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Arzú, en 2015, durante un mitin a favor de Roberto González, candidato presidencial de la alianza Unionistas-Creo.

Arzú en dos actos: la paz neoliberal y la sombra de la corrupción

Es difícil exagerar la importancia de la figura política de Arzú en las últimas cuatro décadas.
Arzú se unió a Jimmy Morales en su lucha por deshacerse del jefe de la Cicig
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Arzú en dos actos: la paz neoliberal y la sombra de la corrupción

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Dos hechos marcan la vida política del fallecido alcalde Álvaro Arzú Irigoyen. Por ellos la Historia lo recordará. La firma de los Acuerdos de Paz con la guerrilla, que pusieron fin a la guerra interna que desangró Guatemala, en el momento cúspide de su carrera política; y los señalamientos de corrupción en su prolongada administración municipal en el ocaso de su existencia, en cuya defensa se alió con otros políticos señalados de hechos similares para detener los avances de la lucha contra la corrupción y la impunidad.

Cuando en la noche del 29 de diciembre de 1996, el presidente Álvaro Enrique Arzú Irigoyen, salió del Palacio Nacional de la Cultura para anunciar el fin de la guerra fratricida que durante 36 años había desangrado al país, se estaba convirtiendo en el político más avanzado de la historia reciente de Guatemala. Acompañado de su esposa, Patricia Escobar, los integrantes de la Comisión de la Paz del Gobierno, los comandantes guerrilleros y rodeado de un grupo de niñas con velas en las manos, un Arzú emocionado, como pocas veces se le vio en público, con voz temblorosa y pausada, hacia el tan esperado anuncio. “Pueblo de Guatemala, la paz ha sido firmada”.

Firmar la paz durante el primer año de su mandato (1996-2000) fue su obsesión. Se preparó para ello desde que inició su campaña electoral en 1995, y ya electo, a partir del 14 de enero de 1996, se dedicó a tiempo completo a lograr lo que sus tres antecesores no pudieron hacer. 

Fue ese acto, quizá, el que más reconocimiento y simpatía trajo al polémico líder entre amigos y adversarios. No por el hecho mismo de la firma, sino por la voluntad política que en ese momento histórico se requería para finalizar la guerra. Por “su valentía”, según Gustavo Porras Castejón, su mano derecha en ese proceso; por “su compromiso con la paz y con el país”, según el difunto comandante guerrillero Rolando Morán. O porque, como diría años después su primero aliado y luego enemigo político, Mario Taracena Díaz-Sol, la paz era una condición sine qua non (o la guerra un obstáculo) para llevar adelante sus planes de transformación neoliberal.

Arzú, que como canciller de Jorge Serrano Elías reconoció la independencia de Belice al mismo tiempo que defendía la idea de un diferendo territorial, como presidente impulsó un proyecto de “modernización” del Estado apegado a los principios de ajuste estructural y a líneas del Consenso de Washington: creó la Superintendencia de Administración Tributaria, reformó los registros públicos e impulsó leyes a menudo bajo una lógica exclusiva de favorecer la inversión privada, incrementó la inversión pública en infraestructura, como la de Minería, o la prohibición de que el Banco Central imprimiera moneda, desmanteló la Dirección General de Caminos y privatizó algunos de los activos más importantes y estratégicos del Estado (telecomunicaciones, el correo, la empresa eléctrica, ferrocarril, un banco de desarrollo), en una oleada abrumada de sospechas de corrupción y de beneficio personal de sus allegados, que 20 años después deja resultados desiguales: disparó el acceso a la telefonía (ahora un oligopolio con tres compañías) y mejoró la estabilidad de la energía eléctrica (que los consumidores pagan al precio más caro de la región), el servicio de correo no existe, el ferrocarril tampoco. Y Banrural, prohijado por aquellas reformas, creció hasta convertirse en el segundo banco más grande del país bajo el mando de Fernando Peña, hoy en prisión preventiva acusado de corrupción, y, según le dijo a su directiva en 2016 un miembro de la Superintendencia de Bancos, un banco de consumo, ya no de desarrollo. Todas estas reformas, y sobre todo la privatización, le ofrecían al mismo tiempo otra ventaja: Arzú, que era tanto un miembro de la élite oligárquica, como un convencido de que el control político debía recaer en el Estado, vio en el reparto de los negocios públicos una posibilidad de fragmentar el poder económico, como años antes lo había entrevisto Vinicio Cerezo.

Su gobierno se empeñó en cumplir con los aspectos operativos de los acuerdos de paz, que básicamente consistían en la desmovilización y desarme de los guerrilleros, la creación de la Policía Nacional Civil (fundada sobre las bases de la corrupta y represiva Policía Nacional), y en el inicio del proceso de reducción paulatina de las fuerzas del Ejército. Del cumplimiento de los puntos sustantivos de los acuerdos, poco; y el propio presidente se negó a recibir el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico sobre las atrocidades del conflicto armado. El fracaso de la consulta popular de 1999 para reformar la Constitución respondió en gran media a la falta de apoyo del Ejecutivo.

