El mensaje más directo es que las y los jóvenes no tienen ganas de vivir en este país. Guatemala no les ofrece un panorama llamativo, no les causa ninguna ilusión, no les emociona lo que hay por hacer en este país, no ven oportunidades en su futuro ni paz ni tranquilidad. Y no se les puede culpar, pues no es nada tan distinto a lo que realmente pasa; al contrario, es un fuerte llamado de atención. Por ejemplo, sólo con ver las noticias a diario por un tiempo prolongado, es posible caer en depresión y desesperanza. Las únicas buenas noticias en la economía están en lo macroeconómico, que poco o nada tiene que ver con realidad cotidiana de la mayoría de guatemaltecos.
Aunque nos llamen a sentirnos orgullosos de ser guatemaltecos por las maravillas naturales, ello no hace menos difícil la lucha diaria por vivir y sobrevivir de la mayoría de familias. En un país donde casi todo está concentrado en la ciudad capital, las oportunidades (salud, educación, trabajo, etc.) para el resto de habitantes son limitadas (y esto se empeora para el caso de los pueblos indígenas); donde el salario mínimo (para quienes tienen la suerte de tenerlo) no alcanza para lo mínimo; donde varios jóvenes saben que la muerte les puede llegar cualquier día; donde la violencia en sus múltiples dimensiones y expresiones opaca la vida; donde el entramado de instituciones no permite desarrollo y estanca al país en una línea del tiempo; en fin, donde la democracia no pasa de ser una fachada y la vida un juego de azar.
En este contexto, casi cualquiera que tenga la oportunidad de irse a vivir a otro país lo haría. De hecho, la realidad de los migrantes en Estados Unidos es ya parte importante de la vida nacional. La mayoría -de estratos socioeconómicos bajos- son indocumentados que pasan por impensables calvarios para encontrar cualquier trabajo; otros -de estratos sociales más altos- migran por motivos de estudios o familiares (Primera encuesta nacional de juventud, ENJU, 2011). Desde hace años se habla de la fuga de cerebros, pero no es eso lo más preocupante para mí, es la desesperanza incrustada en las almas y la negación de una vida digna y justa para millones de guatemaltecos y guatemaltecas que nos debe hacer sentir avergonzados.
Conozco a varios jóvenes que tienen el deseo de trabajar por Guatemala, pero parece casi como un acto de mera fe (¿inocencia o ingenuidad?), en el sentido que nadie promete que esto vaya a mejorar a nivel estructural; se cree trabajar por un cambio que nadie se atreve a vaticinar (algunos estudios señalan que entre los escenarios pesimista, tendencial y optimista, Guatemala va rumbo al primero o al segundo, pero nunca al optimista). De hecho, al ponernos a filosofar de vez en cuando con amigos y amigas sobre la realidad nacional, la verdad es que en el fondo tenemos pocas esperanzas que esto cambie, pero eso tampoco nos detiene ni paraliza.
En fin, esta desesperanza es un círculo vicioso y peligroso, que nos puede llevar a pensar que todo está perdido y desalentarnos para trabajar por cambiar esta realidad, dejando el espacio libre para quienes han venido controlando el poder desde hace muchos años. Sin embargo, en medio de esta nube gris está esa especie de fe, pero más que todo, los signos de lucha de pueblos que alimentan esa fe y espíritu de lucha que mantienen viva una llama de esperanza. Así de contradictorio y absurdo como suena, así es la vida acá.
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