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La utopía de Bukele: remilitarizar y encarcelar, traicionando los Acuerdos de paz

…el régimen necesitaba al menos unos veinte años para completar el programa de reformas que estaba sacando al Perú del subdesarrollo y ascenderlo a país del primer mundo. Sobre el terrorismo, se extendió justificando su política de «mano dura» con un ejemplo que puso los pelos de punta a algunos de los presentes: «No importa que mueran veinte mil, entre ellos quince mil inocentes, si matamos a cinco mil terroristas». Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas
Los buenos ciudadanos debían ser, antes que nada, buenos militares dispuestos a servir a la patria con las armas en la mano.
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La utopía de Bukele: remilitarizar y encarcelar, traicionando los Acuerdos de paz

Palabras clave
Ilustración: Suandi Estrada
Gráficos: Gabriel Serrano
Historia completa Temas clave
  • Bukele traiciona los Acuerdos de paz firmados en Chapultepec hace treinta años.
  • Remilitariza el país: aumenta el presupuesto y el número de agentes del ejército y la policía.
  • Asigna tareas de seguridad pública a la Fuerza Armada.
  • Enfrenta un problema social con instrumental bélico.
  • Sustituye el Estado de derecho por un Estado de excepción.
  • Eleva la tasa encarcelados a 1,296 por cada cien mil salvadoreños, la más alta del planeta.

Nayib Bukele se propone dar una solución definitiva al enfrentamiento entre las maras y el Estado salvadoreño que durante más de veinte años ha puesto en cuestión la gobernabilidad del Pulgarcito de América. Su principal estrategia es la construcción de un gigantesco complejo carcelario, con capacidad de albergar a decenas de miles de presuntos pandilleros en un país que ya tenía la mayor tasa de reclusos de América Latina.

Los más recientes sucesos en El Salvador integran un capítulo que podría titularse «Historia de dos ciudades»: la Ciudad Bitcoin y la ciudadela de doscientas manzanas que será el primer Centro de Confinamiento del Terrorismo. El paraíso fiscal edificado sobre una criptomoneda y el infierno encarnado en una mega prisión. Uno emplazado junto al Golfo de Fonseca y el otro emergiendo en el cantón El Perical, de Tecoluca, departamento de San Vicente. Ambas en construcción. Parecen dos extremos opuestos —el doctor Jekyll y míster Hyde— del proyecto modernizador —¿deberíamos decir posmodernizador?— de la administración de Bukele. Pero una perspectiva histórica y comparativa nos dice que entre programas de desarrollo y represión no ha habido contradicción. Las dos ciudades integran un vasto paisaje imaginado por el desarrollismo.

Esa fusión binaria de lado tenebroso/militar y el lado bondadoso/tecnológico del progreso la expresó con un dramático ejemplo Svetlana Alexiévich: «El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios»(1). Socias son también las dos ciudades, la del bitcoin y la prisión, hermanadas por una misma visión del futuro que distribuye Chivo Wallet entre los chicos buenos, mientras captura y confina en mazmorras a los malos. Esta combinación tiene una larga trayectoria.

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«No son necesarios largos análisis históricos para apreciar la importancia de los militares y del militarismo en El Salvador», escribió Ignacio Ellacuría en 1984(2). Esa importancia ha sido desplegada con tal consistencia que el progreso ha caminado de la mano del fortalecimiento de las fuerzas armadas.

A lo largo de todo el siglo XX modernizarse significó militarizarse y el desarrollo del aparato estatal implicó un fortalecimiento y expansión de las especializaciones, agentes y poderío militar.

La Guardia Civil fundada en 1867 y la Policía Reformada que la sustituyó en 1883 no se limitaban a mantener el orden público. Debían hacer respetar las novedosas normas de salubridad que mimetizaban los protocolos de las naciones industrializadas.

En ese fin de siglo, a la policía rural le correspondió sofocar el descontento por los desalojos tras la abolición de las tierras comunales, conditio sine qua non de la expansión cafetalera a la que estaba ligado el despegue económico de El Salvador.

En 1912 un capitán de la Guardia Civil española se hizo cargo de la academia de la policía para asegurar su puesta al día en procedimientos y técnicas. Ese año se fundó la Guardia Nacional, dedicada a la disolución de sindicatos, la protección de las cosechas, el registro de los obreros agrícolas y la autorización de las guardias privadas de las haciendas.

Creada en 1933, la Policía de Hacienda combatió los delitos fiscales —el contrabando y la producción ilegal de bebidas alcohólicas, sobre todo— para garantizar mejor el nexo entre el robustecimiento estatal y la expansión capitalista. Posteriormente la Policía de Aduanas y la de Inmigración hicieron sus aportes a ese mismo nexo (3).

El militarismo también se fue colando por otros canales. Se hizo presente en el nuevo reglamento de instrucción pública primaria de 1889 que impuso la asignatura «Ejercicios militares», obligatoria para estudiantes de primero a sexto grado.

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Al año siguiente, el inspector de instrucción pública de Cabañas y Chalatenango recibió cincuenta rifles de madera, probablemente destinados para cumplir a cabalidad con los ejercicios militares. La asignatura de táctica militar enseñaba «el arte de disponer, mover y emplear las tropas sobre el campo de batalla, con orden, rapidez y recíproca protección, combinándolas entre sí con arreglo a la naturaleza de sus armas y según las condiciones del terreno y disposiciones del enemigo» (4). Los buenos ciudadanos debían ser, antes que nada, buenos militares dispuestos a servir a la patria con las armas en la mano.

La mano coercitiva del Estado siempre fue la más visible del sector público y la que alcanzó antes los rincones más remotos, transitando por veredas que ni maestros ni médicos habían hollado. No podía ser de otra forma durante la guerra civil: en 1985 a la inversión pública social se destinaba el 24.5 por ciento del presupuesto nacional, mientras la cartera militar absorbía el 27.3 por ciento (5).

Pero ese sesgo no fue novedoso. El crecimiento del aparato militar a expensas de otros sectores públicos viene de antes. Según los cálculos de Rafael Guidos Véjar, en el primer cuarto del siglo XX los gastos de defensa nacional oscilaron entre el 21 y el 26 por ciento del gasto público, mientras los de servicios sociales y culturales lo hicieron entre el 7 y el 15 por ciento (6).

