desigualdad. En Honduras, el 60.9% de la población se encuentra en situación de pobreza, según el Instituto Nacional de Estadística.

 

 

El asentamiento donde viven Belkin Canale, de 21 años, y sus hijos Zamaria de 6 y Henry de 3, carece de agua potable. Por eso, aprovechan la desembocadura de una tubería para lavar ropa y bañarse, en una calle de la colonia El Porvenir, en Tegucigalpa.

 

 

 

“La barra me ha salvado la vida”, afirma “Memo”, a pesar de todo. Ahora, aspira a marchar a Costa Rica, donde vive Leidy, una novia a la que conoció por internet y recuerda entre risas, la cara que puso el papá de ella cuando vio que un hincha de la Ultra Fiel iba a dormir en su casa. Primero, se negó. Al final, tuvo que aceptarlo. Tenía sus razones.

 

La fama de los ultras del Olimpia les precede. Él la había comprobado de primera mano en 2005, como miembro de la barra La 12 del Ajuelense, uno de los principales equipos de Costa Rica. Los que ahora son compañeros de la pareja de su hija les robaron y les golpearon como bienvenida. Cosas que pasan en estos desplazamientos.

 

“Memo” quiere romper con el estigma del barrista. Reconoce que él también tuvo prejuicios. Su primo es uno de los fundadores de la Ultra Fiel y él les criticaba antes de conocerlos. Creía que el fondo, solo estaba lleno de “borrachos y marigüaneros”. Nada más lejos de la realidad. “Aquí hay gente con estudios, gente que trabaja y, bueno, también los que hacen picardías”, explica, para lanzar una frase que se repetirá en muchas entrevistas: “somos barristas, no mareros”.

 

 El intento de vincular a las barras con las pandillas en los medios de comunicación es recurrente, lo que provoca que las aficiones se cierren en banda y desconfíen de los periodistas que se acercan. “Yo no soy violento. Nunca lo he sido. Siempre era el que separaba en las peleas, hasta que me cansé”, asegura.

 

En 2017, 3.791 personas fueron asesinadas en Honduras, según datos oficiales, lo que significa una tasa de 42,8 muertes violentas por cada 100 mil habitantes.

 

“Memo” conoce bien hasta qué punto la violencia puede ser arbitraria. Su último incidente ocurrió el 16 de noviembre. Trabajaba en una barbería de la colonia Buenos Aires desde hacía un año. Le cortaba el cabello a un cliente. Muy concentrado debía encontrarse, porque tardó mucho en darse cuenta de que un pandillero había desenfundado y le apuntaba a la cabeza con una pistola. “Lárgate, no queremos volver a verte aquí”, le dijo.

 

El joven apenas tuvo tiempo de salir por la puerta, recibir varios golpes y terminar por sentirse agradecido de tener la oportunidad de recibir un aviso y no terminar con restos de su cerebro esparcido en la ropa del cliente. De ese momento recuerda al parroquiano cubriéndose en posición fetal y a su jefe intentando defenderle. También este se llevó una paliza por intentar explicarles que su empleado era un buen chaval, que tenía 30 clientes a su cargo, que todo aquello resultaba improcedente.

 

Es posible que la razón exacta por la que los pandilleros amenazaron a “Memo” no la conozcamos nunca. Puede que por ser vecino de la colonia El Porvenir, controlada por la MS-13 y con la que los del Barrio 18, la pandilla rival, o bandas como Los Chirizos, o El Combo Que No Se Deja mantienen una guerra por el territorio que ha quedado latente; ser de un barrio manejado por un grupo y cruzar a otro en manos de sus rivales puede ser suficiente para que te maten. Puede que por que le identificaran como barrista; los pandilleros no ven con buenos ojos a los ultras.

 

Consideran que suelen “darse color”, que con la bulla atraen a la policía y que luego son ellos los que terminan pagando los platos rotos cuando aparecen los agentes e interrumpen negocios como el menudeo de droga o la extorsión. El caso es que “Memo” se quedó sin trabajo porque regresar habría sido como acudir voluntariamente al matadero.

 

Por su empleo en la peluquería cobraba entre 350 y 400 lempiras (Q 109 y Q 125) diarias, mientras que ahora recibe aproximadamente 234 lempiras (Q73) por jornal como albañil.

 

“Cuando cantas un gol todo explota, sacas fuera la frustración”, explica “Memo”. Estamos en el Estadio Nacional, juegan el Olimpia y el Marathon. La vida no es sencilla en Honduras pero ahora se escucha “vamos león” desde el fondo sur, la barra ruge y, en realidad, lo que ocurra en el campo tiene algo menos de importancia que la intensidad tras las rejas que separan a los barristas del resto del estadio.

 

A “Memo” le gustaría terminar sus estudios, mudarse con su novia a Costa Rica, vivir una vida.

Lo que no va a dejar es la pasión por el Olimpia. Ni escuchar quiere de acudir como invitado a ver a un equipo tico. Se puede cambiar de cualquier cosa, menos de club.

 

En la colonia 21 de Octubre de Tegucigalpa, Jorge Antonio Galeano, de 24 años, conocido en la barra Ultra Fiel como "George", cuida a los dos hijos de su hermana, Blanca, madre soltera, que por el día cursa el último año de medicina.

 

 

 

 

 

 

 

Auge, guerra y pacificación: la historia de las barras en Honduras I (Ultra Fiel)

El exterior del Estadio Nacional es un horno antes del partido del Olimpia contra el Marathon. Es el 19 de noviembre de 2017, y antes de entrar al campo,  la Ultra Fiel calienta (entiéndase calentar como sinónimo de chupar) en un callejón cercano. Toman cerveza, fuman mota, beben una mezcla de guaro con jugo.

 

Esta callejuela es una especie de refugio de los barristas, donde uno puede encontrarse aficionados cantando, peleas, un bolo tirado en el suelo tras no aguantar el ritmo de la bebida. También el escenario de muchos enfrentamientos, entre aficionados o contra la policía, que se han convertido en el día a día de las jornadas futboleras.

