Y es que pareciera que la versión más generalizada le asocia un rasgo apocalíptico alimentado por el morbo o la simple ignorancia que ha encontrado eco en producciones hollywoodescas y literatura light. A ello le sigue la explotación comercial y turística, de la cual parecen beneficiarse empresas de toda índole. Otra interpretación, acaso con visos de profundidad, asocia a esta fecha un periodo de cambios importantes para la humanidad; no escapa, sin embargo, a una tendencia determinista, como si una fecha, por sí misma pueda detonar cambios profundos para nuestra sociedad.
En el fondo, no deja de escandalizar el contraste entre el significado de esta fecha denominado por algunos como “renacer de los mayas” con las condiciones sociales, económicas, culturales y políticas que enfrentan los mayas actuales. Y es que es difícil concebir dicho renacer en el contexto de un Estado guatemalteco a todas luces monocultural, es decir, un Estado que sobre la única base de la arbitrariedad y del poder histórico de un grupo, ha erigido una cultura como cultura oficial. Por eso, el idioma oficial es el castellano; el sistema de justicia tiene bases romano-bonapartistas heredadas de España; la educación pública (con tímidos avances en educación bilingüe maya-castellano) sigue siendo predominantemente en castellano; el Estado aunque formalmente es laico es en el fondo confesional de corte cristiano y así se pueden seguir señalando rasgos de un estado que privilegia una cultura sobre las otras, principalmente sobre la cultura maya.
Se ha llegado a tal extremo que, en complicidad con una oscura tradición de parte de la arqueología, se ha llegado a negar la existencia del pueblo maya y su cultura como si los antiguos mayas que habitaron las impresionantes ciudades del periodo clásico hubieran desaparecido de la noche a la mañana, de manera inexplicable. En tal sentido, la arqueología convencional tiene una gran deuda con el pueblo maya y debe restituirles la continuidad histórica que les une con sus antepasados. Por eso, esfuerzos como los que hace actualmente la Escuela de Historia de la USAC merecen el reconocimiento, al tratar dicha fecha con objetividad y sentido crítico.
Ese sentido crítico implica también cuestionar el sofisma cuasi liberal, tan difundido en nuestro medio, según el cual aquí no cabe hablar de diferencias. Por eso, se trilla hasta el cansancio la noción según la cual acá no habemos mayas, indígenas, ladinos o mestizos; acá “todos somos iguales, todos somos guatemaltecos”. Dicha noción simplona sería válida y hasta aceptable, si nuestra sociedad fuera étnica y culturalmente homogénea o, dicho de otra manera, si el Estado, en una sociedad diversa como la nuestra no fuera monocultural sino multicultural, es decir que reconociera con plenos derechos a todos sus habitantes, incluyendo el derecho a la identidad cultural. Esa visión cuasi liberal olvida que el Estado forma parte de la estructura básica de la sociedad y su rol básico de proteger la vida humana implica reconocer las diferencias e incorporarlas en la legislación y las políticas públicas. El derecho a la identidad cultural forma parte de la autoestima individual y colectiva, es decir, parte de la dignidad de una persona o grupo y como tal, su naturaleza es inviolable.
Por eso, la celebración del Oxlajuj Baq’tun este 21 de diciembre debe ser motivo de esa reflexión como sociedad en su conjunto. Mientras una parte importante de la población guatemalteca esté excluida, no es posible forjar un sentido de nación pues la nación no se forma a base de símbolos patrios o toques de redoblantes sino es el resultado de décadas, acaso siglos, donde los integrantes de un país se reconozcan como parte de un todo, dentro del cual son respetados y tienen los mismos derechos reconociendo las diferencias. En caso contrario, el 21 de diciembre, lejos de ser un hito para trascender como sociedad, será recordado como una llamarada de tusa o una quemadera de pirotécnicos.
Más de este autor