Por eso desde mediados del siglo XX las áreas rurales se fueron llenando de tupidas redes de paramilitares que bajo la modalidad de patrullas cantonales y otras formas asumieron funciones de policías, fiscales y jueces.

A razón de 3,500 reclutas anuales, a mediados de los años sesenta había sin duda más de 35,000 paramilitares, porque a esas cohortes se añadían las reclutadas antes de 1955 (7). El ejército fue el principal canal de relaciones de comunicación y colaboración entre el Estado y las comunidades campesinas. Otras áreas del sector público no tuvieron esa reproducción y presencia vicaria en los cantones. No hubo cuadrillas de paramaestros o paraenfermeros ni asignaturas de primeros auxilios.

Esa expansión militar se confirmó y acentuó durante la Guerra Fría con la colaboración entre militares salvadoreños y agencias del gobierno estadounidense. En ese contexto y con la revolución cubana como trasfondo inmediato, según cuenta el historiador Knut Walter, «el gobierno de los Estados Unidos se mostró particularmente preocupado por la situación en El Salvador. Según un cable de 1960 enviado desde su embajada en San Salvador, la ‘tríada oligárquica —ejército, terratenientes e Iglesia— que ha gobernado este país durante décadas’ tendía a resquebrajarse mientras que la oposición se fortalecía a partir del ‘liderazgo ejercido por comunistas y el apoyo moral y financiero de fuentes cubanas’» (8).

La reacción de largo aliento fue una apuesta por el militarismo que dotó a las fuerzas armadas de una patente de corso estadounidense de efectos cataclísmicos en un contexto de violencia estatal globalizada, según expone el historiador Robert H. Holden en un libro cuyo elocuente título es la condensación de todo un tratado sobre el tema: Armies without nations. (9)

Para asegurar su influencia sobre quienes tenían la sartén por el mango, Estados Unidos entrenó a 250 oficiales salvadoreños entre 1986 y 1988 (10). Cualquier proyecto político de país requería el nihil obstat de esa bina formada por los militares salvadoreños y el gobierno de los Estados Unidos. Así lo formuló Ellacuría: «Nada puede prosperar en El Salvador con el veto de la Fuerza Armada o de Estados Unidos» (11).

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Ese poder se expresó en un crecimiento del ejército. Mario Lungo usa fuentes que hablan de un continuo ascenso desde 10,000 en 1979, duplicados a 20,000 en 1981 y de nuevo duplicados a 40,000 en 1984, hasta llegar a 56,000 en 1987 (12). Es posible que Lungo se refiera a una combinación de fuerzas armadas y fuerzas de seguridad.

Sus cifras son semejantes a las que el historiador Knut Walter y el politólogo Philip J. Williams tomaron de un documento del International Institute for Strategic Studies donde se distingue entre los 6,939 soldados de las fuerzas armadas y los 3,000 agentes en los cuerpos de seguridad en 1979, y se muestra un ascenso hasta llegar en 1989 a los 43,500 y 12,600 efectivos en los mencionados organismos (13).

Algunos analistas sostienen que esos datos no reflejan el número real, habida cuenta de que los mandos locales mantenían nóminas abultadas con reclutas fantasmas para canalizar hacia sus bolsillos una importante proporción de la masa salarial. Cincuenta fantasmas en cada brigada dejaban a su comandante una ganancia de 60,000 dólares anuales (14).

Esa corrupción —sostiene politólogo británico James Dunkerley— fue incentivada por la ingente afluencia de fondos estadounidenses: 1,232 millones de dólares entre 1980 y 1993 solo en ayuda militar directa, a los que el gobierno estadounidense sumó otros 3,607 millones de apoyo económico (15). Esa ayuda —señalan Walter y Williams— aseguró la supervivencia del gobierno, pero hizo muy poco para fomentar un «profesionalismo democrático» en las fuerzas armadas (16).

Cuando el Congreso estadounidense y algunos elementos del Departamento del Estado quisieron imprimirle un giro a las relaciones con El Salvador y arrebatarle a los militares los plenos poderes que ostentaban desde 1932, se enfrentaron con una resistencia que no previeron pese a que la construyeron concienzudamente. Ellacuría vio claramente que la práctica de la democracia electoral no desartillaba al Estado: «Aunque las elecciones de 1982 y de 1984 dieron paso a presidentes civiles (Magaña y Duarte), no ha disminuido la presencia del poder militar en la conducción del país; al contrario, en un cierto sentido ha aumentado, por cuanto el peso de la guerra en la actual coyuntura política hace imprescindibles a los militares y, en alguna medida, los constituye en árbitros decisivos» (17). Ellacuría no se equivocó. Todos los avances obtenidos por las administraciones de Magaña y Duarte en desmilitarización del Estado colocando civiles en puestos de ministros y embajadores antes ocupados por hombres de armas, fueron revertidos por Alfredo Cristiani (18).

A pesar de las señales ominosas, se esperaba un cambio con la firma de la paz. Se sabía que la transición, para ser efectiva y no solo formal, requeriría mucha reciedumbre. Walter y Williams señalaron con mucha razón que el fin de la guerra no iniciaba un proceso de redemocratización y que la carencia de un punto de referencia al cual retornar era fuente de incertidumbres. Chile retornó a la democracia tras Pinochet, El Salvador tenía que reinventarse como república democrática. Los cincuenta años de gobierno militar directo permearon las relaciones cívico-militares a tal punto que, a juicio de estos autores, la desmilitarización debía ser un elemento esencial de la democratización en El Salvador (19).

Por segunda vez en la historia de El Salvador —o por tercera o cuarta, pero no muchas más— importantes sectores coincidieron en que el militarismo y el desarrollo estaban reñidos. La primera vez fue cuando los padres fundadores José Matías Delgado y José Simeón Cañas, y otros tres próceres, escribieron en un informe al parlamento que «un ejército permanente, es más ruinoso en un país, que cualquier invasión en él. Los soldados de línea consumen mucho y no producen nada; de ordinario no tienen oficio en que entretenerse cuando no están en facción, y la ociosidad los hace viciosos: casi todos son célibes, y todos quieren tener mujeres; la prostitución se aumenta… La tropa de línea es además invención de los tiranos para oprimir a los pueblos» (20).