 

Algunos, los que no han reunido 70 lempiras (Q21) que cuesta la entrada, piden a los asistentes más pudientes una ayuda. Junto al Portón Sol Sur número siete, por el que entran los barristas, varias filas, relativamente ordenadas, aguardan para ingresar al fondo. En una de las calles que desembocan en el estadio, una gran tanqueta policial con cañón de agua. Se trata un vehículo empleado por los Cobra, una de las unidades de élite de la Policía Nacional de Honduras.

 

Una de las últimas ocasiones en las que se usó fue el 28 de mayo de 2017, durante la final entre el Motagua y el Honduras Progreso. Se habían vendido más entradas que personas cabían en el estadio y la policía actuó contra los aficionados. Murieron cinco personas. Entre ellos, Olman, uno de los líderes de Revolucionarios.

 

 

 

 

La "Ultra Fiel". Galería de fotos.  

En el interior del campo el despliegue policial es también inmenso. Cada vez que un barrista pone un pie en el estadio tiene que pasar a través de un túnel de uniformados hasta que caen en el que le corresponde. El procedimiento es conocido: brazos en alto, piernas extendidas, cacheo exhaustivo. Los aficionados entran de cuatro en cuatro hasta que los policías les dejan pasar. No se permiten armas, tampoco alcohol.

 

Algunos asistentes al campo, se quejan al ser retratados por los periodistas con las manos en alto. No quieren ser vistos como delincuentes. Están hartos de ello. Todos tienen experiencia en haber sido señalados como vagos, violentos, drogadictos o pandilleros.

 

“Nadie entra con un arma. La situación está más calmada de diez años para acá, aunque fuera hay más conflicto, ya que cuando salen se crecen entre la multitud”. El oficial Ramón Peralta es el encargado del dispositivo. Hoy se han desplegado 110 agentes en todo el estadio. De ellos, 30 antimotines están dentro de la jaula en la que se encierra a los barristas en el fondo. Así parece, una jaula, porque los aficionados están rodeados por vallas metálicas, como si hubiese que separarlos del resto de parroquianos. Como si resultasen una amenaza.

 

Los hechos violentos en torno al estadio son innumerables, así que tampoco es extraño que las barras estén perimetradas. De hecho, fueron los propios integrantes de las peñas los que propusieron esta medida, como mal menor ante una ofensiva criminalizadora.

 

Pero volvamos a los minutos antes del partido, al momento en el que la Ultra Fiel ha llegado en diversas caminatas y sus miembros se juntan bebiendo guaro antes del partido. Entre ellos se encuentran Saravia, siempre acompañando a Melbin Cervellón, el líder de la barra, y Ricardo Daniel, “Serapio”, representante de las nuevas generaciones. “Es como una enciclopedia, sabe todo de la historia de la ultra”, dicen sus amigos. “Serapio” también es conocido por ser el joven al que la policía dejó convulsionando tras una brutal paliza que varios uniformados le dieron hace un año. Ahora le toca ejercer como profesor de Historia.

 

“Serapio” recuerda el 17 de agosto de 1990, aunque lo dice de oídas, porque en ese momento poco podría acordarse, teniendo en cuenta que es apenas un veinteañero. Aquel día, en San Pedro Sula, la segunda ciudad más importante de Honduras, se fundó la Ultra Fiel como barra del Olimpia, el club más antiguo del país centroamericano, con 105 años de historia.

 

Saravia fue de los primeros, pero prefiere dejar que sea el cipote el que explique la evolución.

Otra historia no oficial dice que fue Carlos Prono, mítico portero argentino que militó en el Olimpia, quien importó de su país el modelo de cánticos tan popular en estadios como la Bombonera, el hogar del Boca Juniors.

 

Según “Serapio”, no sería hasta 1998, cuando los primeros ultras de Tegucigalpa constituyeron sus peñas. En realidad, los hondureños llegaron tarde al crecimiento de unos grupos que en Europa u otros países de América Latina ya tenían dos décadas de historia.

 

En esos primeros momentos, la logística (mantas, bombos) la ponían los sampedranos. Así fueron formándose peñas como “los blasfemos”, los “psicópatas” o las “vampiras”, que son la única peña formada solo por mujeres.

 

A partir de entonces, la historia es conocida: un crecimiento que les ha llevado a tener más de siete mil miembros en todo el país, una vida organizada en torno al fin de semana, cuando juega el Olimpia, los viajes, las peleas, los mártires. En las inmediaciones del estadio uno puede darse cuenta de que el culto a los muertos, el recuerdo de los que cayeron, está muy presente.

 

Si eres barrista hay tres posibilidades por las que puedan matarte, además de los riesgos habituales en un país como Honduras: 1) enfrentamiento con una barra rival. 2) enfrentamiento con la Policía. 3) enfrentamiento con las pandillas.

 

“Ser de la barra es complicado, la policía te para, te incrimina, piensa que eres un delincuente. Por otro lado, están las pandillas, que nos ven como una amenaza, como una competencia”, dice “Serapio”.

 

En el estadio, al fondo a la derecha, fuera de las rejas, hay un espacio en que se ubican los miembros de la barra que han sido castigados por comportamientos contrarios a las leyes internas. Ahí también se colocan miembros de las pandillas que tienen permiso para acudir al estadio. La identidad es una cuestión fundamental en estas estructuras y no puede existir otra, como el equipo de fútbol, que contravenga a la principal, la de la mara. Acompañan los cánticos y saltan con los goles, pero en otro espacio bien definido, como una recreación de la barra en otra parte del estadio.

 

La presencia de los muertos, antes y durante el partido, es continua. Están en las playeras, con su nombre, fecha de nacimiento, un verso. Están en los cuerpos de los barristas, a través de un tatuaje. Como Jorge Galeano, que muestra una camiseta con el rostro de un joven. Se llamaba Chechu.

 

“Era como mi hermano”, dice, mostrándolo con orgullo. Murió hace cuatro meses, durante una semifinal contra el Motagua. Hubo pelea en el exterior (siempre hay pelea en el exterior, por eso la Policía intenta espaciar la salida de una y otra afición) y a Chechu le pegaron un tiro. La diferencia entre las broncas por fútbol en Honduras y en otras partes del mundo es que aquí se resuelven a balazos.

 

 

Belinda Azucena Cerrato, de 54 años, hincha del Olimpia, perdió tres hijos por ser miembros de la Ultra Fiel. En las imágenes, la nieta, Johana Alexandra, de 9 años, toca el violín en la casa de la abuela, donde vive junto con tías y primos..

