«Hable con sus hijos sobre sexo, sobre la vida, sobre valores», nos aconsejan tanto porque los tiempos modernos siempre han dado miedo y siempre han sido perversos. La juventud es cada vez más desorientada y rebelde, como lo dijeron primero los habitantes de las cavernas y lo repetimos hoy, absolutamente convencidos de que es la verdad y de que nuestros tiempos fueron más nobles e inocentes.
El hecho es que aquí estamos, inseguros, asustados y medio acobardados, como nuestros padres y nuestras madres lo estuvieron en su momento. Y saber que todo esto no es más que otra vuelta de tuerca en el tornillo sin fin de la historia no nos resuelve nada. No importa si se trata de un padre, de una madre, de unos abuelos o tíos. Si tenemos preadolescentes o adolescentes en la agenda, tenemos que hablarles de la manera más difícil: como nunca nos hablaron a nosotros.
Algunas personas prefieren olvidar, abandonar el barco, jugar al avestruz o esperar a que la escuela o el colegio hagan el trabajo.
Recuerdo el caso de una profesora muy apreciada. Era joven, linda, inteligente, con un clic inmediato con sus estudiantes. ¡Ah! Y enseñaba biología, así que muchos padres de familia pensaban que estaba mejor posicionada que ellos para hacer la difícil tarea de la educación sexual.
Su clase quedaba como hipnotizada. Ella destrozaba las mentiras universales de la abejita, la semillita y la cigüeña. Los niños y las niñas comprendían bien lo que es el sexo seguro y aprendían los secretos kamasutrianos de las posiciones coitales, con todo y las distintas sensaciones que las acompañan. Aquello fue un escándalo marca Baldetti, si se me permite introducir la expresión. No culpo a la maestra. Quizá pensó que hacía lo correcto, que hablar sin tapujos a sus estudiantes requería no dejar cortina desplegada ni puerta cerrada.
Pienso que su fulminante despido fue injusto porque alguna autoridad descuidó conversar con ella sobre sus métodos pedagógicos y contenidos curriculares. Supuso que todo estaba bien, que no era necesario supervisar el trabajo en el aula.
Así que no hay que dejar las cosas ni al azar ni a otras personas. Pero ¿quién nos ayuda a cumplir con diligencia?
Lo anterior surge de mi reencuentro con un libro que me ayudó a complementar mi trabajo y que, estoy seguro, puede ser de ayuda a muchas personas.
Se trata de De hombre a hombre (cartas a mi hijo), de Kent Nerburn, un señor con doctorado en religión y arte que quiso regalar a su hijo los más importantes consejos para la vida de manera laica y humana. Más de 20 años después de haberme topado con su libro y de habérselo dado a mi propio hijo (quien me lo agradeció genuinamente 15 años más tarde), descubrí que el autor es una autoridad en espiritualidad e historia de los aborígenes que habitaron el norte de América, un defensor de los pueblos originarios del continente y un genuino puente entre lo que queda de aquellas culturas y la modernidad. De todo lo anterior nació la sinceridad de sus confesiones, lo genuino de sus análisis y lo sabio de sus consejos.
Su libro de cartas principia con la expresión: «Nacimos varones. Debemos aprender a ser hombres». Luego, en 28 capítulos recorre aspectos importantes de la vida, el verdadero significado de ser fuerte, el placer de dar, el lugar que debe dárseles al dinero y a la riqueza, el significado del sufrimiento, el sexo y su diferencia con hacer el amor, las drogas y el ciclo de la vida hasta que el hijo se convierta en padre. Finaliza con un capítulo sobre la muerte.
Como un día compartí con mi propio hijo, hoy quiero compartir con ustedes: padres, madres, hijos, hijas. Si su corazón vibra en la misma frecuencia que el de Kent Nerburn, este libro les parecerá una excelente ayuda para discutir capítulo tras capítulo con sus hijos y quizá con sus hijas. Aliviará la pesada carga, la enorme responsabilidad de asumir la paternidad y la maternidad como algo más que un tema biológico o de provisión material.
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