Su supuesta incomprensión nos muestra lo desquiciado del sistema dominante: el capitalismo. ¿Para qué seguir produciendo cosas que nos dañan? Porque el dinero necesita inexorablemente más dinero.
Eso se puede ver actualmente con la quema de gran parte de la selva amazónica. Sabido es que esa gran cubierta boscosa es el principal pulmón del mundo, pues produce el 20 % del oxígeno que respiramos. Atentar contra esa fabulosa selva es atentar contra la humanidad en su conjunto. ¡Pero eso es lo que está haciendo el actual gobierno brasileño! Con el ánimo de contar con más tierras destinadas a la ganadería y a los monocultivos para la agroexportación, así como con el ingreso abierto de la minería depredadora, la administración de Jair Bolsonaro permitió la actual devastación, con consecuencias devastadoras en el mediano y largo plazo. Quemar los bosques es quemarnos a nosotros mismos.
La globalización —eufemismo por triunfo del capitalismo sobre las primeras experiencias socialistas— es un proceso no solo económico. Es más: si queremos extremar el concepto, donde más podemos verla, sufrirla incluso, es en la perspectiva ecológica que viene trayendo el nuevo modelo de producción industrial, surgido hace 200 años, hoy triunfador absoluto en todo el mundo. La globalización, en términos estrictos, es ante todo la mundialización de los problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse.
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Por tanto, la solución a esa degradación de nuestra casa común —la Tierra—, que desde hace algunos años se viene dando con una velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico. Es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial que inunda el globo, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación y a la falta de agua potable. En ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología. Y al mismo tiempo, en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más comunes, más globalizadas, que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental.
Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables, viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etcétera, la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importan más la mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. ¿Por qué quemar la selva amazónica? Porque a grandes empresas les resulta ventajoso. Si realmente hubiera interés en lo humano, en el otro, en el semejante, nadie debería pasar hambre ni carecer de agua ni sufrir de enfermedades que la ciencia está en condiciones de vencer. En definitiva, se ha creado un monstruo. Si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie a seguir obteniendo ganancia. Para que un 20 % de la humanidad consuma sin miramientos, un 80 % ve agotarse sus recursos. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se va tornando invivible. Sumamente peligroso, incluso. Los incendios forestales de Brasil lo permiten ver.
La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos son problemas de magnitud global a los que ningún miembro de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un problema político, y no solo técnico. Y es en la arena política —las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos— donde pueden encontrar soluciones.
No es Bolsonaro el problema. ¡Es el capitalismo!
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