 

 

 

Sobre eso puede hablar bien Belinda Azucena Cerrato, de 54 años, una histórica de la Ultra Fiel que ha perdido a tres hijos. Al primero, Giovanni Alexander Martínez, lo mataron por la espalda en una fiesta. Nunca supo quién ordenó apretar el gatillo. Al segundo, Humberto Martínez Soto, hijo de su esposo pero como si fuese también suyo, fue asesinado por un policía cuando salía de celebrar una victoria del Olimpia.

 

“Al agente lo protegieron, le llevaron a otro lugar”, se queja su madre. El tercero, Juan Ángel Martínez, perdió la vida en un accidente de moto, un 24 de diciembre, cuando le dijeron que otro miembro de la barra había sido asesinado. Al final, la mala suerte quiso que él fuese el muerto.

 

“Las cosas de Dios ya están dadas”, dice Belinda Azucena, sentada en su domicilio en la colonia del Alto de Mayangle. Habitualmente, los liderazgos en las barras los ejercen los hombres. Pero esto puede resultar engañoso. Mujeres con Azucena son matriarcas con respeto bien ganado, viudas, las que se quedan. Como Jessica, una mujer que no sonríe nunca, ni siquiera cuando posa frente a su casa, abrazada a su hijo Antony.

 

Su esposo, Dennys Fernando Rodas, conocido como el Flecha por su estatura, era barrista desde el año 2000. Siete años después cayó en una emboscada organizada por hinchas rivales. Dejó mujer y tres hijos.

 

Por eso Jéssica no sonríe, ni siquiera frente al mural que los muchachos de la peña Santa Fe dedicaron a la memoria de su esposo difunto. “Sólo Dios supera este sentimiento”, se lee en la pared.

 

“No puedo vivir con resentimiento”, afirma Belinda Azucena. Sobre los barristas, resume una idea que se escucha mucho entre sus filas: no es bueno generalizar. “Les dicen vagos, ladrones, drogos. Pero en un grupo hay de todo, también en el Estado”, asegura. “¿Dónde hay más corrupción?”, pregunta, para responderse a sí misma: “en el Poder”. “¿Quiénes pagamos?", concluye. "Los más pobres.”

 

Si eres barrista hay tres posibilidades por las que puedan matarte, además de los riesgos habituales en un país como Honduras: 1) enfrentamiento con una barra rival. 2) enfrentamiento con la Policía. 3) enfrentamiento con las pandillas.

Azucena quiere mirar hacia adelante. Expresa un tremendo orgullo por sus hijos. Reitera que ellos eran los primeros en defender que la violencia y los excesos tenían que desaparecer de la barra. Suficiente, con todo lo que ha tenido que pasar.

 

Melbin Cerbellón, líder de la Ultra Fiel, y Jairo Martínez, líder de Revolucionarios, han tratado de implementar programas de prevención de violencia en sus aficiones. No siempre tuvieron éxito. La estigmatización que sufren estos colectivos les deja fuera de los programas de cooperación internacional y de las organizaciones sociales.

 

Como ha ocurrido en otros países del mundo, la violencia entre las barras llegó al terreno político. Se da la paradoja de que antiguos jugadores, tipos a los que los aficionados idolatraban, son quienes propusieron una Ley Antibarras que incide en las medidas coercitivas: prohibición de entrar al estadio, arrestos, multas millonarias para los clubes. “Muchas veces este tipo de medidas son propuestas por exjugadores que no saben ni papas del tema y son ellos los que proponen salidas y abordajes de ese tipo”, dice Luis Redondo, diputado y promotor, desde 2006, de una barra que acompañe a la selección nacional de fútbol.

 

Los enfrentamientos entre distintas aficiones son habituales, explica Diego Vásquez, oficial de Policía de Honduras, encargado de prevención en los estadios. Afirma que las diferentes barras colaboran con las autoridades, que intentan mantener el control y que si alguien va muy drogado o excesivamente tomado, los líderes lo sacan del estadio. Sin embargo, nunca es suficiente.

 

“Si las aficiones se encuentran, siempre hay violencia”, dice. Pero esto es solo una parte. En su opinión, existen estructuras criminales que se infiltran en las barras. “Las pandillas están dentro”, asegura. Aunque si uno pregunta a líderes de la Ultra Fiel o de los Revos, encuentra otra respuesta: el intento por parte de las maras de cooptar a la primera línea de los seguidores de los principales equipos se ha encontrado con cierta resistencia en el fondo de los estadios. Hay que elegir. No se puede ser barrista y pandillero. Aunque esto no implica que no exista porosidad entre ambos grupos.

 

 

 

 

Auge, guerra y pacificación: la historia de las barras en Honduras II (Revolucionarios)

Es 18 de noviembre de 2017. Un microbús sale de la colonia Quezada. En su interior, jóvenes del bloque Irreverentes, una de las peñas de la Revo, como también se conoce a Revolucionarios, se dirigen hacia el estadio. En el vehículo no cabe un alfiler, apenas se puede respirar, los aficionados entonan cánticos de apoyo al Motagua mientras saltan en los pequeños espacios que ocupan cada uno, es como una masa azul en la que, de repente, sobresalen los ojos de un niño, que acompaña a su mamá al estadio con cara de susto, la pasión por la barra se traspasa de padres a hijos, así que es previsible pensar que, dentro de unos años, él será uno de estos jóvenes entregados al equipo.

 

Al cruzar el centro de la ciudad, varios chavos se suman a las ventanillas del microbús mostrando el gesto de las garras del águila, símbolo de la afición. Da la sensación de que lo hagan por dos motivos: por provocar a los que se cruzan con la caravana y, cómo no, como método para reivindicar su identidad colectiva.

 

El microbús para frente a un puente antes de llegar al estadio. Hacia el coloso se encamina una especie de río azul, al paso que marca un bombo decorado con la imagen del Che Guevara.

 

En el exterior del estadio la situación es insólitamente tranquila. No hay enfrentamientos con la policía, ni escaramuzas entre algún aficionado que se ha pasado con el alcohol. Hay tanta calma que un aficionado se acerca y comenta que la única explicación posible es que las autoridades hayan tenido conocimiento de la presencia de periodistas extranjeros y estén tratando de mantener la situación a raya pero sin usar la fuerza bruta como suele ser habitual.