A las puertas del siglo XXI, el Fmln, oenegés, organizaciones de base, intelectuales, la mayor parte de los eclesiásticos y un sector del empresariado, además de Onusal y el gobierno de los Estados Unidos, vislumbraron un futuro promisorio con aparato estatal libre de la tutela militar y creyeron estar situados en la ruta hacia ese objetivo. Recuperarían así el espíritu fundacional de la República de El Salvador. O al menos el espíritu que algunos ilustrados le quisieron insuflar.

Los Acuerdos de paz negociados y firmados en México representaron el esfuerzo de más denuedo por cambiar las relaciones cívico-militares y colocar a los militares en un rol subalterno. En Chapultepec se definió la nueva misión de las Fuerzas Armadas, restringida a la defensa de la soberanía y la integridad del territorio.

Solo excepcionalmente podría reasumir tareas de mantenimiento del orden interno y la seguridad pública. Concluyó así el monopolio militar sobre la seguridad pública y, con este, el rol de arbitraje político que hasta entonces se había arrogado. Los acuerdos también crearon la Policía Nacional Civil, independiente de las Fuerzas Armadas y responsable de la seguridad pública «con estricto apego a los derechos humanos y bajo la dirección de autoridades civiles» (21).

Ambas partes cedieron en sus pretensiones iniciales. El Fmln renunció a suprimir a las Fuerzas Armadas. El gobierno redefinió —restringió— la función de los militares y suprimió la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), adscrita al Estado Mayor de la Fuerza Armada y cerebro del sistema represivo contrainsurgente. Este fue un cáliz muy difícil de empinar para el alto mando militar, habituado no solo al arbitraje político, sino a gobernar de forma directa entre 1932 y 1979 (22).

El nuevo sistema de seguridad pública se asentaría sobre la PNC, definida como el único cuerpo policial armado con competencia nacional, encargado de «proteger y garantizar el libre ejercicio de los derechos y las libertades de las personas, prevenir y combatir toda clase de delitos, así como mantener la paz interna, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública, tanto en el ámbito urbano como en el rural, con estricto apego a los derechos humanos» (23).

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Las nuevas directrices establecieron un respeto a los derechos políticos, tan menoscabados a lo largo de la historia de El Salvador. Y por eso prescribieron de forma explícita que a la PNC le corresponde proteger el ejercicio del derecho de reunión y manifestación, y que si por razones legales se ve obligada a disolver una manifestación, lo hará utilizando los medios menos peligrosos, en la mínima medida necesaria y sin recurrir a las armas, salvo cuando se trate de una manifestación violenta y los medios pacíficos hayan sido agotados. También en la lucha contra la delincuencia la PNC debía optar por medios no violentos y podría recurrir a las armas solo cuando otros medios hubieran probado su ineficacia, y solo en casos extremos y estrictamente necesarios como la protección de una vida (24).

En el corto y mediano plazo, los procesos de desmilitarización dependen de la posición de las fuerzas armadas en la sociedad. Importa su poder real y su lugar en el imaginario popular. Ante unos militares desacreditados por su brutalidad, su derrota en las Malvinas y su deficiente manejo de la economía, al presidente argentino Raúl Alfonsín se le facilitó la tarea de arrinconarlos y poner civiles a cargo de las funciones policiales.

Cuando las fuerzas armadas están en una mejor posición de poder y de prestigio, como ocurrió en Chile, los viejos cuerpos represivos logran resistirse a las reformas y mantienen su influencia en el pináculo del poder (25).

Los militares chilenos también habían sido brutales durante y después del golpe de Estado de 1973. La Operación Cóndor persiguió y asesinó a exiliados políticos chilenos en Sudamérica, Europa y Estados Unidos. En 1976 Pinochet detuvo a 130,000 personas por medio de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), cuyos 4,000 agentes se dedicaban a capturar, torturar, asesinar y desaparecer a presuntos izquierdistas.

La Dina fue sustituida por la Central Nacional de Informaciones en 1977 y ésta última fue disuelta en 1990, pero muchos de sus agentes fueron reasignados a tareas de seguridad pública.

Los militares estaban apuntalados política y económicamente. La constitución estableció que el 10 por ciento de los ingresos percibidos por la venta de cobre se destinaran al gasto militar. Esto fue posible por una ambivalencia en la sumatoria de pareceres. Al momento de la caída de Pinochet, Chile era un país dividido entre los que, según Jared Diamond, afirmaban: «Las políticas de Pinochet fueron beneficiosas para Chile en términos económicos, pero todas las torturas y los asesinatos son inexcusables». Y, en no tan acusado contraste, estaban los que sostenían: «Las torturas y los asesinatos de Pinochet fueron algo maléfico, pero debes entender que sus políticas fueron beneficiosas para Chile en términos económicos» (26).

¿Qué pasó en El Salvador? Demasiados políticos y agentes del gran capital estaban tan salpicados de sangre como algunos militares. El apoyo de Arena, primero a través del presidente Cristiani y después por medio de su sucesor, fue estratégico para que los militares conservaran capacidad de moldear e infiltrar a la nueva policía. Gino Costa, asesor de Naciones Unidas para la creación de la PNC, sostiene que el factor más relevante fue «el apego equivocado de Estados Unidos a las viejas estructuras y su poco entusiasmo por las nuevas, si no en el plano político y diplomático, sin ninguna duda en el técnico y operativo» (27). Posiblemente militares y algunos oficiales del Departamento de Estado mantuvieron lealtades al personal con el que se habían entendido y colaborado durante largos años.

Lo primero que ocurrió fue que la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda —creadas en 1912— fueron renombradas y transferidas —estructuralmente intactas— al ejército, llevando consigo un generoso presupuesto. Como en enero de 1993 el secretario general de Naciones Unidas Boutros-Ghali informó al Consejo de Seguridad que el presidente Cristiani no había removido a quince oficiales de alto rango cuyos crímenes habían sido documentados en el Informe de la Comisión de la Verdad, Cristiani anunció que la destitución de ocho de esos oficiales se haría efectiva al final de su período. Las presiones arreciaron y forzaron la renuncia del ministro y viceministro de Defensa (28).

