Muchos, sin embargo, no pueden quedarse en casa para protegerse, sobre todo porque necesitan trabajar o porque simplemente no soportan el encierro, y algunos salen cada día con o sin una verdadera protección. La pandemia no perdona. Quienes salen desafiantes como kamikazes, un poco de antemano perdida la batalla, a veces enferman y mueren.
Es cierto que el miedo es un ave atroz. Destruye y corroe. No avisa cuándo se instala ni cuándo se irá. La mayoría de lo que se publica y se lee lo hace crecer y expandirse como una mancha oscura, como el polvo del desierto que se nos viene encima, como la lluvia intempestiva, como la ceniza del volcán, como un tsunami amenazante aun cuando geográficamente es imposible que se dé por estos sitios.
Afuera, además, la violencia sigue su marcha. La común y la del Estado. Por un lado, los robos indiscriminados, el asesinato de un repartidor a quien la policía baja de su auto y sin mediar palabra le dispara, el asesinato de una maestra, la desaparición (¿secuestro?) de varios niños. Por otro lado, los préstamos del Gobierno que nos han endeudado por generaciones, esa ayuda que no llega a los más necesitados, los hospitales emergentes que son una farsa y los ya establecidos que colapsaron hace tiempo.
Los enfermos y fallecidos son nombres y apellidos cercanos, ya sea nuestros o de amigos. No es que el virus ande rondando como un invento, sino que está aquí para quedarse y seguimos sin estar preparados. No basta con el encierro. El miedo se cuela por los orificios de la casa y corroe por dentro.
El mundo del entretenimiento encerrado se trasladó a las redes. Cadenas de libros que nos gustan. Cadenas de obras de arte, de fotografías, de películas, de álbumes de cantantes. Cadenas de memes de perros fortachones de antes y debiluchos de ahora. Cadenas de la vida estudiantil antes de la virtualidad y ahora. Cadenas de oración. Cadenas de cadenas. Encerrados, quienes nos encadenan son los funcionarios corruptos, que desde sus cargos en los tres poderes del Estado aprovechan el miedo, el letargo, la indefensión de la sociedad para actuar con mayor impunidad y llenarse aún más los bolsillos.
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Caravanas de carros los jueves por la mañana que van pregonando que el virus es un invento y que quieren demostrarnos que ellos, los patriotas que en sus lujosos autos se atreven a desafiar la orden de estar en casa, están luchando por recobrar el derecho a vivir en una libertad que, de esta forma como la estamos viviendo, ellos no pueden seguir mancillando. Cadenas de fiestas clandestinas. Cadenas de concursos de señorita covid-19. Cadenas de tierra en el libramiento de Chimaltenango. Cadenas de corrupción generalizada. Cadenas de autoritarismo que seguimos necesitando porque no somos capaces de autoprotegernos, de cuidarnos, de velar por nuestra propia sobrevivencia.
Mientras tanto, la vida se circunscribe a la palabra escrita en un chat, al cariño expresado en un emoticón, a una eventual llamada telefónica, a una conferencia en alguna plataforma virtual.
El término más popular: procrastinación.
¿La nueva normalidad? Un concepto ambiguo, confuso, delirante. Tarde o temprano tendremos qué salir con o sin vacuna, con o sin protección real. Vivirán no los más fuertes, sino quienes mejor se adapten, así como nos vienen diciendo desde el siglo XIX.
Limpieza social generalizada: sálvese quien pueda, ahora más que nunca. Un mundo, como dijo el poeta Roberto Sosa, para todos dividido.
No nos angustiemos innecesariamente. La humanidad no perecerá. Esto también terminará de una u otra forma. En la dialéctica de la vida serán otros días, nuevos quizá. Más difíciles tal vez. Pero, para quienes quieran aprender y valorar esta época, sepamos que podemos aprovecharla como una etapa para reflexionar, para ser solidarios, para poner en práctica nuestra humanidad.
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