 

Un joven se acerca a una de las señoras que venden baleadas frente a la entrada y le propone comprar un celular de dudoso origen. La venta debería proveerle el acceso. La transacción se produce a plena vista de todos.

 

La fila de los hinchas para entrar es larga y pasa por una sola entrada. El protocolo es el mismo que en el caso de la Ultra Fiel. Todos de uno en uno, las mujeres primero, nadie pasa sin ser revisado. En este punto es habitual la disputa entre los líderes de la barra y las autoridades sobre qué puede o no puede introducirse en el estadio. En este caso, Jairo Martínez, líder nacional de los Revos, discute con los agentes porque han decidido que los bombos no pasan. Dejarlos en el exterior es impensable.

 

Quedarían a merced de los ladrones o, todavía peor, de un grupo de rivales, pongamos de la Ultra Fiel, que afanasen el instrumento y pudiesen exhibirlo como símbolo de humillación del enemigo. Poco a poco, los responsables de seguridad del estadio han incrementado el número de útiles vetados: empezaron por la pirotecnia y ahora también hay problemas para introducir mantas gigantes. Aunque toda ley tiene su trampa y las prohibiciones no siempre se cumplen.

 

Al igual que ocurre con sus rivales del Olimpia, los mártires también tienen su lugar preferente. Varios jóvenes muestran una playera con el rostro de Josué Suárez, “El Cóndor”, uno de tantos caídos por la barra.

 

 

Los "Revolucionarios". Galería de fotos.

 

El origen de los Revolucionarios del Motagua es posterior al de la Ultra Fiel. Lo explica Carol Bustillo, de 47 años. Ella es una de las fundadoras, parte de la veintena de seguidores que, en 1999, dejó plantada a la que entonces era la principal hinchada del Motagua, la Macroazzurra. Lo cuenta con orgullo, como quien relata un episodio de la Historia con mayúsculas de la que ha sido protagonista. Explica que no estaban satisfechos con el nivel de implicación de la hinchada, que eso de quedarse sentados les parecía escaso. Así que empezaron a cantar. Se levantaron. Armaron bulla. Sus mayores les miraron como a locos. Así llegó el cisma. “La macro nos exilió”, dice, riéndose.

 

Fundaron Los Dementes, el primer comando de la barra, y se estrenaron en un partido ante el Victoria de Ceiba. Establecieron la garra como saludo. Bustillo explica que en los primeros tiempos todos tenían un carácter progresista, que por eso adoptaron a Ernesto Che Guevara como uno de sus símbolos y rechazaron los liderazgos, buscando una organización más horizontal.

 

Ahí empieza su propia historia de fútbol y violencia. “La guerra era primero entre barra y barra. Luego se involucraron las pandillas”, explica.

 

Dos hitos: el golpe de Estado de 2009 y la confrontación con las maras, unas estructuras criminales que en aquel momento comenzaban a hacerse con todo el territorio.

 

“En el golpe nos unimos las dos barras, ambas estábamos en la lucha y volvimos a ser perseguidas”. Recuerda los tiempos de las caras tapadas, los lacrimógenos. Algo parecido a lo que ocurre actualmente en muchas calles de Honduras después de las elecciones del 26 de noviembre, que concluyeron con el Tribunal Supremo Electoral dando la victoria a Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional, y con el candidato opositor, Salvador Nasralla, cantando fraude.

 

Con las pandillas también se estableció un conflicto desigual. Bustillo dice haber tenido que cambiar de casa en cinco ocasiones en los últimos años. Su último domicilio es el que más le ha durado, lleva ya tres años. Explica que, durante mucho tiempo, su vivienda fue una especie de refugio para quienes huían de la policía tras algún enfrentamiento. Cuenta que entre 2006 y 2012 los muertos eran muy periódicos, que casi no habían enterrado a alguien y tenían que organizar un nuevo velorio. Ironiza con que estuvo a punto de aprender a hacer autopsias. Lamenta que haya integrantes de la barra que terminaron por integrarse a una pandilla.

 

En este punto, hay que distinguir entre barras y pandillas. Ambas están conformadas mayoritariamente por jóvenes y ambas han tenido vocación de control territorial en algún momento de su historia. Sus integrantes suelen formar parte de las clases más excluidas, aunque esto en realidad es un síntoma de todo el país, hundido en una grave situación de pobreza. Pero las primeras tienen en el fútbol su máximo común denominador, aunque a veces, en el fondo del estadio, de la sensación de que el partido es lo de menos.

 

En el caso de las pandillas, la identidad es también un elemento fundamental, casi absoluto y, al contrario que en las barras, desaparece la potencialidad de transformación social. Hay jóvenes que encuentran en las maras “ventajas” que no tienen las barras, como el pago por determinadas actividades, generalmente delictivas como la extorsión.

 

Probablemente fue de tanto chapotear entre la sangre que Bustillo llegó a la conclusión de que había que parar. Ella fue una de las que comenzó el proceso de pacificación. Ahora se le puede ver compartiendo mesa en una conferencia con personas que en el pasado fueron enemigas, como Melbin Cerbellón, líder de la Ultra Fiel.

 

Esto no implica que los enfrentamientos hayan desaparecido.

 

Carol Bustillo, de 47 años, una de las fundadoras de la barra Revolucionarios, hinchada del Motagua. Durante mucho tiempo, su casa fue una especie de refugio para quienes huían de la policía tras algún enfrentamiento.

 

 

Según cifras de las propias barras, al menos un millar de integrantes de la Ultra Fiel y Revolucionarios han perdido la vida en la guerra entre aficionados, 500 por cada afición. Apoyados por la oenegé Interpeace, desde 2009 se encuentran en un proceso de pacificación. Un programa, explica Otto Argueta, representante de esa entidad, que busca contribuir con la reducción de violencia en el país a través de la “mediación y la transformación de conflictos”. Se trata de “potenciar la cohesión y solidaridad” entre miembros de diferentes barras a favor de la no violencia. “Es uno de los caminos que hacen posible la transformación de ciclos de violencia, exclusión y marginalidad”, afirma.