Antes de su renuncia, lograron introducir un Caballo de Troya en la PNC, mediante el nombramiento de Óscar Peña Durán —exmayor del ejército, ascendido a ese rango dos meses después de su renuncia a la Fuerzas Armadas— como primer Subdirector de Operaciones de la PNC, un puesto desde el cual, aprovechando sus dotes de organizador y la ignorancia en temas policiales del director de la PNC, fue el genuino primer director de esa institución. Cuando la PNC daba sus primeros y vacilantes pasos, Peña Durán fue la persona que más esfuerzos hizo por militarizar a la PNC, autonombrandose comisionado, concediendo grados a sus subalternos, habilitando agentes que no cumplían con los requisitos académicos de la PNC y saltándose otras normativas para copar la naciente institución, en puestos de base y dirección, con personal militar de la Unidad Ejecutiva Antinarcotráfico y la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos, que trasplantó del ejército a la PNC (29).

Aunque Peña Durán tuvo que renunciar el 3 de mayo de 1994 por presiones de Naciones Unidas (30), dejó los carriles engrasados para que fluyera el Acuerdo Ejecutivo del 12 de mayo de ese mismo año, donde se hace efectiva la transferencia de veinticinco oficiales de las fuerzas armadas a la PNC: un mayor, tres capitanes, dieciocho tenientes y tres subtenientes. Ocuparon los principales cargos: dos llegaron a ser directores generales, dos fueron subdirectores, seis dirigieron la División Antinarcóticos (DAN), uno lideró la Dirección de Investigación Criminal (DIC), dos estuvieron al frente de la División de Finanzas y otros fueron jefes regionales (31).

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Peña Durán obraba siguiendo instrucciones de una cohorte del ejército que, por otros conductos en la cúpula gubernamental y al mismo tiempo que torpedeaba el lanzamiento de la PNC, se aseguró una determinante influencia en el diseño, conducción y desarrollo de la naciente criatura. Ese grupo distribuyó las posiciones de mando —incluyendo las divisiones de Seguridad Pública y las que Peña Durán arrastró consigo— entre el personal de origen militar (32).

Los militares experimentados llevaron a la PNC sus tácticas contrainsurgentes y sus hábitos corruptos. Pudrieron la PNC antes de que pudiera madurar. El uso excesivo de la fuerza fue un hábito aparentemente precoz, pero en realidad fue un hábito importado e injertado. Los reclutamientos masivos, que priorizaron la cantidad sobre la calidad para alcanzar en dos años la meta de 6,000 agentes, dieron investidura de agentes a no pocos consumados criminales. Entre otros saldos perversos, la sumatoria de estas taras congénitas redundaron en el liderazgo y nutrida membresía en una banda de sicarios conocida como Asesinos Inc., y en el respaldo oficial subrepticio a escuadrones de limpieza social, como «La Sombra Negra», capitaneados por el gobernador y la máxima autoridad de la PNC de San Miguel (33).

Los militares no solo retuvieron su cuota de poder al moldear a la PNC. En la práctica el gobierno nunca hizo efectivo el monopolio sobre la seguridad pública que los Acuerdos de paz le encargaron a la PNC. En 1992 y 1993 los soldados patrullaron zonas cafetaleras como parte del «Plan grano de oro», que se siguió reeditando por años, absorbiendo hasta 2,000 soldados. En la segunda mitad de 1993, el «Plan vigilante» puso en manos y pies del ejército el patrullaje de carreteras y zonas rurales. Después vino el «Plan guardián» de 1995, un patrullaje mancomunado de policías y militares en zonas rurales (34).

Los militares lograron desde un inicio generar las condiciones para hacerse imprescindibles. Sabían que los gobiernos de la posguerra padecerían un peligroso descenso en su capacidad de vigilancia. La supresión de la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda desplomaría la disponibilidad de personal policial de 14,000 a 6,000. Las defensas civiles y patrullas cantonales, liberadas de sus funciones, dejaban un vacío de 30,000 vigilantes paraestatales a tiempo parcial.

A esto se sumaba la desmovilización de los combatientes del Fmln que también ejercían labores de vigilancia en las zonas bajo su control. Si partimos de una sumatoria de todas estas entidades, se avala la tesis de Gino Costa de que las fuerzas coercitivas bajaron de 75,000 a 6,000 (35).

Con voluntad de agravar esta situación y dejar al brazo policial del Leviatán sin dientes y sin ruedas, el Ministerio de Defensa retuvo la mayoría de los vehículos y otro equipamiento de las fuerzas de seguridad recién suprimidas en lugar de entregarlos a la PNC, cuyos agentes patrullaban a pie, sin aparatos de radio y sin capacidad de responder con eficacia. En 1993 la Policía Nacional, a las puertas de su disolución, recibió una dotación de 77 millones de dólares, muy superiores al presupuesto de 45 millones de la PNC (36). La conjunción de todos estos elementos trajo como resultado el menoscabo de la moral de la PNC y un incremento de los delitos del 300 por ciento entre enero y septiembre de 1993. El terreno quedó preparado para la infiltración militar de la PNC y arrebatarle su monopolio sobre la seguridad pública. En lugar de confrontar a los militares por haberse apropiado del equipo que la PNC necesitaba, el gobierno solo reaccionó incrementando su personal con la transferencia de agentes de la Policía de Hacienda y la Guardia Nacional, en flagrante violación de los Acuerdos de paz (37). El nuevo sistema de seguridad pública era el maquillaje del viejo sistema.

Moldear la PNC e infiltrarla con personal y hábitos de los vetustos cuerpos contrainsurgentes fue solo una de las formas de supervivencia del militarismo. El uso que los presidentes han hecho de la PNC y de las Fuerzas Armadas ha sido más decisivo para mantener a flote el militarismo y el vínculo entre los proyectos de nación en la posguerra y la coerción, paradigma revivificado del orden y el progreso. Cuando se firmaron los Acuerdos de paz, no era previsible el peso sostenido del militarismo en la posguerra, entendiendo por tal no necesariamente la dirección militar del Estado —patente o latente—, sino sobre todo la insistente aplicación de las estrategias militares a los problemas sociales y el concomitante mantenimiento de un número importante e incluso creciente de soldados y policías, y de la correspondiente dotación financiera.

