La idea de los tres mundos (primero, segundo y tercero) nació en el contexto de la Guerra Fría (Sauvy, 1952), desde una visión occidentalizada y en el marco de la geopolítica que dividía al mundo entre el comunismo y el capitalismo. Se les llamaba primer mundo a los países de la OTAN. Como consecuencia, los países del segundo mundo, al cual nadie se refería explícitamente, eran los pertenecientes al bloque soviético más los que se encontraban bajo su influencia.
Los países tercermundistas eran aquellos países neutros, que por diversos motivos (por ser pequeños y dependientes) no estaban definidos ideológicamente y eran vulnerables a ser satélites de los dos grandes bloques mencionados. Es decir, el tercer mundo no era realmente una denominación relativa al desarrollo económico de los países que lo conformaban, sino a su vulnerabilidad o indefinición en materia de geopolítica.
En un mundo globalizado, pos guerra fría, y a casi dos décadas del nuevo milenio y de los cambios que esos factores implicaron en formas de organización política y en sistemas económicos, la clasificación de los países adquiere una nueva dimensión. Observar un mapamundi que divida a los países por sus ingresos per cápita presenta una línea imaginaria según la cual los países al norte del paralelo 30º, con las excepciones de Australia y Japón, son los que, en general y en promedio, cuentan con ingresos arriba de USD 25 000 anuales y con niveles de desarrollo humano encima del promedio mundial. Son países con distintas formas de organización económica (desde el Estado benefactor de los países escandinavos hasta el capitalismo al estilo keynesiano de Estados Unidos).
Por debajo de esa línea, donde también se concentran los 50 países más pobres del mundo y los más desiguales, a excepción de Australia y los Tigres Asiáticos, el ingreso per cápita medio es menor de USD 5 000 anuales.
Sorpresivamente o no, 145 de los aproximados 150 otrora países tercermundistas se encuentran hoy en la lista de los países que algunos denominan menos desarrollados.
El debate mundial de hoy pasa de una división política Este-Oeste a una división económica Norte-Sur. Curiosamente, los países del hemisferio sur muestran mayor abundancia relativa en recursos naturales, biodiversidad y culturas precoloniales vivas, y aun con etnias e idiomas similares prevalece en ellos el divisionismo político. El Sur, en general, comparte con Estados Unidos y Canadá historias de colonialismo y de opresión de sus pueblos originarios (indígenas).
El Norte, en cambio, muestra tendencias convergentes en cuanto a crecimiento económico, políticas públicas, intereses y bloques comerciales, así como un estilo de vida hegemónico basado en el modelo pos-Bretton Woods y una cultura que se denomina occidental. Pretender copiar modelos económicos y recetas de libro sin ponderar las realidades sociales, la sabiduría de sus pueblos originarios y la historia de colonización y de opresión de poblaciones enteras que comparte el hemisferio sur puede ser una de las razones por las que fallan. Más aún, ignorar las grandes asimetrías de poder político y económico y la influencia cultural que ejerce el hemisferio norte en el sur es hasta irresponsable.
El debate entre socialismo y capitalismo debe contextualizarse en un paradigma actualizado a los tiempos que se viven. Hay que pasar de esa simplista pero muy arraigada dicotomía capitalismo-comunismo a una visión más real: lo que se observan son economías mixtas basadas en los mercados. Una discusión más inteligente y productiva se da en evaluar el grado de intervención de los Gobiernos y sus resultados en el bienestar humano, ecológico, económico y social.
Comprendamos que, hoy por hoy, todas las economías del mundo cuentan con una proporción importante de intervención gubernamental en la cual los mercados son el motor fundamental de asignación de los recursos y la producción está principalmente en manos privadas.
Los indicadores para medir el bienestar deben evolucionar: deben pasar de evaluar el crecimiento económico como indicador de bienestar a hacer de este un medio para evaluar su impacto en otros indicadores de calidad de vida, como los índices de desarrollo humano, ecológico, de bienestar, de convivencia armónica, de derechos humanos, de inequidades y otros que el nivel de ingresos no es capaz de explicar por sí mismo.
Mientras el debate solo consiga excluir la falsa dicotomía Estado-mercado, la conversación hacia el desarrollo humano seguirá siendo estéril.
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