Plus de Charlie. "Ya no hay Charlies", escribió un colaborador franco-salvadoreño de Plaza Pública. Lo que “no significa", continuó, "que Charlie Hebdo haya muerto, como quería la buena gente de Al Quaeda Yemén. Significa que se agotó una edición internacional de cinco millones de ejemplares. El mundo es más complejo e imprevisible que lo que imaginan los fanáticos”.
Y es cierto, el mundo es tan gozosamente complejo que, así como sorprendía leer, inmediatamente después de la masacre, las tajantísimas opiniones de quienes hasta un minuto antes no habían oído hablar jamás de la revista y los dibujantes y cuyo conocimiento sobre el fundamentalismo islámico no pasaba de imaginar a señores barbados vestidos de blanco, así también da esperanza comprobar que, si bien no todos, muchos instrumentos de censura van perdiendo efectividad y a menudo surten el efecto contrario al que pretenden. Siglos de pensamiento han ido puliendo la idea de libre expresión pero sus límites siempre tuvieron por objeto proteger a las personas, nunca sus opiniones. Bien al contrario, sus miras estaban en liberar de la opresión, que muy a menudo se fundaba en sistemas de creencias inatacables, incuestionables.
Y ese principio que hoy el núcleo de Occidente siente amenazado por motivos religiosos, es mutilado diariamente en todo el mundo también por otras razones. El espionaje de los gobiernos a sus ciudadanos, desde Estados Unidos a China, las presiones comerciales de las empresas y de los partidos políticos, el narcotráfico, el crimen organizado. La libertad de expresión, pese a todo el terreno ganado, vive en un permanente vaivén y su disfrute nunca es estable ni definitivo ni, generalmente, tan falto de ambigüedad y sutileza como nuestros prejucios sobre ello.
Pongamos por ejemplo la libertad de información, un derecho derivado de aquel. Según el informe anual de Reporteros sin Fronteras el país de Sudamérica en el que más limitado se ve ese derecho no es ni Venezuela ni Ecuador ni Bolivia ni Argentina. Ha sido, durante los tres últimos años, Colombia. En 2012 el nivel de violaciones no se alejaba mucho de las que muestran Cuba y México, los dos países menos libres en materia de prensa del continente. Aún a día de hoy, solo mejora en tres puestos el lugar de Honduras, el tercer país en el que la prensa es más reprimida en toda América (126 y 129 respectivamente, en una lista de 180 estados). En Honduras casi medio centenar de periodistas murieron asesinados en la última década, y en México lo hicieron más de 100, tres de ellos en 2014. Eso los sitúa entre los países más peligrosos del mundo para ejercer ese derecho.
En Guatemala la situación es igual de grave. En 2013, al menos cuatro periodistas fueron acribillados y aun así, la libertad de prensa se deterioró en 2014 y el país se hundió del puesto 95 al 125 en la clasificación de Reporteros sin Fronteras. Según Centro Cívitas, una organización especializada en la formación de periodistas, desde que comenzó el Gobierno de Otto Pérez Molina hasta octubre de 2014, el Ministerio Público había recibido 189 demandas por agresiones contra periodistas. Entre los agresores se identificaba a 67 funcionarios, incluidos policías, al ex secretario de Comunicación Social de la Presidencia, Francisco Cuevas, y al propio presidente.
Pero no todo queda en el Gobierno, en el espionaje vicepresidencial o en la voluntad de intervenir las redes sociales. La libertad de expresión es cercenada por un sistema de medios muy concentrado, por los intereses de los anunciantes o de los amigos, por amenazas criminales, por negocios, por la falta de transparencia estatal. O, como en estos días, por la ambición inescrupulosa de un político opositor, Manuel Baldizón, al que en las pasadas elecciones llamamos “El Berlusconi de Petén” por la manera en que había creado un pequeño imperio de medios a su servicio en su departamento de origen desde los que se le alababa mientras denigraban a sus contrincantes. Ahora, el propietario del partido Lider, que encabeza las encuestas de voto para las elecciones presidenciales, ha puesto en marcha una estrategia similar a escala nacional y con media docena de medios impresos y electrónicos y una red de testaferros trata de amedrentar mediante fabricaciones y demandas legales a algunos de los periodistas hacia los que siente más inquina mientras promociona a los que siente cercanos.
El principal destinatario de sus intimidaciones es Juan Luis Font, el director de la revista Contrapoder (propiedad de Erick Archila, ministro de Energía y Minas y hermano del vicepresidente de Emisoras Unidas y presidente de Publinews). Gustavo Berganza explica esta historia, que esta semana ha alcanzado cotas grotescas con la ridícula acusación de que Font forma parte de grupos paramilitares.
Si creemos que el envalentonamiento de Lider no afecta solo a Font o a los periodistas en general, no se debe solo a que si ahogan el periodismo el ciudadano se enterará de muchas menos cosas aún que ahora. Si creemos que afecta a todos se debe a que su atrevimiento no termina ahí. Hace unos meses, sus diputados presentaron una iniciativa de ley que pretendía proscribir toda crítica a las empresas, toda queja, bajo amenaza de cárcel: ni contra la minería ni contra las telefónicas ni contra quienes nos estafan a diario sin que la DIACO ponga límite ni interés.
Ante un escenario de ese tipo, ante la posibilidad de un derecho amenazado, es urgente ponerse de lado de las publicaciones, los periodistas o los ciudadanos cuya voz se intenta sofocar, nos guste más o menos lo que digan.
Para que ya no haya más Charlies.