Los operativos de cero tolerancia aplicados por manos duras de tirios y troyanos —Arena y Fmln— fueron una constante del Estado de la posguerra y todos dejaron el sedimento de un Estado reartillado, unas Fuerzas Armadas reinstauradas como instrumento cotidiano en tareas de seguridad pública y una estela de masacres perpetradas al amparo de la impunidad, como la que tuvo lugar en una finca en San José Villanueva, perpetrada por el Grupo de Reacción Policial (GRP).

Los gobiernos de El Salvador, como Goethe, antes han preferido «una injusticia que el desorden» (38). Pero los gobiernos han puesto en práctica la literalidad de la frase y no su sentido original. Porque Goethe la pronunció para salvar a un saqueador e incendiario de la catedral de Mainz —probado delincuente— de una multitud dispuesta a lincharlo, mientras el Estado salvadoreño se convierte en los brazos de la multitud hambrienta de castigo y ejecuta el linchamiento bajo el amparo de la legalidad.

Los gobiernos de Flores, Saca, Funes y Sánchez Cerén perifonearon sus propuestas de mano dura cada vez que se encontraron al borde del rigor mortis de la impopularidad.

En contraste con sus predecesores, Bukele le apostó más a un proyecto positivo y novedoso. Consagró el bitcoin como moneda de curso legal, distribuyó Chivo Wallets dotadas de 30 dólares en bitcoins a todo el que quiso tomarlas y apareció, juvenil y glamoroso, en un escenario hollywoodense para anunciar la construcción de la Ciudad Bitcoin junto el Golfo de Fonseca. Y luego hizo mutis por el foro y no tuvo una palabra consistente cuando siete de cada diez salvadoreños encuestados por el Instituto de Opinión Pública de la UCA dijeron que los diputados debían derogar la Ley Bitcoin, apenas el dos por ciento de las remesas fueron transferidas bajo la forma de esa cripto moneda y el bitcoin empezó a caer en mayo y se desplomó más de un 30 por ciento en los primeros días de junio (39).

La vertiente amable y pacífica del proyecto progresista hizo aguas en el peor momento. Ante el fracaso de su proyecto de financiar el déficit fiscal con un golpe de mano en el casino del bitcoin, Bukele intentó mantenerse en la cresta de la ola popular mediante una maniobra tan vieja como la política: declarar una guerra a un enemigo inveterado del pueblo. Para eso estaban las maras.

Rompió así sus promesas durante la campaña electoral, cuando no presentaba a los mareros como terroristas, sino como el producto de «la desigualdad, la injusticia, la destrucción del tejido social, unos acuerdos de paz incompletos e incumplidos, las políticas económicas excluyentes de los gobiernos de Arena y las tristemente famosas ‘mano dura’ y ‘súper mano dura’» (40).

Bukele se sumó al club de presidentes que han hecho de las maras su bestia negra. Lo hizo subiendo y remilitarizando el camino hacia el progreso de varias maneras. Para empezar, insistió en que se trata de una guerra: «Se libra una Guerra Contra Pandillas», dice el sitio web del Ministerio de Seguridad y Justicia, y luego reitera el envite y clasifica al enemigo al trompetear la construcción de «un gigantesco recinto penitenciario que albergará a los terroristas capturados en el marco de la Guerra Contra Pandillas» (41). Bukele no combate la delincuencia, como el presidente Saca, sino que está en guerra contra el terrorismo y personalmente ordena que se arrecien las batallas (42).

Debido a que se trata de una guerra y de un enemigo tan extremo como solo el terrorismo puede serlo, Bukele declaró un estado de excepción que les permitiera a la PNC y a las Fuerzas Armadas un uso irrestricto de la fuerza, olvidarse de los derechos humanos que los Acuerdos de paz los comprometieron a respetar y escudarse en la impunidad. El 19 de julio la Asamblea Legislativa aprobó la cuarta prórroga del régimen especial que ha dado luz verde de facto a policías y militares para entrar en las viviendas, escuelas e incluso iglesias de los barrios marginales y llevarse, sin pruebas ni trámites, a todo aquel que a ojo de buen cubero identifiquen como miembro o colaborador de las maras.

«Aquí dentran como que son a saber qué —comenta María Portillo, empleada doméstica, natural de Soyapango—. Llegaron tres veces antier. Aporrearon la puerta y se querían llevar a mi nuera con todo y los niños [un recién nacido y otro de tres años de edad]. Le pidieron el celular y no le creyeron que no tenía. Entonces confrontaron a mi nieto de tres años y él les dijo: ‘Mamá no tene celular, no hay pisto.’ Le preguntaban a mi nuera que adónde podían dejar a los niños depositados para llevársela a ella a la fiscalía para comprobar si alguna vez había estado detenida. Le decían: ‘Pues es que así como sos vos, bicha… hay que averiguar.’ Y la ultrajaron un montón. Fíjese que maltratan a la gente que está aquí dentro de sus casas y agarran a los niños para preguntarles de todo. Le querían tomar fotos a mi nuera porque decían que tenía drogas en la casa, que así le había dicho la gente en la calle. Uno andaba como loco adentro, tirando todo. Botó todo lo de la casa. Me sacaron toda la ropa, botaron todito, todito… y lo dejaron regado en el piso. Cuando mi nuera andaba en mi cuarto, durante el cateo, el policía le dijo: ‘¿Y usted qué viene a hacer de metida aquí adentro?’ Y ella les habló: ‘¿Y usted qué hace aquí? ¿Acaso la casa es suya para que entre hasta aquí y ande tirando todo? Yo vengo a ver porque ya los conozco a ustedes lo que son y me pueden dejar algo allí para hacer constar que a mí me han hallado cosas, y por eso tengo que ir a ver qué es lo que me va a esconder usted.’ Otro agente le dijo que se calmara y ella siguió: ‘Asustados me tienen a los niños. Ya han venido varias veces y han aventado todo y ¿qué hallan?, no hallan nada, y entonces ¿por qué vienen?’ Cuando se fueron, mi nuera se fue a dormir donde su mamá. Mi hijo regresó en la noche y se encerró. Los policías llegaron dos veces más, la última vez a las once de la noche, y aporrearon la puerta y se secreteaban, pero él no les abrió. Se va a ir a vivir a otro lugar mientras esto pasa. Aquí aunque vengan no hallan nada. Yo mi conciencia la tengo tranquila. Pueden venir a la hora que ellos quieran y no me van a encontrar nada. Y, como yo ya me resigné, de aquí no me van a sacar si no me hallan pruebas. Esto está horrible».

