En materia de gasto público esta aptitud o capacidad de generar un plan de vida se traduce en que las políticas de gobierno deben ser reflejo de aquello que los ciudadanos esperan que sus gobernantes hagan con el dinero que estos les dan.
La Constitución Política de la República de Guatemala establece de forma clara que es deber del Estado el desarrollo integral de las personas, lo estructura como una República democrática y representativa, y a su vez reconoce al pueblo como soberano, limitando el actuar de los funcionarios a lo que establece la ley. Dado que la Constitución es el marco de referencia jurídico y político en nuestro sistema, me parecería que es de esperar que como ciudadanos compartamos que los funcionarios públicos deben actuar con austeridad, que estaríamos de acuerdo con que el despilfarro y los artículos de lujo no deben ser parte del presupuesto del Estado. Sin embargo, hay quienes consideran que esto es irrelevante y caricaturesco y que los problemas “importantes” son de otra índole.
La austeridad como principio en el gasto público no es menos importante que la transparencia y la rendición de cuentas, son elementos que se complementan. Si los ciudadanos los exigiéramos y los funcionarios los respetaran la situación actual del país sería muy distinta. La corrupción socava la legitimidad de los gobiernos, se pierde la fuerza en las instituciones, lo que a su vez debilita al Estado. Es por la debilidad institucional que muchos intelectuales han llegado a afirmar que nuestro país es un “Estado fallido”.
La transparencia en la función pública abarca una serie de actos. Sin embargo, quisiera mencionar uno que brilla por su ausencia en nuestra legislación: “la declaración jurada patrimonial”. Y digo que brilla por su ausencia porque en Guatemala, a diferencia de la mayoría de países en América Latina, aún se mantiene la confidencialidad de las declaraciones juradas patrimoniales de los funcionarios públicos. Este documento es un “requisito” para desempeñar cargos públicos (la mayoría de cargos lo exigen) que tiene como finalidad que la Contraloría General de Cuentas pueda fiscalizar el estado patrimonial del funcionario al entrar, durante y al finalizar el cargo, y así poder determinar si el funcionario se enriqueció ilícitamente. En nuestro país dicha declaración patrimonial no es un requisito, puesto que se nombra al funcionario y después del nombramiento “puede” cumplir con el “requisito”. Tampoco sirve como una herramienta de fiscalización porque tal declaración no es pública. Y, por último, no tiene efectos coactivos porque no se encuentra tipificado como delito el enriquecimiento ilícito.
El argumento de la mayoría de funcionarios para no aceptar que sus declaraciones sean públicas se centra en la inseguridad del país y el peligro que pueden correr si “todo mundo” tiene acceso a su información patrimonial. Lo más triste, sin embargo, es que muchos ciudadanos acuerpan este argumento. La función pública sitúa a estas personas en un plan distinto, deben ser transparentes y austeros. Si no quieren, o no pueden serlo, que no se postulen. Nadie está dispuesto a mantener a funcionarios que coman quesos y jamones finos y se enriquezcan a costa de los ciudadanos.
La falta de debate serio entre nuestros futuros gobernantes debilita nuestra democracia, puesto que no sabemos cuáles son sus propuestas en materia de gasto público. No sabemos cuáles son sus prioridades, ni mucho menos cómo piensan financiar sus proyectos, lo que hace difícil, sino imposible, que estas preferencias se vean reflejadas en los resultados eleccionarios. Siendo el caso que nuestro sistema no ha avanzado lo suficiente como para poder decidir si uno quiere un Estado de bienestar, un Estado reducido en sus funciones a seguridad y justicia o bien un Estado con cualquier otro enfoque, podríamos empezar por fiscalizar y obligar a los funcionarios públicos a ser transparentes y austeros.
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