Así, en el medio electrónico de la Universidad Francisco Marroquín y el CESS hace algunos días, y al hacerse el recorrido por algunos medios que valoran lo sucedido en Guatemala en los últimos meses, se llega a calificarlo como una revolución, calificativo que, por cierto, no le dan ninguno de los medios y ninguna de las fuentes allí citados.
Las verbenas cívicas sabatinas, junto con la del jueves 27 de agosto, cumplieron el valioso cometido de movilizar a toda una clase media indignada con las autoridades a las que, masivamente, cuatro años antes había dado su apoyo. Junto con ellos se manifestaron sectores de la prensa, intelectuales, estudiantes universitarios y empleados de empresas privadas que de distintas maneras y desde diferentes niveles luchan por que los inveterados racismo, autoritarismo y exclusión económica y social de las mayorías dejen de seguir imperando. Se los pudo identificar como grupos progresistas y democráticos de las clases medias. Para aquellos, la indignación con el fraude de que habían sido objeto por los aún gobernantes al quedar al descubierto un grupo simplemente interesado en defraudar al fisco y enriquecerse ilícita y fraudulentamente fue convirtiéndose también en el mecanismo para designar anticipadamente al candidato derrotado en aquella fecha, a quien definitivamente no lo querían gobernando, crítica y rechazo a los que se sumaron los sectores aquí llamados progresistas.
Si la renuncia de la exvicepresidenta puede entenderse como consecuencia indirecta de esas movilizaciones, ha quedado evidenciado que su superior la orilló a ello para intentar salvar su pellejo y contó con la simpatía y fuerte presión de la embajada estadounidense. Las acciones posteriores que el Ministerio Público y la Cicig impulsaron como consecuencia de sus pesquisas arrinconaron de tal modo al militar que tarde o temprano, con o sin movilizaciones, el desenlace habría sido el mismo. El comisionado Velázquez consiguió resultados semejantes en su país de origen, allá con buena parte de los medios de comunicación y las clases medias en contra. Las movilizaciones fortalecieron y legitimaron los órganos de investigación judicial, pero no fueron la clave para la renuncia del presidente. Este tarde o temprano habría tenido que hacerlo, pues las acciones dilatorias que sus secuaces realizaron en el Congreso habrían sido superadas en un momento dado. Nery Barrios fracasó en su intento de salvar al mandatario por algunos días, y la acción valiente y decidida de los ciudadanos que crearon la valla de los claveles blancos vino a acelerar el desenlace. Pero en el Congreso la situación de los patriotas y sus aliados era cada vez más frágil, al grado de que inexplicablemente hasta los más fraternales amigos del militar dieron su voto para que se lo investigara. Antes o después de las elecciones, Pérez Molina habría sido conducido ante los tribunales, y el juez Barrios habría actuado de la misma manera, con movilizaciones sabatinas o sin ellas.
Todo lo anterior no niega la importancia que para la sociedad guatemalteca han tenido tales movilizaciones, pero es necesario entenderlas en su justa dimensión para no caer en espejismos vanos o calificativos grandilocuentes desmovilizadores. Tan no ha sucedido en el país nada parecido a una revolución política y social que los distintos factores de poder siguen inamovibles y actuando igual a como lo hacían antes de abril de 2015. El poder real sigue en las mismas manos, y las modificaciones en lo formal apenas si son tangibles. La corrupción es la manifestación de un fenómeno construido desde los espacios de poder económico por quien ha encontrado más fácil comprar políticos con el fin de actuar o votar de una u otra forma y así preservar sus intereses. Que dejen de hacerlo con estos u otros intermediarios solo será posible si se dan transformaciones profundas en el sistema político, para lo cual serán necesarias otro tipo de movilizaciones y formas de organización social más amplias y profundas.
Los que, indignados por la supuesta traición a su voto, pidieron a Pérez Molina su renuncia se volcaron masivamente a votar por algo parecido. Vociferan las consignas trasnochadas de hace 40 años y se sienten felices con un presidente y sus ministros que, para no dejar lugar a dudas, repiten los protocolos y discursos del aranismo y sus antecesores. Renuncias, juicio y cárcel de exmandatarios y funcionarios próximos no son sinónimo de revolución si a estos no los siguen cambios trascendentes en la estructura política y económica del país.
Pero esto, dados la forma, el carácter y la dirección de las movilizaciones, no podría suceder, aunque desde los sectores progresistas de las clases medias algunos soñasen con ello. Una cosa son las ilusiones y utopías y otra muy diferente las realidades. Al grito de «en estas condiciones no queremos elecciones», la inmensa mayoría de la población respondió yendo masivamente a las urnas y dando por sentado que, si desde el sector conservador no había un candidato que unificara, un cómico de chistes racistas y sexistas bien podría ser el presidente.
Quienes desde las asambleas y las reuniones privadas orillaron a las autoridades de la universidad pública a imaginar una toma de la Bastilla deben revisar y corregir sus estimaciones. Deben tratar de alcanzar mayor organización y claridad de objetivos para todo el largo trecho que nos separa de la conquista de las transformaciones profundas que el país requiere, pues, como dice la sabiduría popular, no por mucho madrugar amanece más temprano.
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