«Así como sos vos, bicha» se puede traducir como «así como te ves, como típica residente de una barriada marginal». La aporofobia —el rechazo a los pobres— se ha puesto a la orden del día por medio de operativos que son solo una light version de los operativos de tierra arrasada, donde al pez se le quitaba la pecera, a la guerrilla su base de apoyo, y ahora a la mara se le acosa dando palos de ciego en los territorios donde opera.

María Portillo repudia las políticas del gobierno. Pero no representa la norma. Un reportaje en The New York Times muestra que el aplauso a la represión es masivo y narra la historia de un zapatero de 29 años injustamente capturado en su pequeño taller cuyo hermano dice: «Aparte de esto [refiriéndose a ese arresto], todo lo que el presidente ha hecho es magnífico». Bukele acepta que algunos inocentes están en prisión, pero insiste de manera categórica en que representan una insignificante porción. La mayoría de los ciudadanos parece haberse resignado a pagar este precio: el 91 por ciento de los encuestados por CID-Gallup a mediados de abril expresó su aprobación al conjunto de medidas de seguridad del gobierno (43).

La cacería indiscriminada tiene por objetivo poblar la ciudadela del terrorismo. La única forma es hacerlo llenando la prisión con falsos positivos y privándolos de un proceso judicial en regla.

María continúa narrando su tragedia, que es la de miles de familias en El Salvador:

«Mi nieto tiene ya tres meses de estar detenido. Y no lo dejan ver. Lo detuvieron empezando estas capturas. A él lo hallaron en la casa y, como no hallaron a otro, lo agarraron a él, se lo llevaron amarrado. Como ese día andaban recogiendo de todo, manchados o no manchados, ahí se fueron todos revueltos. Hasta mi pobre bichito de fue por allá. Él no se metía en nada. Iba a la iglesia y estaba estudiando. Dicen que estaba en Mariona. Ya es bastante tiempo. Pero ni modo. Hay que aguantar hasta el tiempo en que digan: vamos a soltarlos a todos. Sin deber nada están ahí detenidos. Y así quieren hacer también con estos bichos de este barrio. Pero está fregado, porque media vez no tengan pruebas de nada, no tienen por qué andárselos llevando. Porque de mi nieto no tienen pruebas de nada. Dijeron que lo iban a investigar para ver y que lleváramos sus papeles de la iglesia y de los estudios, y los llevamos. Pero ahora dicen que nada de eso vale. Así que tienen que estar ahí hasta que a ellos les dé la gana de darles puerta».

A base de falsos positivos y de suspender o no iniciar los procesos judiciales, Bukele ha conseguido sobrepasar la meta inicial de 20,000 detenidos y presentar el 27 de julio una cifra de 47,789 «pandilleros» capturados y privados de libertad en los cuatro meses transcurridos desde que el 27 de marzo entró en vigencia el estado de excepción (44).

El Salvador ha venido subiendo su tasa de encarcelados cada quinquenio: 130 por cada 100,000 habitantes en 2000, 206 en 2005, 395 en 2005 y 492 en 2015, la tasa más alta de la región, la tercera del continente americano y la séptima del mundo. En 2015 había 31,686 reclusos en todas las prisiones del país (45). En marzo de 2021 esa cifra había ascendido a 36,663 y El Salvador se había colocado en cuarto lugar mundial, con una tasa de 564 confinados por cada 100,000 habitantes. Si a esos encarcelados de 2021 le añadimos los 47,789 presuntos pandilleros detenidos en 2022, el total de 84,452 prisioneros arroja una tasa de 1,296 por cada 100,000 salvadoreños, la más alta del planeta, más del doble de los 629 de Estados Unidos (46).

Bukele está creando un Guantánamo para sus connacionales, una cárcel en extremo aislada, sobrevolada por drones y con tecnología capaz de bloquear las comunicaciones telefónicas. Será una prisión alejada de las ciudades, rodeada de cientos de manzanas de tierra propiedad del Estado y con varios niveles de muros y 37 torres de vigilancia. Los ocho pabellones con capacidad de 2,500 internos cada uno, tendrán que ser ampliados si pretenden alojar a la creciente legión de los capturados.

Pero antes de tenerla concluida, el Estado ha acumulado 3,000 denuncias por atropellos a los derechos humanos, sobre todo por detenciones arbitrarias (47). La meta utópica —en este terrible aquí y tenebroso ahora— de posicionar a El Salvador «entre los [países] menos violentos de Latinoamérica» tiene un precio (48). Para disfrutar del doctor Jekyll hay que ser víctima de míster Hyde. Amnistía Internacional denunció que al menos 18 internos habían muerto bajo la tutela del Estado (49). Bukele ha logrado que todo prisionero tema por su vida y que cualquier joven de un barrio popular sepa que en cualquier momento puede ser capturado sin motivo alguno, solo por el imperativo de que la ciudadela carcelaria debe rebosar de presos y las metas de detenidos tienen que cumplirse.

¿Cómo ha logrado esta proeza? Remilitarizando la seguridad pública en franco retroceso respecto de los Acuerdos de paz, violados sistemáticamente por todos los gobiernos de la posguerra, pero ahora en grado superlativo por un gobierno que, aparte de ofrecer más de lo mismo, declaró una guerra, impuso el estado de excepción e hizo de El Salvador el país más carcelario del mundo.

Bukele ofreció aniquilar el orden imperante y al inicio pareció que esa promesa incluía una ruptura con el militarismo. Cuando el 2 de junio de 2019 mediante un tuit mandó retirar el nombre del Coronel Domingo Monterrosa del Cuartel de la Tercera Brigada de Infantería, Bukele pareció emitir un adiós a las armas y una condena a los militares mucho más contundente que la de su predecesor, el excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén, que se limitó a pedir perdón y ofrecer reparaciones a las víctimas de Monterrosa.