 

Hace unos años, ver juntos a líderes de la Ultra Fiel como Melbin Mervellón o de Revolucionarios, como Jairo Martínez, parecía imposible. Ahora, comparten mesa en actos por la no violencia. Aunque no se ha logrado erradicar del todo.

 

El sábado, 16 de febrero, la prensa hondureña reflejaba nuevos enfrentamientos entre aficionados merengues y azules en Choluteca, 150 kilómetros al sureste de Tegucigalpa. Hubo piedras, golpes y disparos. Al menos un joven murió.

 

 

 

 

 

Visitas a la cárcel y un sueldo del Partido Nacional

Denise Mendoza tiene 18 años, aspecto frágil y reservado pero una fortaleza que para sí ya quisieran muchos de esos hombretones que aprovechan la barra como escape de testosterona. Suele decirse que los niños nacen con un pan bajo el brazo. En su caso, debería venir envuelto en una bufanda de los Revos, la barra del Motagua, el segundo club de Honduras. Lleva siguiendo al equipo desde que apenas levantaba un palmo del suelo.

 

No en vano, es hija de Wendy Mendoza, conocida como “mamá Revo”, una especie de matriarca. Preguntar por ella en la barra es llegar a decenas de historias en las que la policía trata de arrestar a algún joven pero no lo consigue por la intervención de la mujer.

 

Cada vez que había problemas, aparecía y se llevaba a sus hijos bajo su custodia. “¿Es tu hijo”?, cuenta Mendoza que le preguntaban a su mamá los agentes. Ella siempre decía que sí. Y todos aceptaban formar parte de este teatro que servía para que, al menos, algún chaval no durmiese en la bartolina esa noche.

 

Denise, 18 años, sonríe en la carpa de promoción electoral del Partido Nacional, donde trabaja, el miércoles 15 de noviembre de 2017.

 

 

Un día de abril del año pasado, varias patrullas de la Policía Nacional irrumpieron en el domicilio buscando a “mamá Revo”, y su hijo Leonardo, líder de Los Irreverentes, una de las peñas del Motagua, en la colonia Quezada, una zona humilde de Tegucigalpa. Ambos fueron arrestados y encarcelados tras el allanamiento. En este barrio, en el que los agujeros de la acera y la carretera forman parte del paisaje y donde todo el mundo sabe que gobierna la MS-13, la casa de los Mendoza era una suerte de sede oficial no declarada de la barra.

 

“Aquí tenemos las mantas, los bombos, nada más”, explica la muchacha, sentada en una carpa del Partido Nacional (PN), la formación que lidera el presidente Juan Orlando Hernández. En el momento de la entrevista, a finales de noviembre, Honduras se encontraba en la recta final de la intensa carrera electoral.

 

Tocará hablar de eso después. Ahora, Denise Mendoza recuerda vívidamente aquella madrugada cuando los policías entraron a las seis de la mañana y se llevaron a su madre y a su hermano. El acceso a la vivienda es a través de un estrecho callejón al que se accede desde la vía principal. Apenas habría espacio para la decena larga de agentes que se plantaron frente a la casa.

 

Mendoza dice que los uniformados buscaban drogas. Niega que su hermano guardase nada que no fuese el material de la barra y acusa a los agentes de haber introducido una pistola. La madre, acostumbrada a dar la cara por sus “ahijados”, también salió en defensa de Leonardo. Al final, terminaron los dos en la cárcel. La una, en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social, conocida como Cefas y que se ubica en Támara, 32 kilómetros al norte de Tegucigalpa. El otro, en la Penitenciaría Nacional Marco Aurelio Soto.

 

 

 

Denise junto a su madre, Wendy, conocida en la barra como "Mamá Revo", actualmente privada de libertad en la cárcel femenina de Tegucigalpa, en una foto familiar. 

 

Su madre y su hermano fueron acusados de guardar un arma que no era de su propiedad. Permanecen encerrados a la espera de juicio. El abuso de la prisión preventiva es una de las razones que explica el hacinamiento de las cárceles en Honduras. En febrero de 2017 había 17,712 presos. De ellos, solo 8,302, algo más de la mitad cumplía condena.

 

Al ser encarcelada Wendy, su madre, Denise Mendoza asumió su papel. Especialmente, a la hora de sacar adelante a la familia. Para ganarse la vida, “Mamá Revo” era responsable de 30 colonias para el PN. Cobraba 4 mil lempiras (Q1,247), la mitad del salario mínimo, por liderar un programa denominado “Guía de familia”, por el que se encarga de censar las colonias, barrer las calles o controlar quién tiene necesidad de que el Gobierno le entregue una vivienda protegida. Se trata de un modelo clientelar en el que se mezcla el partido oficialista y el Ejecutivo.

 

Los “guías de familia” cobran de los “cachurecos”, que es como se conoce a la formación de Juan Orlando Hernández. Sin embargo, sus labores se parecen más a las que desarrollaría un técnico de la administración. En el momento de la entrevista, en una carpa en la que se hacía proselitismo del PAN en la colonia de Quezada, la gran preocupación de los presentes era que Hernández perdiese las elecciones. “Si gana la oposición, nos quedamos sin trabajo”, reconoce Alicia Mendoza, también empleada del PN.

 

Junto a ella, Fernando Joel, un joven que trabaja para el partido oficialista y que dejó la barra en mayo pasado después de recibir un disparo tras un partido. “Nadie da chamba a quien ha pertenecido a una barra o anda tatuado”. Existe una delgada línea entre el asistencialismo y el clientelismo. Especialmente en un país que se encuentra entre los más desiguales del mundo.

 

“El PN está haciendo las cosas bien. Libre, el partido de la oposición, quiere intimidar”, asegura Joel.

 

 

En el microbús rumbo al estadio, antes del partido entre Motagua y Platense, el domingo 12 de noviembre de 2017, Denise brinca y canta a la par de los integrantes de su segunda familia.

 

Para él, el fútbol, animar al equipo, es sinónimo de desahogo. Dice que, al menos, su colonia es tranquila. La controla la MS-13 y, según explica, no les ponen problemas para salir con sus playeras azules. “Ser miembro de la barra es un sentimiento, es amar al equipo y compartir con la barra”, afirma. “Me he retirado por lo que pasó, pero pienso volver, no voy a dejar a mis amistades”, agrega.

