Me acuerdo perfectamente del día en que aterrizamos para instalarnos y vivir un período en la ciudad: tres años y medio. Fueron los 1,277 días más intensos de nuestra vida, sin comparación alguna con nuestras estadías semi-permanentes en cualquier otra ciudad del mundo. Eso éramos: “semi-permanentes”. Costaba arraigarse, encontrar empleo, guardería o escuela para los niños, hacer amigos (que se han convertido en nuestra pequeña familia itinerante), desempacar y darle forma de cotidianidad a nuestros constantes ires y venires. Pero el desarraigo costaba aún más. Te arrebatan parte de ti, o más bien, parte de lo que estás llegando a ser.
México me recordaba y acercaba a Guatemala. En el largo aliento histórico, muchas cosas nos han unido –afortunada y desafortunadamente. México es enorme: no encontraba la manera de asirlo, hasta que me fui internando en los túneles de los enredos políticos, de la diversidad culinaria (muero por unos chilaquiles en salsa verde, un pozole rojo o unas quesadillas de huitlacoche), de la producción ilimitada en el mundo académico, de los embrollos burocráticos, y de la embriagadora actividad cultural y nocturna. No ha quedado mucho del México que acogía a cientos de guatemaltecos que huían en los ochenta con lo que traían puesto. Pero aún así, varios lo recuerdan como el paraíso, o al menos una pequeña versión terrenal del mismo. Hay que saber que el infierno del que huyeron, no era nada menos que eso: un infierno.
Mi México (es decir, el que guardo en un apartado especial de mi memoria) es un tanto distinto. Tal vez no tan endemoniadamente complejo como Guatemala, pero complejo. Hace un par de años, mientras en el D.F. Marcelo Ebrard –como alcalde– lograba uno de los hitos más significativos a nivel regional (la legalización del matrimonio homosexual), a unos 25 kilómetros del Zócalo, donde se festejaba el acontecimiento, aparecía un cadáver con señales de tortura. Apenas quedó consignado en los medios. La violencia ya no sorprendía –ya no sorprende– a nadie. Así ha pasado con la masacre de los 72 migrantes centro y suramericanos indocumentados en Tamaulipas, en agosto del 2010. Se ha volteado la página, no se habla más del asunto. Una pequeña reseña heroica, en la prensa mexicana, de la captura del jefe de los Zetas del noreste de México en octubre del 2012 (presunto autor intelectual de la masacre), no indica tampoco qué estrategias, qué medidas, o por lo menos qué discusiones se están teniendo en la arena política sobre la relación entre las distintas formas de violencia y los canales opacos de la migración.
La imagen que dan los artículos periodísticos, que se han escrito recientemente sobre las travesías de los migrantes por territorio mexicano, es la que más se acerca a la imagen que tengo del fuego eterno. Un abismo donde el suplicio no cesa. Hasta el nombre del tren de carga que utilizan muchos centroamericanos es apocalíptico: “La Bestia”, le dicen a ese amasijo de fierros trashumante. El problema viene de lejos, desde lo más profundo de nuestra miseria, y nos golpea de frente: somos nosotros los que expulsamos a tanta gente. Hay algunos instantes de luz durante la infame travesía, como esas manos de mujeres de la Comunidad de La Patrona (“Las Patronas”, les llaman) que ofrecen comida, agua, ropa y medicinas a los que mal viajan montados en los vagones de esos trenes. Una luz tenue, pero una luz al fin. No todos lo ven así. Haciendo trabajo de campo en la Región Laguna, Estado de Durango, me desconcertó un joven que me decía apesadumbrado: “la violencia nunca, nunca se va a acabar”. La verdad es que me impactaron muchas cosas, no sólo la desesperanza de Jorge –que así se llama mi interlocutor. Cuando por fin puse los pies en territorio defeño, sentí que había aterrizado en Estocolmo –tan lejos y tan cerca estábamos de Durango.
De México salí precipitadamente un día –por razones que no vienen al caso– hacia un destino un poco incierto, con ocho libros, los juguetes favoritos y lo que traíamos puesto. Volvimos al cabo de un par de meses, y nos recibieron todas mis amigas solidarias como Las Patronas, tendiéndonos la mano. Nos recibió también un D.F. esplendoroso: el que puebla mi inconsciente. México sigue siendo, después de todo, un refugio. Pero la espina sigue ahí, clavada, insistiendo en la necesidad de volver la mirada a los senderos comunes, por los que atraviesan tanto los centroamericanos como los mexicanos. La regularización de las drogas es una propuesta válida, pero ¡que no se olvide!, ésa tan sólo es una cara de la moneda. Ya lo decía: el problema viene de lejos, desde lo más profundo de nuestra miseria como sociedades que no se escuchan, que no se miran a los ojos, y que se dan irresponsablemente la espalda.
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