Hubo otras acciones en esa dirección: ordenó abrir los archivos de la masacre de El Mozote y nombró como Ministro de la Defensa a un oficial joven, miembro de la Fuerza Naval y ajeno al conflicto armado, dos rasgos atípicos en un ocupante de ese cargo. Pero de inmediato el nuevo ministro apoyó la continuidad de la participación del ejército en las labores de seguridad pública en el marco del ambicioso y oneroso Plan de Control Territorial.

Meses después, en el momento álgido de su enfrentamiento con el poder legislativo, Bukele ingresó a la Asamblea Legislativa rodeado de militares. Sin decirlo, había declarado la guerra a los diputados, y no cesó de hostigarlos hasta que las siguientes elecciones le dieron a Nuevas Ideas un control mayoritario de los curules.

Luego vino el silencioso fortalecimiento de la policía. Bukele no destacó en esa línea estratégica, pero tampoco fue una excepción, una ruptura. Todos los gobiernos de la posguerra fortalecieron a la PNC. Primero los de Arena, después el Fmln y ahora el de Nuevas Ideas.

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Conocemos por Gino Costa que en junio de 1997, la PNC disponía de 16,000 agentes, es decir, el 62 por ciento de los 25,725 que hasta entonces sumaban todas las cohortes de nuevos reclutas (50).

Un estudio del Iudop consigna que en 2017 la PNC tenía 26,025 miembros, de los cuales solo 4,007 eran mujeres, y que se llegó a esa cifra tras un descenso desde los 27,887 agentes de 2014. Entre 2014 y 2017, hubo una inyección de 3,068 nuevos miembros, pero esa tasa de natalidad no fue suficiente para compensar las 4,930 bajas por deserciones, despidos, defunciones y jubilaciones.

Por eso en ese período el número de policías activos pasó del 57 al 51 por ciento del acumulado (51). Si suponemos que en 2022 permanece de alta el 55 por ciento de los 55,859 agentes acumulados, la cifra redondeada de policías en este año puede ser 31,000, el pico histórico.

Sin embargo, la mayor graduación de policías por año no tuvo lugar durante la administración de Bukele. Dejemos a un lado los gobiernos de Cristiani y Calderón Sol, que por tratarse de los inicios de la PNC estaban obligados a un reclutamiento muy acelerado, aunque no deberían haber sobrepasado los 6,000 bajo acuerdo. De los últimos cinco gobernantes, Saca y Funes han sido quienes más nutrieron las filas de la PNC con nuevo personal, como se puede apreciar en la siguiente tabla.

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Bukele planea apoyarse más en el ejército. El personal actual de las Fuerzas Armadas de El Salvador ronda los 20,000 agentes. Un primer indicio de que esa es la cifra lo tenemos en el bono de 200 dólares mensuales que el actual gobierno concedió en 2020-2021 a 19,907 miembros del ejército (52).

Otro indicio fue la promesa que hizo Bukele de duplicar los efectivos del ejército de 20,000 a 40,000 (53). Una vez más, la administración de Bukele sigue una tendencia. Ni siquiera el Fmln respetó la propuesta que lanzó en 1989 de limitar a un máximo de 8,000 y 3,000 los efectivos militares y policiales,  respectivamente (54). Pero Bukele planea infringir los Acuerdos de paz a mayor escala.

Por eso va incrementando la dotación financiera. Los recursos del Ministerio de la Defensa Nacional y del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública han aumentado 66 y 140 por ciento, respectivamente, entre 2009 y 2021. En ese lapso el PIB aumentó 63 por ciento y la población del país creció 5.33 por ciento. La inversión en seguridad no guarda proporción con la pujanza económica ni con el volumen poblacional. Si pudiera medirse, ¿sería proporcional al miedo?

Incluso cuando Nuevas Ideas no controlaba la Asamblea Legislativa, Bukele logró en 2020 aumentos sustanciales para las carteras de estos dos ministerios —de 52 por ciento en defensa y de 30 por ciento en justicia y seguridad—, y en 2021 uno del 15 por ciento en seguridad. Son los incrementos más contundentes de todo ese período. Pero tuvo que esperar a 2022 y a los 64 escaños de Nuevas Ideas y sus aliados para premiar nuevamente a los militares con un incremento de casi el 17 por ciento.

Hasta el momento, 2020 representa el pico de los incrementos y 2022 el pico en volumen presupuestario. Durante el primer trienio de Bukele, el Ministerio de la Defensa Nacional consiguió el 90 por ciento de todo el incremento presupuestario de 2009 a 2022 (55). En materia de dotación presupuestaria, los militares tienen motivos para estar más agradecidos con Bukele que con ningún otro presidente, como entidad corporativa y como individuos, pues el bono de complemento salarial supone un esfuerzo anual de cuatro millones de dólares adicionales.

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Esta marcada tendencia ha dado un espaldarazo financiero al «compromiso» estatal con los militares y a un reartillamiento del sector público y sus estrategias. En 1991 el presupuesto militar de El Salvador era de 145.5 millones de dólares (57). En otras palabras, en vísperas de los Acuerdos de paz, el gasto militar promediaba 36 dólares por habitante. En 2022 el Ministerio de la Defensa Nacional cuesta 40 dólares por cabeza. Y el de Justicia y Seguridad Pública, casi un centenar de dólares (58).

La intervención de los militares en los programas de seguridad pública ha vuelto a ser la norma, aunque sea una norma disfrazada de permanente provisionalidad. Como parte del apoyo al Plan Control Territorial, la Faes juramentó un total de 2,390 reclutas de nuevo ingreso que fueron incorporados entre julio de 2019 y enero de 2020 a los diferentes comandos en apoyo a las tareas de seguridad pública (59). En 2022, las Faes añadieron 1,400 nuevos reclutas de las fuerzas armadas al Plan de control territorial de la PNC (60).

El estado de excepción fue la cereza en el pastel, la conclusión lógica, el desarrollo más consistente con la reducción al absurdo y a la nada de tres elementos medulares de los Acuerdos de paz: el respeto a los derechos humanos, la libertad de acción política y la desmilitarización.

