¿Habrá quien se impresione con esto? ¿Qué de cierto hay en semejante autohomenaje prepóstumo de las personas que hoy están en sus cincuenta y sesenta?
Como parte de esas generaciones, soy testigo vivencial. Basta de autoelogios. Hay algunas cosas ciertas, pero no son las que se dicen.
La primera es que las historias no se aplican igual a cada país. Por ejemplo, los europeos de estas generaciones fueron los hijos de los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, algo que nos hace muy diferentes. Nuestro contexto es particular: los más viejos de nosotros nacieron en el período de vigencia de la Revolución del 44 y en poco tiempo vivieron la Contrarrevolución de 1954. Esos eventos nos partieron en dos y no fuimos capaces de reconciliarnos. Quienes nacimos un poco después de eso heredamos la polarización y mamamos mitos que se convirtieron en verdades absolutas. Con la Cuba de Castro y con la guerrilla guatemalteca continuó el distanciamiento. Descartamos la reconciliación como prerrequisito para consolidar la democracia. Mantengamos eso presente antes de llamarnos irremplazables e irrepetibles, ya que no solo heredamos la profundización de ciertos conflictos socioeconómicos, sino que fuimos protagonistas en ella.
Hagamos lo de siempre y veamos hacia otro lado. Los avances médicos trajeron el regalo de vivir más tiempo que las generaciones anteriores. El desarrollo de las vacunas fue un factor importante. Por ejemplo, sí podríamos ser la última generación con niños enfermos de poliomielitis. Nos hemos beneficiado (al menos hipotéticamente) de una avalancha de progresos médicos que nos permiten reparar o reemplazar órganos dañados o extenderles la vida con pociones químicas. Somos, eso sí, la generación que dio el salto de la pata de palo al pie biónico. Vale la pena preguntarnos cómo hemos administrado el bono de extravida.
Vamos a los mitos y a lo que no se dice. ¿La última generación que escuchó a sus padres? Si eso fuera cierto, vale preguntarnos: «¿Por culpa de quién?». De ser cierto, también seríamos los últimos que transmitieron valores a sus hijos. No olvidemos que al hablar de «los jóvenes de ahora» se trata nada menos que de nuestra propia descendencia, de dos generaciones que nos llaman papá o mamá, abuelo o abuela. Serio, ¿no?
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Meditemos. Somos la última generación que, luego de no disponer de ellos al nacer, llegó a tener un televisor para toda la familia. Las horas de TV se dividían generacionalmente. ¿Qué pasó después? Somos la generación que metió una tele en cada habitación y permitió que cada quien huyera a ver lo que quisiera. También somos quienes pusieron canales extranjeros y dejamos la calidad y el contenido de la programación en manos extrañas. Recordemos también que somos la generación que utilizó cosas como el Nintendo y el Atari para drogar a nuestros hijos y neutralizarlos para que no pudieran hacer en la calle todo aquello que nosotros sí hicimos: jugar cincos, escondite, chiviricuarta, trompo; construir nuestros propios barriletes; jugar comidita, avión, jacks; barranquear…
¿Qué más hicimos? Quizá cometimos el error de querer compensar el déficit de tiempo familiar de calidad con bienes materiales y con permisividad cuando los niños se hicieron adolescentes y adultos.
¿Algo más? Somos la generación que cambió la tienda de barrio por el supermercado y las caminatas campestres por los centros comerciales como lugar de distracción. Y mucho más. No, amigos y amigas, no somos ninguna generación virtuosa, única e irrepetible. Somos parte del problema.
La buena noticia es que aún podemos ser parte de la solución, aunque primero se necesite un poco de humildad proactiva.
Pero las generalizaciones también, debemos decirlo, son muy injustas. Las generaciones humanas tienen de todo y no pueden ser juzgadas por los actos de algunas personas.
Veamos al futuro y tratemos de salir de este mundo dejando detrás los ejemplos que pensemos necesarios para que las nuevas generaciones nos superen en lo bueno. Es hora de predicar con hechos, de utilizar nuestro bono de edad como una inversión para la recuperación de los valores éticos y las buenas costumbres que consideramos extintos.
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