No hace mucho, fui llamado a la casa de una señora que estaba padeciendo de un cáncer terminal. En el desesperado intento de aferrarse a la vida, necesitaba de una opinión más antes de lanzarse a la aventura de un tratamiento a todas luces fuera de tiempo. La casa, un pequeño rancho de adobe y paja, tenía por menaje una cama, tres petates, una mesa, dos sillas y utensilios de cocina.
Ante el desolador cuadro y sabiendo que la muerte le sobrevendría en breve, pregunté a la familia cuál ...
No hace mucho, fui llamado a la casa de una señora que estaba padeciendo de un cáncer terminal. En el desesperado intento de aferrarse a la vida, necesitaba de una opinión más antes de lanzarse a la aventura de un tratamiento a todas luces fuera de tiempo. La casa, un pequeño rancho de adobe y paja, tenía por menaje una cama, tres petates, una mesa, dos sillas y utensilios de cocina.
Ante el desolador cuadro y sabiendo que la muerte le sobrevendría en breve, pregunté a la familia cuál era su religión. Pensé que si yo no podía dispensarle salud al agotado cuerpo de la paciente, el ministro religioso de su iglesia sí podría brindarle salud espiritual. Un cuñado de la enferma me compartió que eran católicos pero, desde la mañana de ese día, el cura de la parroquia se había negado a visitarlos “porque era su día de descanso”. Yo me enfurecí y le dije: “Vuelva a la casa parroquial y dígale al padre que si en 15 minutos no viene, yo iré a traerlo para que cumpla con su deber”. Treinta minutos después el cura estaba asistiendo a la moribunda. Cuatro horas más tarde, ella falleció.
En el mismo orden, un pastor evangélico me compartió recientemente que estaba desvelado porque había tenido que ayudar a bien morir a una persona en la madrugada de ese día. Él no era el pastor de la iglesia a la cual pertenecía el enfermo, pero no pudo negarse a la petición de los hijos quienes, desesperados, fueron a solicitar su auxilio debido a que el pastor de ellos, aduciendo la hora, se negó a asistirlo.
¿Y qué decir de los médicos de casco urbano? Apagan su celular a las ocho de la noche, nunca dan el número telefónico de su casa y si por acaso contestan, piden que se lleve al paciente a un hospital privado sin hacer del conocimiento de la familia que en esos centros cobran como si fueran hospitales de países de primer mundo, olvidando que estamos en uno de tercero o cuarto, y la mayoría de la población no tiene acceso a un seguro médico.
Ya sé, estos apóstoles de asfalto me responderán que la seguridad personal es prioritaria. Me dirán que la situación no está para salir de noche y que en una casa es poco lo que se puede hacer. A ello responderé a gritos: ¡No es cierto! Para el cura y el pastor es precisamente el entorno familiar donde pueden hacer mucho y, en cuanto nosotros los médicos, como me enseñara un honorable maestro: “Nuestra función en un 95% es consolar; 3% aliviar y 2% curar”. Dicho sea, para consolar y aliviar no son necesarios los hospitales lujosos. Si necesitamos de ellos, entonces, siendo Klinikós, literalmente al pie de la cama, o sea consagrados al ejercicio de la medicina, sabremos discernir cuándo y a dónde enviar al paciente.
Llegó el momento en que, quienes dirigimos las escuelas de medicina y los seminarios debemos replantearnos la manera en que estamos enseñando la Ética y la Deontología. Los curas y pastores jóvenes -con honradas excepciones–, son cada día más comodones y poco estoicos. Los médicos vamos por el mismo camino. Afortunadamente todavía los hay de terracería y camino vecinal.
Innegable es, en cuanto caminos de lodo y sacrificio, los colegas cubanos nos superan con creces.
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