 

Las relaciones dentro de la barra van más allá de la camaradería. “Es pasión y amor”, insiste Mendoza. Su casa, el lugar del que la policía arrancó a su madre y su hermano, es una especie de museo del Motagua y de los Revos. “La barra nos da el cariño que no te da la familia”, resume. Un ejemplo del miedo a la policía: en realidad, todo el material que enseña, las banderas, las mantas, las playeras, estaban en otra vivienda, la de un familiar. Mendoza teme que si los agentes regresan a una casa que ya tienen fichada y hallan evidencias de su pertenencia a la barra pueda tener problemas con la justicia. Y con lo que tiene ya es suficiente.

 

 

 

 

 

Asesino, traficante, barrista y ahora evangélico

La primera vez que maté lo hice por saber qué se sentía”. A Miguel Ángel Agüero, de 34 años, fue necesario cambiarle el nombre para este reportaje. Según su propio relato, fue un asesino que ha dejado por el camino más de medio centenar de cadáveres. En su opinión, ha saldado sus cuentas con la justicia.  Junto a Jonathan Alberto Martínez, "Mono" , también de 34 años, u Homer Valle, de 21 años, forma parte del ministerio evangélico “Unidos por la Cruz”. Él será el único que no quiera aparecer en las fotografías.

 

Encima de la cama, en la casa ubicada en la colonia Monterrey, las dos vidas de Jonathan Alberto Martínez, el "Mono", se resumen simbólicamente entre las camisetas del Olimpia, del cual fue barrista, y la biblia, gracias a la cual abandonó su vida delictiva.

 

 

La primera vez que apretó un gatillo tenía 12 años. Un tipo de 21 le había pedido diez lempiras y terminó robándole un llavero. Mala decisión, pero no es lógico pensar que le afanas algo a un niño y vas a terminar acribillado. Agüero, todavía un crío, le provocó para que le siguiese hasta su casa, donde sabía que su papá guardaba un revólver. Su futura víctima, el que tenía firmada su sentencia de muerte por robar un llavero a quien no debía, aún tuvo tiempo de preguntar en voz alta que quién carajo era ese niño.

 

“Este niño es el que te va a matar”, respondió Agüero. Apretó seis veces el gatillo y lo dejó ahí. Entonces sintió miedo. Sin embargo, se acordó de su primo, miembro de la pandilla Mao Mao, uno de esos grupos que terminaron engullidos por la MS-13. Un año antes, le había llevado con él para cometer un homicidio. “Tú harás lo mismo”, le dijo entonces. Había cumplido con el acuerdo.

 

Ese mismo niño que con doce años ya consumía mota y cocaína y había aprendido a matar acude ahora a los partidos para hablar de Dios a los barristas.

 

¿Por qué contar todo esto? “Espero que alguien lo lea y no cometa los mismos errores”, dice Agüero, sereno. La guerra ha cobrado otro sentido. El combate que libra tiene que ver con lo divino y los combatientes son sus compañeros religiosos. “Guerreros”, se llaman unos a otros mientras dedican todo su tiempo a la evangelización. Acuden a los barrios que nadie quiere pisar y ofrecen ayuda a los más excluidos dentro de la marginalidad. En realidad, hacen lo mismo que en algún momento alguien hizo por ellos.

 

El relato de Agüero, siempre vestido de la manera más pulcra, siempre terriblemente educado, daría para una radiografía del crimen en Honduras. Si se lee la narración de corrido uno empieza a notar que le falta el aire.

 

Nació en San Pedro Sula (“dicen que es una ciudad peligrosa”, ironiza), hijo de un barrista alcohólico y con un primo pandillero que le introdujo en la violencia. Este, cuando veía que el niño perdía una pelea, le ahogaba en la pila. También le obligaba a agarrar una pistola en los momentos en los que le notaba baja la autoestima. Dicho de otro modo: si vis pacem, para bellum.

 

Agüero narra su historia en su domicilio en una colonia popular de Tegucigalpa donde vive con su actual pareja, madre de los últimos tres de sus cinco hijos, de 6, 5 y 2 años. Tras el primer asesinato, aunque no a causa suya, entró de lleno en la Ultra Fiel, que se convertiría en su “nueva familia”. A partir de aquí entramos en un mundo de diversificación del crimen. Por un lado, los negocios: venta de armas y de drogas. Por otro lado, el fútbol como espacio de socialización. Por último, los asesinatos, que no se convertirían en una forma de ganarse la vida hasta uno de los momentos en los que tocó fondo. Todo ello, de forma paralela, como si se tratasen de mundos diferentes.

 

Primero, el business. Tranquilamente, sin cambiar el tono de voz que tiene esa característica beata de los religiosos, Agüero explica cómo convirtió las remesas que le llegaban a un amigo desde Estados Unidos en un floreciente comercio de armas. Fabricaban “chimbas”, una especie de pistola artesanal hecha con dos tubos soldados que permiten solo un disparo y se las vendían a los Mao Mao. Al mismo tiempo, distribuía mota y cocaína que le llegaba desde Guatemala y trabajaba en una empresa como conserje. Para no darse color, vivía de este salario, lo que le permitía ahorrar lo que obtenía de los ilícitos.

 

 

Antiguos barristas que actualmente forman parte de ministerios evangélicos. 

 

Que el tipo que les proveía los estupefacientes estuviese enamorado de su hermano y les facilitase la cocaína con otras intenciones, solo es un detalle grotesco.

 

Agüero contaba ya ocho cadáveres. “Mataba por desahogo, no por negocio”, dice. Esto no implica que a veces alguien se cruce en el camino de los intereses de un traficante que tiene gusto por apretar el gatillo. Según explica, empezó a trabajar en una discoteca, que convirtió en el centro de su venta de drogas. Para hacerse con el control, mató a quien distribuía los estupefacientes.

 

Agüero sigue relatando una película de gánsters. Con 23 organizó la seguridad de una de las peñas de la Ultra Fiel después de que su líder fuese asesinado. Uno de los responsables de aquel homicidio recibiría 26 disparos como venganza cuando salió de prisión. Estamos en 2006, poco antes del auge de las barras. En este punto de la historia confluye la opinión de gente tan diversa: ser barrista se puso de moda. Hasta nueve mil personas participaban en la Ultra Fiel. La implicación contra el golpe de Estado de 2009 impulsó su crecimiento y, quién sabe, si también su decadencia cuando apareció un rival mayor: las pandillas.

