Esa vez, debajo del agua fuimos a una manifestación pequeña en el parque central, donde se presentaron Ishto Juevez y otros cantores para honrar tristemente al maestro. Debajo se restregaba una sensación parecida a la que tenemos ahora: desasosiego e incertidumbre.
Cuarenta adolescentes, cifra que va subiendo, calcinadas en un albergue al cuidado del Estado. Cada vez me convenzo de lo que dice otro amigo: esto sencillamente no es un país. No hay garantías mínimas para vivir, cualquiera orina en las esquinas, te roban por todos lados, niños mendigos en cada semáforo. ¿Qué nos diferencia de un círculo infernal dantesco?
El presidente Jimmy Morales, sobra decirlo, está ausente. Nunca tuvo un plan, se rodeó de la mafia, aprendió actuación para poder levantar la ceja en CNN, se alió a los que siempre han dominado y ahora se atrinchera para que la justicia no lo atrape ni a él ni a los suyos.
Por otro lado, los económicamente más poderosos, en lugar de participar en las soluciones de fondo, están empeñados en bloquear la justicia indígena usando millones de quetzales, en un acto de temor absoluto a nuevas formas de convivencia (estas sí más pacíficas).
Recuerdo las palabras de algunos líderes indígenas antes de anunciar la retirada del artículo 203 constitucional del pluralismo jurídico. Dijeron que en las comunidades no se siente el terror que se acostumbra sentir en la ciudad, que allá la gente no se mantiene alerta para que no los maten ni los violen.
«El sistema ordinario es el que está en crisis. El nuestro no», repetían las autoridades. Contaron que la intención de impulsar este cambio a la Constitución era oxigenar este sistema que, contaban, los ha criminalizado, como en el caso Barillas, en el cual se demostró una conspiración para crear imputaciones falsas a líderes ancestrales.
Tengo la seguridad de que las élites políticas y económicas no logran la claridad suficiente para ejercer un liderazgo que haga funcionar al país. Están gastando sus recursos en defenderse, en crear escudos para que no les machuquen las colas. Mientras, todo se dirige a tocar un fondo más hondo que, contradictoriamente, podría conducirnos a la serenidad.
Porque el fracaso absoluto nos dará libertad. Solo así admitiremos nuestra verdad insoslayable. Que nada (o muy poco) funciona. Que las instituciones están permeadas de estructuras contrainsurgentes que, por ejemplo, desarrollaron casas cuna ilegales con los niños que quedaban sueltos luego de los combates. O que las aduanas (como en el caso La Línea), que eran importantes para controlar el trasiego de armas, terminaron en manos del crimen organizado. Así está todo el país. Descompuesto.
Una aceptación sin reservas de lo enferma que está nuestra sociedad, contaminada por la violencia, el egoísmo, la apatía y el miedo, podrá darnos luces en este momento donde la infamia de las muertes prevenibles corroe nuestros estados mentales.
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