Todo, por una conflagración entre enemigos acérrimos que, aparte de molerse a palos con lo que haya a la mano los domingos, son familiares, compañeros de estudio y colegas de trabajo entre lunes y sábado.
Los argentinos clubes atléticos Boca Juniors (Boca) y River Plate (River) se están montando un numerito telúrico, pues los hechos exceden con abundancia al futbol, a la pasión deportiva, al entretenimiento, a la ética, a la moral, al sentido común…
Para quienes no han seguido esta historia reciente, se trata de dos equipos históricos del futbol que tienen rivalidades de distinto grado con otros, pero lo que existe entre ellos es ya incalificable.
Sucede que las combinaciones deportivas y alguno que otro evento polémico pusieron a estos dos actores nacionales en un escenario totalmente inédito: la Copa Libertadores, el trofeo que define cada año al mejor equipo del futbol sudamericano. Nunca habían jugado entre ellos por esta copa. Por eso lo llamaron el partido más importante de sus centenarias historias.
El campeonato se decide a dos partidos, uno en la casa de cada equipo.
Hasta aquí, todo bien. Pero un fenómeno social de odio, llamado por eufemismo rivalidad deportiva, ha provocado que, en general, los juegos de futbol en ese país no puedan recibir a las aficiones de ambos equipos por el grado de violencia que se desata. Aquí el asunto deja de pertenecer al ámbito del deporte, pero diríase que a la sociedad no le interesa y que esta terminó acostumbrada e indiferente.
Muchos partidos se juegan con enormes operativos de seguridad pública antes, durante y después, dentro y fuera de los estadios. Este es un segundo elemento que termina por volverse normal. Los partidos entre grandes rivales le cuestan mucho dinero al Estado: policías, bomberos, médicos…
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Primer partido (¿necesito decir que con polémica de por medio?): empate 2-2 en casa de Boca. Lo que se vino para el segundo partido es demasiado largo para explicarlo aquí y debe considerarse especulativo hasta que no haya una investigación oficial: lapidación del autobús de Boca, jugadores heridos, médicos de la Confederación Sudamericana de Futbol (Conmebol) que no obtuvieron permiso para investigar la gravedad de las heridas, acusaciones de conspiración, allanamientos legales y secuestro de boletos falsificados, desorganizada acción policíaca, combates callejeros entre fanáticos de ambos equipos, etcétera, etcétera.
El partido se reprogramó un par de veces para jugarse el mismo día de los ataques al bus (fueron al menos dos). Luego se pospuso para una fecha indefinida. Boca se negó y sigue negándose a jugar y exige descalificación y una dura sanción para River. La Conmebol ya puso fecha para el nuevo partido, pero decidió que se juegue fuera de Argentina. Y hay medios de comunicación que hablan de Paraguay y hasta de Catar.
Cambiemos la lente, pues esto no es en realidad un problema Boca-River. Se trata de una sociedad, de un Gobierno y de unas autoridades deportivas que sacaron de la ecuación lo que parece ser muy simple y esencial: diversión, entretenimiento familiar, valores deportivos y paz social.
Insolente, la barbarie se instala en el sofá, se quita los zapatos y los lanza como proyectiles al tiempo que ríe cínicamente. Los dueños de casa (la sociedad) callan y se acomodan como pueden. Se hacen los desentendidos, se quejan, pero sin convencimiento. Se mienten a sí mismos diciéndose que esto es normal, que no hay mucho que se pueda hacer, que actúen las autoridades… Piden «que alguien haga algo», como si con eso se autoabsolvieran de cualquier culpa por indolencia. El aparato económico tose fuerte para que no se oigan las fingidas quejas de la sociedad. Y callan también los árbitros, quizá los más desprotegidos y martirizados en este drama de diseño.
Veo la arremolinada polvareda del partido Boca-River y no puedo dejar de pensar en Guatemala, con su escandalosa lista de cosas que prefiere llamar normales y su patética actitud de dejar hacer y dejar pasar.
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