 

“Teníamos limpia casi toda Tegucigalpa”, explica. Hablamos del momento del todos contra todos, la guerra por el territorio, la explosión de violencia que convirtió a Honduras en un país más parecido a un charco de sangre. Por un lado, las barras. Por otro, la MS y el Barrio 18. Para terminar de complicar las cosas, estructuras como los Chiricos, la Benjamin o el Combo Que No Se Deja. Y el Estado, que nunca ha dejado de ser vinculado con ejecuciones extrajudiciales y tramas ilícitas.

 

A partir de 2009, relata Agüero, llega el momento de la decadencia. Primero, exiliado en Guatemala, donde le acoge un amigo de la Ultra Sur, la barra del Comunicaciones, con quien la Ultra Fiel tiene una relación de camaradería (el caso guatemalteco es bien distinto, aunque existen enfrentamientos entre hinchadas, las barras no tienen la historia violenta de sus homólogas catrachas). El hombre explica que dejó Tegucigalpa porque sus colaboradores en todos los negocios ilícitos que regentaba habían empezado a caer.

 

Esto no implica que abandonase el crimen. Durante su estancia en Guatemala, se dedicaba a la clonación de tarjetas de crédito. Esta es la época más oscura de su vida. Cayó en una depresión, se dejó llevar por las drogas, su primera esposa, una lideresa de la barra, le dejó y comenzó una relación con otro conocido. Hundido, se abrazó, todavía más, a la delincuencia: robos de carros y motos, allanamientos en oficinas de oenegés, asaltos, sicariato. Llegó a recibir nueve puñaladas. Terminó viviendo bajo un puente, como un mendigo.

 

Wilmer Enrique López, de 19 años, exbarrista, lleva dos años de integrar el ministerio evangélico "Campanas de Gloria". En la foto, proclama la palabra de Dios enfrente del estadio de Tegucigalpa, antes del partido entre Motagua y Platense, el domingo 12 de noviembre de 2017. 

Antes de ver la luz, perpetró un último asesinato tras regresar a Tegucigalpa. Agüero recuerda que era una mujer de unos 40 años, que le habían dicho que no tenía hijos y que le pagaban 90 mil lempiras (Q 28 149,58). Dudó cuando comprobó que le habían mentido, que sí le acompañaban unos niños pequeños, pero terminó apretando el gatillo. La historia de Agüero, como la de muchos centroamericanos que encuentran en la religión una salida, cambia con la llegada de un predicador evangélico.

 

Llevaba 22 días sin salir de la champa en la que malvivía, cuenta, cuando llegó un pastor para darles comida. No resulta casual que ahora sea él quien, muchas mañanas, recorra las colonias más humildes de Tegucigalpa para despertar a los indigentes y regalarles un bocado. Él y sus compañeros, todos ellos antiguos delincuentes, son como un ejército de religiosos que explica por qué esta vertiente del cristianismo ha crecido tanto entre las capas humildes.

Pero la vida le tenía una última prueba.

 

En 2012 se mudó a San Pedro Sula, su ciudad de origen. Un antiguo barrista le ofreció trabajo como vigilante en la casa de un hombre. Ese hombre andaba en negocios turbios porque la policía agarró a Agüero con la pistola que le habían dado y le metió preso porque no tenía papeles. Entre 2012 y 2014, estuvo en prisión.

 

“Ya no tengo cuentas abiertas con la justicia”, dice.

 

Actualmente, es fácil encontrarle en las barriadas más pobres, como la Crucita o las inmediaciones del basurero, ofreciendo comida y oraciones a personas que duermen en la calle, a alcohólicos o drogadictos. Abrazar la fe evangélica es una de las pocas vías por las que un pandillero puede dejar la estructura criminal sin miedo a represalias.

 

 

 

 

 

Una vida huyendo de la barra rival, de las pandillas y de la policía

No puedo estudiar ni trabajar. Tengo miedo. Soy discapacitado, tengo tatuajes, he sido barrista. Tengo todas las plagas juntas”. Meicke Heicky Bonilla, 27 años, carga una historia tan densa que hay quien necesitaría varias vidas para poder abarcarla. Es delgado, moreno y siempre lleva un pañuelo en su cabeza.

 

También, y esto es importante, es hijo de Carol Bustillo, de 42 años, fundadora de la barra Revolucionarios. A Bonilla le dispararon en la cabeza con una escopeta cuando tenía 19. Se encontraba en Comayagua, 90 kilómetros al noroeste de Tegucigalpa. Peleaba con unos compañeros y un guardia de seguridad los sacó a tiros. Otro le dio en la pierna. Allá se había marchado porque desde joven andaba en la barra y ya había sufrido tres ataques armados. “Yo no era de los que salía corriendo cuando había problemas”, asegura.

 

Dice que él era diestro, pero que de tanto que tuvieron que hurgarle en la cabeza para sacarle la bala se volvió zurdo. Todo esto lo evoca en el acto de cierre de la campaña que la Alianza de Oposición contra la Dictadura celebraba el 20 de noviembre pasado en la colonia Kennedy de Tegucigalpa. En el escenario, José Manuel Zelaya, expresidente de Honduras y líder del partido Libre, y Salvador Nasralla, candidato opositor.

 

Bajo el brazo, el joven guarda un portafolio. Viene de reunirse con el Conadeh, el Comisionado de Derechos Humanos de Honduras, para alertarle que teme por su vida, que necesita una vía de escape. Regresa del encuentro con un acuse de recibo, pero sin compromisos.

 

 

Meicke Heicky Bonilla, de 27 años, hijo de Carol Bustillo, fundadora de Revolucionarios, encontró en la actividad política un refugio para protegerse de los golpes de la barra rival, de las pandillas y de la policía. 

El último suceso que lo había puesto en tensión fue un homicidio. Otro más. El 7 de noviembre, Mario Reiniery Sánchez, miembro del PAN, cayó asesinado a balazos cuando se encontraba en su casa, en la colonia 21 de octubre, a tres cuadras del domicilio de Bonilla.