El Estado de derecho fue el orden imperante que Bukele aniquiló al instaurar el estado de excepción. ¿Por qué se sintió compelido a hacerlo? «Es soberano quien decide el estado de excepción», escribió en 1922 el jurista nazi Carl Schmitt como anticipada justificación del despotismo de Hitler (61). El ejercicio del poder solo es pleno si se lo ejerce con arbitrariedad. Según Goebbels, «solo aquel que hace uso del poder lo merece, aquel que lo explota con el fin de la opresión implacable» (62). Podría haber dicho: solo quien se impone sobre las leyes siente el poder.

Bukele lo siente al suspender las leyes y ceder la palabra a las lenguas relucientes de las bayonetas. Todo viene en versión supersized: la remilitarización es llevada a un punto culminante por el gobierno que ha presentado los proyectos más ambiciosos. La novedad de Bukele ha sido, por tanto, volver a enlazar militarismo y progreso. Orden y progreso, como ofreció Porfirio Díaz.

El círculo se habría cerrado mejor si Bukele hubiera logrado construir la megaprisión a base de bitcoins, de tal forma los dos rostros del progreso hubiera quedado acuñados en la misma moneda: «la unificación de lo horrible y lo maravilloso, la embriaguez de una aniquilación que pretende ser salvación», como escribió Th. W. Adorno a propósito de la propaganda fascista (63). Pero el bitcoin sucumbió justo cuando debía cumplir ese cometido. Mejor dicho: sucumbió y por eso se hizo más urgente esa otra meta.

Bukele ofreció romper con un patrón de comportamiento represivo institucionalizado. Reafirmó su lucha contra el sistema —ser antisistema es típico de todos los populismos— con una promesa que no cumplió. Todo lo contrario. Bukele ha apostado más por distintas formas de militarización: aumento del presupuesto militar, adjudicación de funciones de seguridad pública a los militares, declaración del estado de excepción y hacer de El Salvador el país con mayor cantidad porcentual de ciudadanos encarcelados.

Las fuerzas coercitivas han vuelto a ser los árbitros decisivos de la violencia social gracias a que se crearon las condiciones jurídicas para que la fuerza obre sin trabas legales, observación crítica y denuncias eficaces. A un problema social, se le da una solución militar, sin percatarse de que el nihilismo de las maras y el rigorismo de la mano dura beben del mismo pozo.

Notas al pie

(1) Alexiévich, 2019, p.47. (2)  Ellacuría, 2005, p.231. (3)  Costa, 1999, pp.30-32. (4)  González, 2022. (5)  Dunkerley, 1994, p.146. (6)  Guidos Véjar, 1982, p.135. (7)  Walter y Williams, 1993, p.47.  (8)  Walter, 2015, p.193.  (9)  Holden, 2004, pp.3-4. (10)  Costa, 1999, p.49.  (11)  Ellacuría, 2005, p.1465. (12)  Lungo Uclés, 1990, p.61. (13)  Walter y Williams, 1993, p.78. (14)  Schwarz, 1991, p.19; Dunkerley, 1994, p.70; Costa, 1999, p.217.  (15)  Dunkerley, 1994, pp.145-146.  (16)  Walter y Williams, 1993, p.41. (17)  Ellacuría, 2005, p.231.  (18)  Walter y Williams, 1993, p.56.  (19)  Walter y Williams, 1993, p.40.  (20)   Citado por Walter y Williams, 1993, p.42. Meléndez, 1971, p.414. (21)  Citado en Costa, 1999, p.75.  (22)  Costa, 1999, pp.76-77 y 100.  (23)  Acuerdo de Chapultepec citado en Costa, 1999, p.104.  (24)  Costa, 1999, p.106. (25)  Stanley, 1995, p.32.  (26)  Diamond, 2020, pp.167, 177 y 181.  (27)  Costa, 1999, p.288. (28)  Stanley, 1995, pp.65-67.  (29)  Costa, 1999, pp.182, 209, 239-261 y 285.  (30)  Desde ese año el gobierno de los Estados Unidos obtuvo evidencias sobre la participación de Peña Durán en una banda de ladrones de vehículos en 1987.  (31)  Silva Ávalos, 2015, pp.27 y 29.  (32)  Costa, 1999, pp.190 211. (33)  Silva Ávalos, 2015, p.153; Costa, 1999, p.124.  (34)  Costa, 1999, pp.213-214. (35)  Costa, 1999, p.149; Stanley, 1995, p.46.  (36)  Costa, 1999, pp.147 y 184.  (37)  Stanley, 1995, p.46.  (38)  Goethe, 1991, p.1553.  (39)  IUDOP, 2022; Ongweso jr, 2022; Cooban, 2022. (40)  Galeas, 2018, p.95.  (41)  Ministerio de Seguridad y Justicia, 2022a, 2022b.  (42)  Villacorta, 2022. (43)  Kitroeff, 2022.  (44)  Presidencia de  la República de El Salvador, 2022c.  (45)  Walmsley, 2016, pp.2 y 5-6.  (46)  Fair y Walmsley, 2021, pp.2 y 6. (47)  Villacorta, 2022. (48)  Presidencia de la República de El Salvador, 2022b. (49)  Amnistía Internacional, 2022. (50)  Costa, 1999, p.288.  (51)  Andrade y Guevara, 2020, p.27. (52)   Ministerio de la Defensa Nacional, 2021. (53)  Buil Demur, 2021. (54)  Costa, 1999, p.75. (55)  Normalmente más del sesenta por ciento del presupuesto del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública se destina a la Policía Nacional Civil (PNC) y alrededor del 85 por ciento de los fondos de Defensa Nacional son gastos de las fuerzas armadas.  (56)  Ministerio de Hacienda, 2009; 2010; 2011; 2012; 2013; 2014; 2015; 2016; 2017; 2018; 2019; 2020; 2021; 2022. (57)  Dunkerley, 1994, pp.144 y 146.  (58)   Ministerio de Hacienda, 2022. (59)  Ministerio de la Defensa Nacional, 2019. (60)  Presidencia de la República de El Salvador, 2022a. (61)  Schmitt, 2004, p.23. (62)  Adorno, 2009, p.131. (63)  Adorno, 2009, p.146.

Referencias bibliográficas

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