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Es difícil exagerar la importancia de la figura política de Arzú en las últimas cuatro décadas. Lo cierto es que haber firmado la paz le valió un reconocimiento nacional e internacional que pocos políticos guatemaltecos han alcanzado. Algo que le hará un lugar en la historia pese a las sombras que dominan buena parte de su vida política. La paz le valió también para mantener por décadas la simpatía (en decadencia natural durante los últimos años) de los capitalinos que lo votaron como su alcalde en cinco ocasiones. Un primer período de 1986 a 1990; y cuatro consecutivos que deberían haber ido de 2004 a 2020. La muerte lo encontró justo en el ecuador del último.

Quienes mantuvieron una relación inseparable con Arzú durante los últimos 30 años destacan tres características suyas que “no variaron ni un milímetro” a pesar del cambio de los tiempos y las circunstancias: su altanería y arrogancia: mandar y ordenar, a todos y sobre todo; el orgullo por su ascendencia criolla y oligarca; y su antipatía por las críticas de la prensa.

Cientos de litros de tinta se han utilizado para escribir sobre los aciertos y desaciertos de la vida política de Arzú. Desde sus inicios, en los años 70, en las filas del anticomunista partido Movimiento de Liberación Nacional, y luego en los cargos públicos ocupados, en su papel como líder político, en la fundación de sus dos partidos (el de Avanza Nacional (PAN) y el Unionista), o durante su gobierno y sus administraciones municipales, sobresalen, casi siempre, los rasgos autoritarios de su carácter, su conservadurismo y su defensa a ultranza del statu quo.

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Pero según Adolfo Méndez Vides, el escritor guatemalteco autor de Arzú. Y el tiempo se me fue, su biografía autorizada, el expresidente tenía “una serie de cualidades humanas” que pocos conocían y que sus adversarios se negaban a reconocer. “Todo mundo dice que soy de derecha, de extrema derecha —recuerda Méndez Vides que le dijo en una ocasión—, pero yo he hecho más cosas por los pobres y desprotegidos de este país que toda la izquierda junta”.

Arzú, coinciden quienes compartieron con él en su gobierno y la municipalidad, “siempre estaba convencido de que lo que hacía era lo correcto”, aunque se equivocara y aunque otros —incluidos sus amigos— le dijeran que estaba equivocado. Era duro y perfeccionista, al punto de que hería con frecuencia a quienes no hacían las cosas como quería, pero también era “extraordinariamente fiel y agradecido”, dice una de las fuentes. Así se explican, por ejemplo, que haya protegido hasta el último momento al fallecido capitán Byron Lima Oliva, condenado por la muerte de monseñor Juan Gerardi, y quien sirvió en su Estado Mayor Presidencial durante su presidencia. Este asesinato es considerado la mancha más oscura del gobierno de Arzú (más incluso que su política de privatización de los bienes públicos estratégicos), no solo porque ocurrió apenas 15 meses después de la firma de la Paz, sino por la supuesta presencia de su hijo Diego Arzú en la escena del crimen.

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Óscar Gaitán, un oficial de Policía Municipal que fue herido de balada en 2008 en un asalto a la unidad de transporte público donde viajaba, asegura que “el mismísimo alcalde Arzú” le llegó a ver al hospital del Seguro Social donde fue operado, se encargó de los gastos de su recuperación y los de su familia durante su convalecencia, y “hasta ofreció donar sangre”. No fue posible contrastar el testimonio de este agente que habla entre sollozos frente al volcán de coronas y arreglos florales que decenas de personas han puesto en las afueras del Palacio Municipal.

Pero Méndez Vides, quien durante dos años se reunió todos los miércoles por las tardes en su despacho para entrevistarlo sobre su vida, asegura que Arzú “era un tipo extraordinario”. Tenía, dice, “una manera especial de ser; era un ser humano especial, con una memoria pródiga, y una gran responsabilidad social”.

El cáncer de piel que padeció al salir de la Presidencia, y que logró superar en los cinco años siguientes, aseguran cercanos colaboradores suyos, “lo sensibilizó”, “lo hizo un ser humano más sensible”, “le cambió la perspectiva de la vida”; “hizo que se preocupara más por los desfavorecidos”. “La mitad de los artistas de Guatemala recibían ayuda suya, pero nunca lo pregonaba”, asegura Méndez Vides.

Esos cambios que le atribuye el escritor y mercadólogo no fueron percibidos más que por sus cercanos e íntimos. Otros empleados de la municipalidad hablan de gritos, insultos, exabruptos e imposiciones. “A los del quinto nivel (del Palacio Municipal), les dejaba pasar cualquier cosa; hasta abusos e ilegalidades. Pero a los de abajo nos trataba como si fuéramos empleados de segunda categoría”, se queja una trabajadora edil.

“Era muy exigente”, recuerda su biógrafo. “No daba la misma orden dos veces. La daba una sola vez, y el que no se acostumbrara a ese sistema quedaba fuera de su círculo”. Pero era así, argumenta, porque estaba acostumbrado a obtener resultados al instante. “Hasta la manera en que murió fue al estilo Arzú; se murió en un instante”, dice Méndez Vides. El fulminante infartó que sufrió el alcalde el 27 de abril le quitó la vida en segundos.

