Alejandra. Te encontré.

Era un regalo de graduación que le habían hecho a uno de mis hermanos, y este no era muy admirador de la narrativa nacional. Lo tomé cuando no tenía opción de escoger mis libros, porque no tenía plata para comprar los que yo quería. Así que agotaba aquellos que aparecían en la casa, o los que no traían la marca de “Librería Loyola” esmeradamente colocada en la parte superior derecha de la primera página. En “Saturno” el cuadro que todas las vacaciones miraba tomada de la mano de mi mamá en el Museo de Arte Moderno, tenía ahora una historia. Carlos Valenti abría a Guatemala el mundo de los pinceles y los caballetes de Europa de principios de siglo pasado. En su autorretrato, en uno de los primeros pasillos de la exposición permanente, la muerte ya se acercaba.

Pero al llegar a la mitad del segundo relato, desfilaba una lista de escritores suicidas, y entre ellos el nombre de Alejandra me llamó la atención, de la lista era la única mujer con nombre latino. Hacía unos meses que mi prima, Johanna Godoy, había publicado un poemario “Roja Eternidad”. Su último poema no podía dejar de leerlo: “Disfruto una vez más/ la soledad de no entender nada/ Nada en el sentido estricto de la palabra/ Sé que navego por el lado incorrecto de la vida/ y soy la gran perdedora de la vida”. El poema se llama “La nada de Alejandra”. Sin querer Eduardo Halfon y Johanna me hacían invocar la misma sensación. Por eso no dudé que estuvieran hablando de la misma persona.

Así, en el próximo viaje de alguien a Argentina, pedí desesperadamente un libro de Alejandra y la encontré. En sus palabras la que se encuentra soy yo. La aceptación y el disfrute intenso de los fantasmas que habitan a cualquier ser humano son reconfortantes. La vida interior, el goce de una misma, aunque no todo lo que se descubre en lo íntimo se quisiera conocer (o se quisiera ser), lleva a alcanzar nuestra esencia y en nuestra esencia poder rumiar mínimamente la esencia de los demás.

Los miedos de Alejandra también son mis miedos. Sobre todo en lo que significa ser mujer en nuestras sociedades (dizque) modernas y liberales: en ese rol de seducción, de belleza, de coquetería y de satisfacción sexual de otros. De una mal llamada libertad, que ha distorsionado la lucha de “aquellas, las de la historia”, convirtiéndonos en mujeres para gustar y escoltar. Pero eso sí, libres.

Mientras pienso en todo esto, le doy vueltas a esas palabras de la Alejandra de 19 años, cuestionándome en estas noches de lluvia: “Creo que mi femineidad consiste en no poder ‘vivir’ sin la seguridad de un hombre a mi lado en los períodos (¡actualmente tan escasos!) de ausencia de flirts, me siento terriblemente árida. Inútil. Como se estaría [sic] malgastando mi juventud. Y cuando estoy segura, es decir, cuando camino junto a un hombre que guía mi cuerpo, me siento traidora. Traiciono a ese llamado cercano que me planta junto a la mesita y me ordena: ¡Estudia y escribe, Alejandra! Entonces ya no grito ‘¡me muero de inmanencia!’. ¡No! Entonces, me siento ser. Me siento vibrar ante algo elevado que me asciende junto a sí”. 

En las palabras de Alejandra se extravían mis silencios.