Esta enfermedad produjo más de 50 millones de infectados en los últimos 20 años y cobró alrededor de 30 millones de vidas. Diariamente, alrededor de 7 000 personas en el mundo contraen ese virus. En términos sanitarios, estamos ante una grave pandemia muy lejos aún de ser vencida.
Aunque se sabe claramente qué es el sida, no se han generado las políticas necesarias para revertirlo. En algunos lugares, como en los puntos más pobres del África subsahariana, la infección llega a casi la mitad de la población total de algunos países. Serían necesarios 7 000 millones de dólares para poder revertir esta calamidad sanitaria. Sin embargo, los presupuestos destinados por los países desarrollados rondan los 5 000 millones. No alcanza el dinero (o no se quiere hacer que alcance) y el problema crece.
Terrorismo: aquí es más difícil dar una definición acabada. Se han aportado varias, pero los mismos ideólogos que debaten sobre el tema no encuentran una versión convincente. Se dice que «se constituye, tanto en el ámbito interno como en el mundial, en una vía abierta a todo acto violento, degradante e intimidatorio, aplicado sin reserva o preocupación moral alguna». En esa definición puede entrar de todo: extremando las cosas, mantener una relación sexual sin protección, principal vía de acceso al VIH.
Según datos disponibles a nivel mundial, ese siempre mal definido terrorismo mata 12 personas diarias, contra las 3 424 muertes que produce el sida.
O hay un error en los cálculos, o evidentemente la apreciación de los estrategas que formulan las hipótesis de conflicto se equivocan, puesto que ven una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana en el impreciso terrorismo que en esta enfermedad. O, más crudamente, el negocio en juego no permite objetividad. No solo no la permite: ¡no la desea!
Es sabido que los gastos militares de Estados Unidos representan casi el 50 % de todos los gastos bélicos del mundo. Por lo pronto, el actual presupuesto para sus fuerzas armadas es de 639 000 millones de dólares, lo que representa un 9 % más de lo destinado a gastos militares en el último ejercicio fiscal del expresidente Barack Obama. Esa monumental cifra está destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas. Nunca antes se había previsto gastar tanto para alimentar la maquinaria bélica de la gran potencia y, naturalmente, las cuentas bancarias del complejo militar-industrial que la alienta. Parece que la guerra contra el terrorismo (amenaza inventada, por cierto) es más temible que la pandemia de VIH-sida.
Empresas fabricantes de ingenios militares como Lockheed Martin (especializada en aviones de guerra como el F-16 y en los helicópteros Black Hawk, la mayor contratista del Pentágono), Boeing (productora de los bombarderos B-52 y de los helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales, buques de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman (primer constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles Tomahawk), General Dynamics (que aporta tanques de combate y sistemas de vigilancia), Honeywell (industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que presta servicios de logística y de mantenimiento de equipos militares) —compañías todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de dólares y desde 2010 tuvieron incrementos de un 60 % en sus ganancias— se sienten exultantes: la guerra infinita que empezara algunos años atrás con la batalla contra el terrorismo no parece detenerse. La necesidad perpetua de renovar equipos y toda la parafernalia militar asociada promete ingentes ganancias. Todo indica que esa rama industrial sigue marcando el paso de la política imperial.
¿Es realmente más prioritaria esa inversión en armamentos cada vez más sofisticados que la salud de los infectados con el VIH? No parece. ¿Quién decide las grandes líneas por donde camina la humanidad: las necesidades reales de la población o unas pocas empresas ávidas de ganancias?
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