Perteneció a una generación de insignes maestros que supieron formarnos —a quienes tuvimos la dicha de estar bajo su tutela—, con la disciplina que exige todo entrenamiento quirúrgico y el afecto que presupone como esencial —para su ejercicio— el apostolado médico.
Junto a los doctores Eduardo Lizarralde Arrillaga, Roberto Arroyave y Carlos Gallardo Flores, conformaron un grupo de mentores que a ratos se constituyeron como nuestros padres o hermanos según ameritaba el momento. Procuraron formarnos holísticamente. De esa cuenta, junto a la ciencia quirúrgica aprendimos acerca de fotografía clínica, pintura abstracta, cómo proyectarnos socialmente en un país tercermundista y muy especialmente, todo aquello que nos pudiera ser útil para ejercer al servicio de un pueblo que comenzaba a lindar entre la pobreza extrema y los horrores de la guerra interna. Así, hasta del nailon de pescar hicimos un excelente material de sutura para la piel.
Mi primer encuentro con ellos fue en el pregrado, concretamente, para el Terremoto de San Gilberto que el 4 de febrero de 1976 provocó la muerte de 20,000 guatemaltecos solo en la primera embestida. El Hospital Roosevelt fue el único que quedó intacto. Ese día era el segundo de mi práctica de cirugía. Me dejaron en el hospital habida cuenta de que sabía suturar. A otros compañeros los enviaron a Patzún para clasificar heridos, a fin de determinar quiénes debían ser trasladados al Roosevelt. El Dr. Silvio Pazzetti Galván, —en ese entonces Jefe de Residentes y hoy Cirujano Pediátrico—, me asignó como asistente del Dr. Jaime Pérez Molina, —hoy Cirujano Cardiovascular—. Jaime era Médico Residente de Tercer Año. Horas más tarde, hubimos de presentar los casos a cargo de Jaime a los doctores Solís Hegel y Gallardo Flores y, por primera vez, escuché acerca de las placas y movimientos tectónicos que afectaban a Guatemala. El Dr. Solís nos explicó muy didácticamente cuáles eran las cuatro fallas más importantes: Motagua, Jalpatagua, Chixoy-Polochic y la de Jocotán. El doctor Gallardo nos habló de la historia de los terremotos en Guatemala.
Meses después me enteré que, tanto él como el doctor Carlos Gallardo, disipaban la tensión de sus alumnos incluyendo en sus diálogos temas ajenos al desastre que se vivía. Por supuesto, sin descuidar la debida atención a los pacientes.
Un viernes de mayo del 76, me invitó a cenar en un bar llamado La Cueva de los Capitanes. La fonda quedaba en un hotel de la actual zona rosa capitalina. Yo no pasaba de ser un practicante de cuarto año de pregrado. Mi sorpresa fue encontrarme con Internos y Residentes de primer grado a quienes también había convidado. El común denominador del grupo era que todos, excepto él, éramos originarios del interior de la República. Nos convidó a un trago y una comida frugal; el objetivo del pequeño jolgorio fue mostrarnos ese mundo del glamour capitalino del momento. No sé cómo se enteró porque, ninguno de sus invitados habíamos entrado a un lugar así. Ni los médicos recién graduados. Nos explicó que tarde o temprano habríamos de visitar uno y quería enseñarnos desde cómo comportarnos hasta dónde llegar con el licor. Años después, ya Residente de Cirugía, volví al sitio aquel ahora acompañado también del doctor Gallardo Flores y justamente, supimos cómo comportarnos y hasta dónde llegar: Cero tragos. El día siguiente era de turno para quienes los acompañábamos.
Las jornadas en sala de operaciones eran solemnes, magistrales y de cada cirugía salíamos más instruidos.
Un día, firmó como Director del Hospital la documentación que me permitiría continuar estudios en Brasil. Al despedirnos, me miró fijamente y comentó: —Pensamos con Guayo —el Dr. Eduardo Lizarralde— que usted no es para estas ciudades, usted debe radicarse en Cobán al volver de Brasil.
Así lo hice y no me arrepiento.
Por esas razones, nunca dejo de agradecer a Dios haber encontrado desde mis estudios de secundaria maestros que, como él, supieron enseñarnos a descubrir la frontera entre el bien y el mal, de lo mágico y lo real, lo ilustrado y lo profano. Y cuando uno de ellos se va, la nostalgia me viene y no dejo de tararear la canción: Adiós a un maestro.
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