Arzú aceptó contar sus memorias a Méndez Vides a cambio de que este las publicara hasta después de su muerte. “El acuerdo era publicar el libro de manera póstuma, no quería que fuera en vida”. Pero después de leer, revisar y corregir la versión final de su biografía, cambió de opinión. “¿Por qué tengo que morirme para que salga?, me dijo un día de mediados del año pasado, y me autorizó a publicarlo”.

Su mejor defensa siempre fue el ataque

Cuando en la tarde del 5 de octubre de 2017, Álvaro Arzú Irigoyen irrumpió en la sala de prensa del Ministerio Púbico (MP), donde la fiscal general Thelma Aldana, y el jefe de la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig), Iván Velásquez Gómez, explicaban a la prensa los detalles del denominado caso Caja de Pandora, el jefe edil retomaba su liderazgo político nacional de antaño. Se ubicada, también, como el articulador y cabeza de un movimiento que unía a políticos, empresarios y delincuentes que habían sido implicados en las investigaciones de casos de corrupción destapados por el MP y la Cicig a partir de abril de 2015.

El caso Caja de Pandora tiene que ver con las investigaciones realizadas por el MP y la Cicig en torno a una estructura criminal que operaba desde la prisión la cual era liderada por el capitán Byron Lima Oliva, y que implicaba a autoridades del Sistema Penitenciario y del Ministerio de Gobernación del gobierno de Otto Pérez Molina, así como a familiares de Lima Oliva, abogados y una larga lista de personas que llegaba hasta la municipalidad capitalina y el alcalde Arzú Irigoyen.

Según las investigaciones, el jefe edil autorizó contratar de manera irregular y con fondos municipales a una cooperativa dirigida por Lima Oliva para la adquisición de suministros y bienes para el partido Unionista. El alcalde también autorizó, según la acusación, concederle puestos de trabajo en la comuna de al menos tres mujeres, vinculadas con Lima Oliva y el también fallecido Obdulio Villanueva, exintegrante del Estado Mayor Presidencial de Arzú y (al igual que Lima Oliva) condenado por el asesinato del obispo Juan Gerardi.

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El MP y la Cicig iniciaron un proceso judicial para retirar la inmunidad al alcalde Arzú, para que pudiera ser investigado por los delitos de peculado financiamiento electoral ilícito. Después de un proceso de cinco meses, en marzo pasado, la Sala Tercera de Apelaciones rechazó en definitiva la petición, y el jefe edil falleció sin que fuera investigado por las sospechas en su contra. Pero su vinculación, la de funcionarios de la municipalidad y allegados suyos a este caso, desató su ira y lo puso al frente de un movimiento en contra del trabajo de la MP y la Cicig.

Dos agentes de seguridad del MP impidieron que Arzú se abalanzara en contra de Aldana y Velásquez mientras daban la conferencia de prensa. Molesto y desencajado, exigió, sin éxito, que le dieran el micrófono para intervenir en la conferencia. “Pásenme el micrófono; pásenme el micrófono”, exigía. Nadie le hizo caso.

“Este par de individuos (Aldana y Velásquez) lo que están es pasándome la factura, porque no pudieron dar otro golpe de Estado al presiente constitucional de la República que no ha cometido delitos”, dijo, furioso, ese día a los periodistas al no poder interrumpir la conferencia. Se refería a la defensa y apoyo que días antes había dado al presidente Jimmy Morales en su intento de declarar “non grato” al comisionado Velásquez, quien junto a la Fiscal General había presentado un caso en contra del mandatario por financiamiento electoral ilícito. “Gracias a mí no ha habido otro golpe de Estado”, repitió, colérico.

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A partir de ese momento, Arzú se unió a Morales en su lucha por deshacerse de Velásquez. Promovió la alianza de las bancadas más cuestionadas en el Congreso, con la que logró que su hijo, Álvaro Arzú Escobar, fuera elegido presidente de ese organismo, para desde esa posición de poder, apoyar al Ejecutivo en las acciones que el mandatario pretende impulsar para detener la lucha contra la corrupción y la impunidad.

“Yo firmé la paz, pero también puedo hacer la guerra”, proclamó frente a un grupo de alcaldes el 29 de agosto del año pasado. Así era Arzú. Dispuesto a lo que fuera necesario por defender sus intereses.

Murió sin ver los resultados de sus esfuerzos por acabar con la Cicig; justo dos días antes de que, según diversas fuentes políticas y medios, el presidente Morales anunciará “drásticas” medidas para debilitar los esfuerzos de la comisión.

Murió también sin concretar una obsesión poco conocida: hacer una película sobre Maximiliano I, el emperador mexicano sobre cuya vida hizo una amplia investigación, en la que concluía que, contra lo que señala la historia oficial, no murió fusilado en Querétaro (México), sino que huyó a El Salvador, en donde cambió su identidad. “Era un admirador apasionado de Maximiliano”, lamenta su biógrafo, Méndez Vides. “Quería hacer una película sobre su vida; lo tenía todo, la documentación, la historia, hasta el director. Ya no la logró hacer”.

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