Ahora bien, las armas no tienen vida por sí mismas. En realidad, ellas son la expresión mortífera de las diferencias injustas que pueblan la vida humana, de la conflictividad que define nuestra condición. Somos los seres humanos quienes las inventamos, las perfeccionamos y, desde hace un tiempo, con la lógica del mercado, las concebimos como una mercadería más para la venta (¡vaya mercadería!). Somos nosotros quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo mismo que decir el negocio de la muerte) en el más lucrativo del mundo moderno, más que el de la informática y la inteligencia artificial, la industria farmacéutica y el del petróleo (ahora en declive, reemplazado lentamente por las nuevas fuentes de energía).
En estos momentos, la industria bélica es la más redituable de todas las actividades humanas y la que concentra la mayor inversión en investigación. Los mejores cerebros del mundo, aunque parezca patético, son utilizados por ese negocio para la producción de armas cada vez más letales, inteligentes, monstruosas. La invasión estadounidense de 2001 a Afganistán como pretendida respuesta al atentado contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de ese año marcó el formal inicio de la potencia en su guerra contra el terrorismo. Esa cruzada universal contra el terrorismo islámico, lo único que ha hecho —seguramente es lo que busca— fue alimentar más y más las acciones de distintos y cada vez más numerosos grupos designados como terroristas. Ello hace que la maquinaria bélica de Estados Unidos funcione muy aceitadamente. De hecho, Washington mantiene actividades antiterroristas en la actualidad en más de 80 países alrededor del mundo, con ganancias fabulosas, de más de 300,000 millones de dólares anuales. Valga decir que, mientras la economía mundial —salvo la china— se retrajo casi un 5 % durante el 2020 debido a la pandemia de covid-19, la industria bélica estadounidense (el llamado complejo militar-industrial, que es el que fija la política exterior de esa nación) creció en un 4.4 %. Obviamente, la supuesta guerra contra el terrorismo, aunque produce infinita muerte y destrucción en los países donde se desarrolla, les reporta suculentas ganancias a algunos.
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Al decir armas nos referimos a un extendido universo que va desde pistolas hasta misiles nucleares, todos ellos un buen negocio.
Todo este conjunto de máquinas de la muerte en modo alguno favorece la seguridad. Por el contrario, son un riesgo para la humanidad. El mito de la pistola personal para evitar asaltos y conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito. En manos de la población civil, muy pocas veces sirven para evitar ataques y en general ocasionan accidentes hogareños. Y en manos de los cuerpos estatales que detentan el monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes —cada vez más amplios y más mortíferos— no garantizan un mundo más seguro, sino que, por el contrario, hacen ver como algo posible la extinción de la humanidad.
Pese a la cantidad de vidas cegadas y al dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que la especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su producción y hacia el perfeccionamiento de su capacidad destructiva. Así entendidas las cosas, no puede menos que decirse que el negocio de la muerte crece. Crece, y mucho, porque es rentable.
¿Qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? Apelar a campañas de desarme y de no uso de armas, al menos las pequeñas (pistolas, revólveres), es loable. Pero eso no alcanza para detener el crecimiento de un negocio poderosísimo. La lucha contra la proliferación de las armas es eminentemente política: se trata de cambiar relaciones de poder. No es posible que los mercaderes de la muerte manejen el destino humano.
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