Los estudios genealógicos son una alternativa pedagógica para identificar al abuelo pardo y a la abuelita indígena que todos tenemos en nuestro árbol familiar.
Ahora que se ponen de moda los mayas debido a la expectativa del 21 de diciembre 2012, fecha del calendario gregoriano en la que finalizará el 13 b’ak’tun del calendario maya de cuenta larga, hay que aprovechar para discutir varios temas que pasaron casi desapercibidos durante la campaña electoral. Entre otros, los de las identidades y las relaciones interétnicas en Guatemala, incluyendo el racismo y la discriminación. También debe debatirse un asunto de vital importancia en el marco de los Acuerdos de Paz, que la nueva Administración de Gobierno ha prometido retomar: los derechos políticos, no solo culturales, de los pueblos indígenas.
En este contexto de atención mediática a nivel planetario, los guatemaltecos –es decir, los que asumimos como identidad primaria la nacional, delimitada por una serie de instituciones formales e informales de origen colonial y republicano–, seguramente nos replantearemos cuáles son las raíces que nos vinculan con una cultura milenaria y admirada por sus logros en matemáticas, astronomía, arquitectura y las artes plásticas. Quienes se autoidentifican en los censos de población como “indígenas” o aquellos que se consideran “no-indígenas”, tendrán el incentivo para repensar si la identidad política maya les interesa o conviene, al menos como referente histórico o meramente cultural.[1] Posiblemente, la espiritualidad maya encontrará un nicho importante en personas que buscan dar sentido a su vida, sin importar la identidad étnica previamente asumida por ellas.
Para retomar contacto con nuestras raíces ancestrales debemos investigar sobre la propia historia familiar por medio de la genealogía. Dicha disciplina ha dejado de ser un estudio clasista para “demostrar” pureza de sangre o linaje noble, y se ha convertido en un instrumento accesible a todas las personas para profundizar en su pasado.[2] Un mosaico conformado por historias personales de nuestros abuelos y abuelas, las cuales fueron condicionadas por los contextos que les tocó vivir y que, en algunos casos, ellos mismos influenciaron. Descubrir quiénes fueron nuestros antepasados nos obliga a replantearnos, entre otras cosas, nuestra identidad étnica, nuestras creencias religiosas y preferencias político-ideológicas. Sobre todo, nos ayuda a comprendernos mejor, pues saber de dónde venimos es parte de la respuesta a la pregunta ¿por qué soy lo que soy?
Yo llevo unos seis años de investigación sobre mis ancestros y no dejo de sorprenderme ante cada descubrimiento que hago. Soy descendiente de esclavos negros en el ingenio azucarero de los dominicos en San Jerónimo, Baja Verapaz; también de un conquistador de Yucatán que, para mantener el privilegio de su encomienda, se casó con la sobrina de Moctezuma II. En mi configuración genética tengo tanta herencia de pardos yucatecos como de mayas del Itzá. Mis antepasados indígenas de la Verapaz se mezclaron con los esclavos que luego fueron libertos, así se convirtieron de mulatos y zambos en ladinos, y gracias a la carrera militar durante los gobiernos conservadores y liberales del siglo XIX y principios del XX lograron escalar socialmente. Todo esto me ha llevado a preguntarme ¿Cuál es mi identidad étnica?
Me comprometo entonces, desde esta Plaza Pública, a retomar las reflexiones personales y colectivas sobre etnicidad, ciudadanía, el Estado multicultural, prejuicios y estereotipos, para ver si construimos una nueva identidad, incluyente, ojalá supranacional y hasta cosmopolita, que reconozca nuestra historia como una forjada por actores de muy diversas procedencias culturales y étnicas.
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