En la terraza había tenido una tribuna privilegiada para ver los homenajes preparados en cada esquina por los vecinos que rendían pleitesía al ilustre cacique local (que por estos días es candidato a guardar prisión en una guarnición militar con otros igualmente ilustres miembros de su generación). La ciudad completa, hasta entonces de calles llenas de polvo, se había visto tapizada de adoquín, lo cual coincidía con la cercanía de las elecciones.
La casa en que vivía no daba para quejarse en absoluto. Tres niveles, tres microclimas. Desde la planta baja hasta el techo, la temperatura variaba de cuatro a cinco grados en promedio. Y el vecindario era fantástico: al sur y al norte, dos iglesias evangélicas con equipos de amplificación que serían la envidia de varias salas de conciertos. Al cruzar la calle, el establecimiento del Tío Lolo, donde este limpiaba prolijamente con una toalla vieja cada litro de cerveza para quitarle el polvo acumulado, seguramente desde 1997, el año del último calendario colgado en la pared. Mención de honor para los bares Aquí me Quedo 1 y 2, cuyas rocolas habían compilado todos y cada uno de los éxitos de Los Tigres del Norte, que me ayudaban a darle ambiente a la lectura de La Reina del Sur.
Todos se turnaban entre las 6 y las 12 cada noche, incluidas las iglesias, para no quitarse clientela y no mezclar sonidos. Y a partir de la medianoche el matadero de cerdos ubicado en la casa de atrás daba inicio a su ritual de lo habitual, que se extendía un par de horas en la madrugada.
Digamos que por entonces me hacia compañía una copia del primer disco de Audioslave conseguida la noche del Jueves Santo de ese mismo año en Antigua. Un grupo de extraños de pelo largo, vestidos completamente de negro y haciendo headbanging al ritmo de Black Sabbath, habían instalado una mesa con una selección ecléctica de grabaciones piratas de metal, entre las cuales se había colado la unión de los Rage Against the Machine y Chris Cornell, que conseguí por 15 quetzales. El puesto estaba en una calle cercana a la iglesia de La Merced, con la única alfombra con motivos de metal que nunca he visto otra vez y que, entre porros, seguramente sigue esperando que ojalá una procesión pase por allí. He vuelto varios años. ¿Dónde están? Sé que los vi con mis propios ojos (parafraseando a Ozzy).
Y también me acompañaban el Play y el 18 de Moby, con los siempre increíblemente tristes In This World y Why Does My Heart Feel So Bad?, tal vez no diferentes del Otherwise de Morcheeba, que fueron de gran utilidad en las tres o cuatro horas que tomaba entonces llegar a Nebaj.
Nunca fue aburrido. Como la fuga frustrada de la cárcel porque un diligente agente de policía (imposible olvidar su nombre escrito con implantes de oro en su dentadura) entendió que había algo mal en la entrada de muchas escobas y cables (autorizada por su superior) que se usaron para fabricar una escalera que iba del patio de la prisión a la calle.
O la historia del indígena uspanteco que no hablaba español, encerrado seis meses en esa misma cárcel por una jueza de paz que lo condenó a 15 días de prisión (para un heladero, pagar 500 quetzales de multa era imposible) por hurtar la vaina de un machete y que luego se olvidó de la boleta de excarcelación. Él pensó que era de por vida. Igual que aquel otro juez que había decidido fallar con la Biblia y dejar de lado el Código Penal.
Recuerdo haber abandonado Santa Cruz al ritmo de Seven Nation Army, de los White Stripes, pensando que la siguiente parada iba a ser Kabul y que en ese dúo mandaba la batería, no la voz de Jack White.
Tal vez estaba muy influenciado por el Boom! de System of a Down y me veía buscando a los talibanes. Pero la vida te da sorpresas (gracias, maestro Blades): el viaje era redondo a Guatemala vía Melbourne. Y profundamente más satisfactorio.
¿Por qué Santa Cruz me vino a la memoria? Despedidas y reencuentros con buenos amigos, una bolsa con viejos CD no escuchados en algún tiempo y los atardeceres fríos de cielos rojizos y grises de esta semana parecen haber contribuido a rescatar memorias para esta columna, que escribo de noche, escuchando Midnight Boogie, de los Samsara Blues Experiment, mientras me queda una sonrisa indescriptible al haber regresado a casa y haber encontrado a mi hija pequeña haciendo recortes mientras tarareaba: «I see a red door and I want it painted black».
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