 

Entraron unos hombres armados, le descerrajaron 16 disparos delante de su familia y dejaron el cadáver con un cartel en el que se podía leer su sentencia: estar vinculado al partido oficialista. Dos días más tarde, integrantes del Barrio 18 eran detenidos. A pesar de ello, Bonilla aseguraba que la sospecha siguió persiguiéndole. Por eso aquel día temía por su vida.

 

En los días que siguieron a la primera conversación, el joven colgó una fotografía en su perfil de Facebook. En ella mostraba su mano destrozada. Unos desconocidos habían tratado de acuchillarle cuando regresaba a casa. Bonilla logró parar el filo, que se dirigía hacia su estómago. Cuando vieron la sangre, los desconocidos se dieron a la huida.

 

No sabe por qué intentaron matarle. Ni quién lo hizo.

 

Pudo ser por su antigua participación en los Revos.

 

Quizás el responsable es algún miembro de la Ultra Fiel que quiso ajustar cuentas.

 

Pudo ser por rencillas con algún excompañero de su antigua barra que no le perdone su progresivo alejamiento del grupo.

 

Pudo ser un encargo de alguien que todavía cree que él tuvo algo que ver con el asesinato de Reiniery.

 

Pudo ser un pandillero, por algún problema originado en su colonia (actualmente controlada por el Barrio 18) o por antiguas rencillas relacionadas con el fútbol (algunas de estas estructuras criminales no permiten que aficionados se organicen en el barrio y les obligan a llegar al estadio “de civil” bajo amenaza de pena de muerte).

 

Pudo ser alguien que, simplemente, quería asaltarle.

 

Meicke sigue vivo, lo cual es una victoria en un país en el que se ha convertido en realidad la expresión popular “por la mañana uno sale de casa, pero no sabe si regresará”.

 

El joven tuvo su importancia en los Revos pero desde hace tres años está desconectado.

 

“Este sistema es caníbal. Te obliga a ser agresivo”, dice Meicke en una plaza cercana al domicilio que comparte con su madre. Habla insistentemente del futuro, quiere dejar atrás la violencia.

 

Si Agüero encontró la salvación en Dios, Meicke Bonilla ha hallado su alternativa en cuestiones más terrenales: el activismo político. En 2015 formó parte del movimiento de “indignados” que, tomando como ejemplo la acampada de la puerta del Sol de Madrid de 2011, salió a las calles de Honduras para denunciar la corrupción.

 

Lanzó su precandidatura como diputado por el partido Libre, aunque no resultó elegido. Actualmente, participa en las protestas que se desarrollan desde la reelección de Juan Orlando Hernández como presidente, aunque no quiere “darse color”. El temor a las represalias se ha extendido en Honduras.

 

En realidad, tanto él como su madre hubiesen querido que las cosas fuesen de otra manera. Una de sus hermanas se suicidó hace unos años. Otra perdió la vida en un accidente en diciembre. A finales de noviembre, cuando Nasralla todavía cantaba victoria ante una muchedumbre concentrada frente al Tribunal Supremo Electoral, madre e hijo se abrazaban, casi llorando. “Ya no van a matar a mi hijo”, decía Bustillo, emocionada. Pero todo es susceptible de ir a peor.

 

 

 

 

 

Tiempo de descuento

Yovanny Javier Irías Flores, conocido entre los hinchas de la barra Ultra Fiel como "Araña", juega fútbol en la plaza de la Escuela Normal de Bella Artes, el 16 de noviembre de 2017. "Araña" sufrió una poliomielitis desde temprana edad, obligándolo a pasar la vida en una silla de ruedas. La enfermedad no le impidió ser un miembro activo de la barra.

 

Cada vez que termina un partido, como un ritual, la policía se despliega en el fondo del estadio hasta que no quede nadie. Los barristas han permanecido encerrados 30 minutos en su fondo hasta que el estadio es evacuado. Así intentan los agentes evitar disturbios afuera.

 

En cuanto se abren las puertas, los últimos aficionados salen a paso rápido, casi empujados por los antimotines. Algunos se quitan la camiseta (“es peligroso que te vean con ella fuera”, explica un joven). La mayoría acelera el paso, temerosos de perder el autobús. Un retraso al llegar a casa puede suponer exponerse a esa hora maldita en la que la delincuencia se hace con el control absoluto de las calles en muchas colonias de Honduras.

 

No, las barras no van a desaparecer. No lo hicieron en Argentina, en Italia ni en España. Si alguien busca las razones por las que un millar de hondureños han muerto defendiendo los colores de un equipo de fútbol, debería ampliar su mirada más allá del estadio.

 

Cae la noche en Tegucigalpa y, en realidad, lo de menos era el resultado. Cuando uno pregunta en la barra, bien sea a un miembro de la Ultra Fiel o a uno de los Revos, qué significa ser miembro de la barra aparecen palabras clave como “sentimiento” o “familia” y un concepto: “forma de vida”. Un espacio que se construye en el fondo del estadio, pero también en lugares como la imprenta en la que trabaja Melbin Cervellón, líder de la Ultra Fiel.

 

Ubicada en la colonia Belén, en Comayagüela, se trata de un espacio húmedo, pequeño, decadente, donde los barristas se encuentran cada semana. Toman unos tragos, se cuentan batallitas, preparan la logística del partido siguiente. Ese mismo espacio puede ser la casa de los Mendoza, en Quezada, o las inmediaciones del domicilio de Belinda.

 

En Tegucigalpa no existen lugares de esparcimiento y hasta la propia chamba puede ser un espacio amenazador. Que se lo pregunten a “Memo”, que tuvo que dejar su empleo para que no le pegasen un tiro.

 

No, las barras no van a desaparecer. No lo hicieron en Argentina, en Italia ni en España. Si alguien busca las razones por las que un millar de hondureños han muerto defendiendo los colores de un equipo de fútbol, debería ampliar su mirada más allá del estadio.

 

Quizás ese sea el sentido de la barra. El lugar en el que un chaval con tendencias suicidas, un asesino convertido a predicador o un hombretón con la vida entregada al fondo pueden encontrarse todas las semanas, aunque sea durante unas horas, en casa.

 

 

 

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